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El Perseguidor: V

El Perseguidor
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

V

Al día siguiente de su llegada a Copenhague, acudió con más apresuramiento que de costumbre a la lista de Correos; allí la aguardaban una tarjeta y una carta. Debían ser de él las dos, puesto que nadie sabía aún su dirección. La tarjeta era un modelo de galantería poética, a propósito para herir la sensibilidad de una dama romántica.

Representaba el paseo de la ciudad por donde ella tenía costumbre de pasear y debajo unas palabras: «Siempre aquí, siempre en mi corazón».

«Pobrecito», pensó con esa compasión fácil de las mujeres hacia un sufrimiento imaginario que creen causar. Su amigo debía tener necesidad de hablarle de su pena, cuando además de tan expresivo recuerdo le escribía la carta.

Rompió el sobre. Otra tarjeta, de esas tarjetas sin dibujo alguno, de letra distinta y estas palabras en mal español: «Señora. Desconfíe de su correspondiente de Hamburgo, señor Schabel, Un detective».

Se sintió helada. Su miedo en los viajes no era tan injustificado. Presentía que había corrido un peligro. Su enamorado debía ser un hombre vigilado por el caballero del bigote blanco. ¿Qué se tramaría contra ella? ¿Quién sería aquel hombre que estaba a punto de amar?

Abrevió su estancia en Dinamarca con el deseo de estar más lejos de aquel hombre, de que perdiera su pista. Se le aparecía como un perseguidor… de frac, pero en el que encarnaba el hombre de la pelliza gris.

La idea de que nadie de los suyos conocía su dirección, de que estaba perdida en medio de aquellos países lejanos y extraños, la asustaba. Estuvo a punto de renunciar a su viaje, pero al fin se decidió a seguir hasta Noruega, donde tenía amigos en Cristianía, para acogerse a su lado. No quería volver más por Alemania.

Fue recibida en Cristianía con esa «Bienvenida» afectuosa con que las damas noruegas acogen al huésped en la puerta de la casa y que tiene tanto de patriarcal.

Desde entonces no se había visto sola; recomendada, viajó por todo aquel encantador país de los fiordos, y por último, se había detenido en Bergen, sugestionada por el encanto exótico de aquella ciudad laboriosa y primitiva, con sus casas de madera y sus hermosos parques iluminados con la luz de un día inacabable.

Involuntariamente, pensaba qué grato debía ser contemplar aquel cielo al lado de alguien capaz de compartir su emoción ante aquellos crepúsculos, que se unían durante las breves horas en que se ocultaba el sol y que bañaban todas las casas en una luz extraña, fría, que no era luz del día ni luz de la noche. Añoraba las noches españolas, con su cielo oscuro y tachonado de estrellas, con una lima llena de brillantes, no oscurecida, pálida y puntiaguda como se le aparecía.

Sin embargo, ella no salía jamás en aquellas horas que oficialmente podían considerarse horas de noche. Experimentaba un involuntario temor al verse sola. Algunas tardes, en sus paseos por el viejo muelle de los Hanseáticos, veía alejarse los vapores que hacen sus viajes hacia las más lejanas islas del Polo Norte, y su espíritu viajero sentía un ansia de emprender ese viaje hacia los países de los hielos, de los pescadores de ballenas, de los lapones; esos países sumidos en eterna noche, iluminados a veces por la aurora boreal, o bañados ahora en la luz misteriosa de un sol que brilla constantemente en su horizonte.

Pero cuando salían los vapores con ruta a España, tenía también que luchar contra su deseo de embarcarse. Pensaba en las noches de Madrid, en el encanto de ese Madrid viejo y solitario que va de la Plaza Mayor hasta el Viaducto; veía los mil aspectos de aquella capital tan querida que era como un compendio y resumen de las bellezas de los demás países. Pero se resistía a la idea de ceder a su encanto. Tal vez la asustaba como una celada, como un lazo en cuya placidez se había de envolver.

Paseaba por Novas Pon a las diez de la noche y veía al sol dorar con esas tonalidades inimitables de Noruega las islas, que, subrayadas con una línea de liquen de oro, se dibujaban frente al fiordo. De pronto, tuvo que apartarse para dejar paso a un carro tirado por uno de esos caballejos noruegos, tan cortos y mal formados que parecen hechos de cartón. Venía hacia ella triscando, con las crines flotantes, sus melenas, y con esa especie de acometividad con que los caballos de los fiordos van hacia las personas.

Al apartarse se acercó a uno de los bancos y casi tropezó con una persona que estaba acurrucada en él. Matilde lanzó un grito ahogado. ¡Era él! Le parecía que era el hombre de Italia y de Suiza. El hombre de todas partes. El hombre de la pelliza, cuyo rostro no había jamás logrado ver, envuelto en aquel gran cuello alto y subido que la asustaba.

Y el hombre se puso de pie. Ella sintió que la acometía uno de aquellos ataques de miedo que no podía dominar y emprendió, procurando conservar su serenidad, el camino de su hotel. Las calles no estaban solitarias, veía gente en todas las ventanas y en todas las puertas; un cinematógrafo dejaba oír su alegre ruido de timbres que llamaban a la función del mismo modo que las campanas llaman a los fieles; una multitud de chicuelos astrosos se paraban ante los grandes cartelones anunciadores, cuyas figuras parecían ya moverse, por esa obsesión de movimiento que dan las figuras de cinematógrafo.

No se atrevía a volver la cabeza, presa de un miedo indescriptible, absurdo en aquella tierra de gentes honradas y patriarcales.

Al día siguiente se embarcó para Londres. Tenía la seguridad de que ya no podría estar tranquila en Bergen después de aquella aparición.

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