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El Perseguidor: IV

El Perseguidor
IV
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

IV

Se sentía dichosa y admirada de aquel nuevo viaje. Era una audacia haber llegado aquel verano a Noruega, adelantando su viaje, contra la costumbre de no viajar más que en el otoño y el invierno, como al amparo de la luz que parece envolver y proteger, sin la crudeza reveladora del verano.

Sin querer confesar su miedo, le había hecho volver a España desde Basilea, después de su nuevo susto del hombre de la pelliza.

Esta vez había hecho un esfuerzo para escapar. La asiduidad de Daniel casi la comprometía y ella, en su ansia de libertad y de viajes, no quería crearse un obstáculo que dificultase su vida.

Había hecho su viaje por Barcelona, por Marsella, atravesando toda esa región poética de la Alemania medieval, que se extiende a las orillas del Rhin, desde la Selva Negra hasta Colonia, con sus castillos feudales, tan pintorescos, semejantes a nidos de águila en lo más alto de las rocas.

Su viaje fue tan rápido que le dejaba una impresión vaga, como la que dan los cinematógrafos. Le costaba trabajo determinar particularidades de cada sitio: el espectáculo del Alster en Hamburgo, con los cientos de barquillas conducidas por parejas enamoradas entre los canales, a merced de las sombras de la noche. Los acorazados, que como una población de hierro flotante, ocupaban el gran canal de Kiel. Las bellas torres de Copenhague; la poesía de los lagos de Stokolmo; la visión rapidísima de Elsingor, aquel castillo fuerte, centinela del Sunel, que ofrecía la visión de la poesía shakespeariana, con la encarnación de «Hamlet».

Su deseo era alejarse, alejarse mucho, dar la sensación de su audacia con su viaje; gozarse en el asombro pueril de Daniel ante sus descripciones de países, casi fantásticos para aquel pobre muchacho que no había ido más allá de la frontera, y, sin embargo, había en ella como un deseo de luchar, de vencerse a sí misma, para dominar un miedo inconsciente.

Sin duda, aquellos viajes de la sierra, por el camino de las cruces, pensando siempre en ladrones y asesinos, habían influido sobre su ánimo. Su fantasía, al personificar aquellos tipos, les había dado una forma que le hacía asustarse de los pobres hombres que por su indumentaria recordasen la creación de su fantasía. La pelliza, el traje gris, el humilde hombre de gris, la aterrorizaba; y, sin embargo, veía acercarse sin miedo a los que tenían facha de señoritos. Más de una vez en un viaje, hizo amistad con un desconocido que le parecía excelente, sólo por el prestigio de su traje; pero hasta esa confianza había de abandonarla. Durante su estancia en Hamburgo, había hecho estrecha amistad con uno de esos señores bien portados, que se mostraba tierna y respetuosamente rendido. Fue en víspera de emprender su viaje a Noruega, cuando lo conoció en el hotel y durante dos días se dedicó a acompañarla. Había querido disuadirla de seguir su viaje tan rápidamente, y ante las negativas de ella, pareció resignarse con las promesas de verla a su regreso. Había ido a la estación a llevarle un ramo de flores, suspirándole tierno.

—Usted no se acordará de mí… que no podré olvidarla nunca.

Ella se sentía impresionada por aquel hombre distinguido de voz insinuante y dulce.

—La tristeza de los viajes —le dijo— está en esta separación de las personas que podrían influir en nuestra vida y a las que quizás no volveremos a ver.

Él le apretó la mano.

—¿Quiere usted escribirme? ¿Me autoriza a esperar?

Tuvo miedo Matilde de haber ido demasiado lejos.

—Cambiaremos postales —le contestó.

Estaban sentados dentro del vagón de primera, que ya ocupaban varios viajeros.

—Si me da usted su dirección por anticipado —insistió él como si tomase aquellas palabras por una concesión—, mi postal será la primera que llegue a su encuentro.

La joven abrió su tarjetero, sacó un lápiz y escribió en él la dirección de la ciudad, diciendo: —No sé aún a qué hotel he de ir. Escríbame a lista de Correos.

Mientras hablaba, un viajero que estaba a su lado clavó tenazmente la vista en la tarjeta. Matilde no pudo menos que sonreír de la curiosidad un tanto impertinente. Resonó el silbato del tren.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

Se asomó a la ventanilla, porque a ella, siempre tan sola, en la tristeza de las estaciones le era grato tener quien le dijese «Adiós». El caballero que había leído la tarjeta trazó la rúbrica; no había ido a despedir a nadie.

Era sin duda uno de esos enamorados de ocasión que siguen a todas las mujeres y al que había intimidado la presencia de Schabel.

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