II
Desde que estaba en Nápoles, Matilde se sentía dichosa, la alegría, el ambiente de la ciudad, bañada constantemente por un sol primaveral en pleno invierno, la habían tranquilizado, borrando el temor a viajar sola que su susto de Venecia le había hecho abrigar. Se reía de un terror infundado, quizás debido a la sugestión con que el recuerdo del aniversario predispuso sus nervios.
Había recibido cartas de España. Las cartas de primero de año. Esa fecha obligada de felicitaciones y recuerdos. Le escribían su familia, sus amigas, sus admiradores, sus pretendientes. ¡Una mujer joven, viuda y rica, tiene siempre sus pretendientes! Algunos le repetían sus declaraciones de amor. ¡Los había constantes! Todas las cartas la invitaban a volver pronto, Alguien le censuraba disimuladamente su manía de viajar. Le pintaban con vivos colores lo agradable que estaba Madrid en aquella estación de fiestas y teatros, ponderándole lo bien que se podía pasar. Luego, mil recomendaciones, «Cuídate». «No seas confiada». Los más allegados le hablaban de sus temores al verla tan lejos, en esas grandes capitales de las que se cuentan tantos crímenes y tantos accidentes, que parece que se vive de milagro. Era demasiado valor aventurarse así ¡una mujer sola!
Matilde sonreía. Sabía el concepto tan triste que se tenía en España de una mujer sola; pero se sentía protegida por las costumbres del extranjero, completamente tranquila. El susto de Venecia había sido una cosa sin fundamento. Un pobre hombre que iba a su camino, y que nada hizo para molestarla. Sin embargo, en aquellos días de Pascua se sentía propicia a la vuelta, había sentido un temor que le hacía desear el verse acompañada, protegida en un medio más familiar. Pero ahora aquellas ideas la molestaban. Se limitaría a escribir largas cartas a sus amigos para contarles sus impresiones por esa necesidad de compartir con alguien lo que nos emociona, pero nada de pensar en crearse lazos más íntimos. No quería inmovilizarse en la vida vulgar de todas aquellas gentes, a las que tenía la seguridad de hallar siempre en los mismos sitios, con la misma monotonía. Se afirmaba cada día más en su deseo de libertad y de independencia, de sensaciones nuevas.
Había sido deliciosa su estancia en Nápoles. La temperatura primaveral favorecía constantes excursiones de un atractivo tan vario y renovado siempre. Sentía el encanto de égloga de la ciudad y de toda la Compañía, con sus visitas a Sorrento, a Capri y a Ischia. La seducía lo terriblemente grandioso del Vesubio, de la Solfatara y de aquel viejo mundo de Virgilio y Dante, evocado en Cumas y Pestum. No había nada tan deliciosamente variado como aquella ciudad de panoramas múltiples, en la que se mezclaba un pueblo tan distinto, tan abigarrado, en toda la inmensa escala, que iba desde la aristocrática concurrencia de San Carlos, hasta los pescadores de Santa Luisa y de la Margellina.
Pero su mayor encanto no estaba en Nápoles mismo; se sentía atraída con fuerza, quizás por el contraste de su silencio y su abandono, hacia las ruinas de Pompeya. Gustaba de pasar los días en ellas, de un modo tan íntimo y tan atento, que parecía como si se le hubiesen hecho cordiales amigos los antiguos moradores de las casas de Wetti o del poeta Trangier y le dieran cariñosa hospitalidad. A veces le parecía que había vivido allí en otro tiempo. Recordaba tal o cual detalle que faltaba; creía recordar nombres de alguno de los amigos que allí tuvo y en más de una ocasión se detuvo en su paseo murmurando: «Por aquí se va»… Le faltaba la memoria de algo…, y cuando veía las obras que con tanta lentitud iban descubriendo los tesoros guardados en la ceniza, sentía un impulso de trabajar ella también, de escarbar con sus uñas para hallar más pronto algo que recordaba y que no estaba allí. Las momias le causaban una impresión dolorosa, como cadáveres conocidos, cuyos rasgos se adivinaban bajo su máscara de yeso conservador. A veces ella sonreía de sus propios sentimientos.
—Me hallo demasiado sensible —solía decir—. Después de todo, el Vesubio no hizo más que privar a estas gentes de algunos años de vida. Sin la catástrofe no nos quedaría nada de esto, y en vez de alegrarnos lo lamentamos como un mal; creemos que estarían vivos todavía.
