III
Este otoño, su viaje era por Suiza. Aquella sierra blanca, con sus lagos azules, sus árboles escarchados y sus montes casi inaccesibles, le daba una sensación de bienestar, algo egoísta, al convertir en elementos de placer toda la dureza del clima. Se detuvo en Basilea, seducida por su encanto de ciudad moderna y provinciana; en la que gozaba el placer de la libertad de su nuevo viaje.
Su terror de Venecia y Nápoles había apresurado su vuelta a España, Casi un año entero pasado en Madrid borró el recuerdo desagradable y excitó más en ella su deseo de viajar. Como una disculpa, como una justificación ante sí misma, se explicaba sus terrores por la influencia que ejercía sobre sus nervios el ambiente tan excepcional y tan romántico de las ciudades de Italia. Se vivía en ellas demasiado del ayer de los recuerdos. Una vida irreal, Suiza ya le sentaba bien; el frío seco la fortalecía. Se reunía con otros turistas para sus paseos de sport; sus largos viajes a pie, con el bastón forrado en la mano y la mochila del equipaje a la espalda. Cada mañana sonreía ante su espejo, estaba más esbelta, más sana, más fuerte; sus mejillas florecían enrosadas de salud. Los días que no tenían excursiones, los pasaba visitando aquellos museos tan interesantes para la vida suiza o contemplando las pinturas de Holbein o las revelaciones que Redin hacía de las rocas del Rhin. A veces, desde el Palof, a la sombra de la catedral, veía las lejanías de las montañas y de la selva negra, y otras discurría por las plazas silenciosas, románticas, demasiado llenas de humedad y de sombra, parándose a contemplar las escenas de costumbres populares, que se desarrollaban al lado de las fuentes de bronce en forma de taza, donde las grandes gallinas de metal vertían del pico chorros de agua cristalina, que parecía negra y sucia por ese fenómeno del agua sobre el blancor de la nieve.
Aquella tarde se había alejado río arriba, absorta en contemplar la belleza de la ciudad partida por el cauce del Rhin, con su cenefa de ajomates en torno de los cimientos y la poesía de sus cosas ocultas entre sauces. Cansada ya, aún continuaba andando más allá de los límites del paseo, que seguían todas las tardes aquellas buenas gentes que iban con ingeniosidad a gozar las bellezas del paisaje. Ella quería llegar más allá del sitio en que el Rhin describe su curva, quizás con un secreto deseo de poder abarcar todo su curso con la vista, hasta llegar a sus fuentes…, sentía la atracción misteriosa de ese río de leyendas y baladas, de ese río en cuyo fondo deben esconderse palacios poblados de náyades, con jardines y flores extrañas. De pronto se detuvo asustada de la lejanía; tuvo miedo de seguir mirando aquellas aguas verdes que corrían a sus pies… le pareció como si escuchase una música extraña, una voz del fondo… sintió aquel terror que la había invadido en Italia. Sin querer registrar el paisaje con los ojos, sabía que nada podía temer en aquella honrada tierra suiza… Junto a la orilla del río se dibujaba una silueta, debía ser alguno de los muchos pescadores que veía todos los días arrojando el aparejo de su caña a la corriente, para coger pececillos en aquellas aguas sagradas…
Se fijó bien, casi a pesar suyo… la silueta se dibujaba más clara. Sintió una impresión de temor al distinguir una pelliza con el cuello alto…
Aquella figura le evocaba las otras, la del hombre de Venecia y el hombre de Nápoles: ¡El Perseguidor! No veía más que su línea desdibujada, no escuchaba sus pasos apagados en la hierba húmeda; pero estaba invadida de un extraño temor, era como si la persiguiesen, ante aquella figura la dominaba el mismo temor inconsciente que experimentan las personas supersticiosas a la vista de las serpientes o de las arañas.
Por suerte, dos aldeanas venían en dirección a la ciudad; su vista le prestó ánimo; pudo hallar voz para responder a su saludo y marchar a su lado.
Cerca de ellas, cambiando algunas frases en suizo de vez en cuando, había de oír su voz mezclarse con otras voces, y algo avergonzada de las miradas que cruzaban las dos mujeres, que sin duda habían advertido su miedo, no se separó de ellas hasta llegar a la ciudad. Sin volver atrás la cabeza, entró en su calle, aquella calle de Rheimstrase, que tanto le gustaba por su silencio y su aire pueblerino y español. Miró bien hacia el fondo de la calle y no divisó al hombre de la pelliza.
Ella misma renegó de su miedo pueril, pero aquel día volvió a leer con más gusto las cartas de España, como si la evocación y el recuerdo de las personas queridas la protegiese, y la librase de la soledad. Daniel, el más constante de sus pretendientes, le enviaba su retrato… Le miró complacida, reparando, quizás por vez primera, en su aspecto fuerte y hercúleo. Pensó que debía ser grato viajar con un marido como Daniel, para verse libre de temores. Hubo un momento en que pensó escribirle con menos desdén que de costumbre… La lectura de la carta que había de contestar, la detuvo. Daniel le hablaba de Madrid, la invitaba a compartir sus ideales de vida tranquila. Se alababa de no haber pasado jamás una frontera, Matilde tuvo miedo a la quietud que la asustaba.
—No quiero una vida de molusco, pegada a una roca —exclamó con desdén—. No quiero saber en qué cementerio me han de enterrar.
No escribió la carta.