No se había querido, sin embargo, aislar en aquella vida contemplativa y acudió al Consulado de España. Tuvo una acogida cortés y afectuosa; el Cónsul la presentó a muchas familias de la buena sociedad, y bien pronto tuvo amigos, amigas y galanteadores que la acompañaban sin dejarle tiempo de aburrirse ni de estar sola. Se sentía así protegida envuelta en ese dulce afecto del carácter insinuante y dulce de los italianos.
Pero aquella tarde había querido ir sola a Pompeya para sentir la emoción casi mística que le causaba en la Vía de las Tumbas la hora del crepúsculo al contemplar los bellos matices que toma el cielo, la luz rojiza del penacho de fuego del Vesubio y la guirnalda semicircular de las luces del golfo iluminando el azul de las aguas, que parecían cantar en su oleaje una eterna barcarola.
Escuchaba distraída los pasos de los transeúntes, guardias y visitantes de la ciudad inmovilizada, no muerta, en un encantamiento de cuento persa… Era como si toda la gente hubiera de volver a salir y a poblarla por un milagro igual al que hacía vivir de nuevo edificios y pinturas y traía un nuevo florecimiento a sus jardines, y a aquel faro y a aquellos templos de columnas sin capiteles, como flores gigantescas tronchadas por medio del tallo.
Se había quedado demasiado sola y se encontraba muy distante de las puertas de la ciudad.
Al fondo de la calle, en la lejanía, destacando su figura sobre lo chato de las ruinas, se deslizaba una silueta; una silueta de hombre del pueblo, envuelto en una de esas grandes pellizas altas de cuello, que dan siempre un aspecto de misterio al que las lleva.
Matilde se levantó con presteza, dominada por una impresión de miedo; el mismo miedo que la dominó en Venecia, Aquella silueta había evocado al otro hombre. Los confundía en su imaginación, y sin saber cómo le daba una extraña identidad.
Se dirigía con apresuramiento hacia el lado de la puerta, pero estaba tan distante que era preciso atravesar toda la ciudad. Hacía esfuerzos para dominar su deseo loco de correr. Oía el eco de los pasos detrás de sí… no quería volver la cabeza, pero le parecía que se acortaba la distancia, que el hombre había de alcanzarla, y experimentaba una extraña sensación de frío en la médula como si ya sintiese su contacto.
El suelo le era ingrato. Le daba una impresión de dureza que no había sentido en ninguna otra parte. Aquellas losas que guardaban impresas las huellas ancestrales de otras generaciones le lastimaban los pies, como si caminara sobre planchas de hierro. No hay ningún piso tan duro como el piso de Pompeya. Le faltaban ya las fuerzas. Hubiera querido perderse, esconderse, dejar que el hombre pasase, pero no se podía detener.
Unos momentos más y caería rendida de cansancio… ya no veía… le zumbaban los oídos.
Oyó una voz.
—No tenga miedo la señora; hasta que estemos seguros de que no queda nadie, no se sueltan los perros que guardan de noche las ruinas.
Se tranquilizó súbitamente. Estaba entre los guías y los turistas que esperaban la llegada del tren que había de llevarlos a Nápoles. Miró en torno y no distinguió en ninguna parte al hombre de la bufanda de cuadros. Pero su miedo había sido tan grande, que se sentía enferma, mareada. Se dejó caer en un asiento del vagón, con los ojos cerrados durante todo el trayecto y, al llegar a la ciudad, se sintió aliviada entre la turba de vendedores de postales, faquinos, guías y pilluelos que la rodeaban. Oía con gusto el ruido, la animación, la algarada del pueblo, alrededor de la destartalada carrosela en que cruzaba la Vía Toledo y la Villa Reales. Se creía estar en España, en Andalucía, entre las alegres voces de vendedores, bajo aquel cielo limpio, con aquellas casas con balcones de estilo español. Pero al entrar en la Vía Caracciolo, el silencio, que parecía venir de Posilipo y de Pie de Grotta, se extendía ante ella. Veía brillar las aguas a su izquierda, bajo la luna, y al frente la colina de Posilipo, con los árboles recortados fantásticamente sobre ella, como un ejército de gigantes corriendo hacia el mar, y volvió a sentir miedo. Al tiempo de cerrar la puerta de la pensión, tras sí, creyó oír los pasos que ya conocía… y luego, en su habitación, en lugar de acostarse, miró por entre los visillos, sin prestar atención a aquella guirnalda de luces en semicírculo que dibujaban el Golfo, ni al prendido de llamas del Vesubio… Miraba tenazmente a los acantilados, esforzándose por descubrir en ellos la silueta del hombre de la pelliza.