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El Perseguidor: I

El Perseguidor
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

I

Aquella Nochebuena traía hacia Matilde todas las nostalgias del recuerdo. No podía sustraerse a la evocación de los aniversarios; tan fuertemente grabados en nosotros. Su espíritu, acostumbrado a pasar con ligereza de una impresión a otra, ávido de sensaciones y de emociones nuevas, parecía complacerse ahora en retrotraerse, hurtarse a lo real, para soñar con aquéllos: «en tal día como hoy», que le traían a la memoria escenas patriarcales de su vida española. Las fiestas de familia del hogar paterno, en una cortijada andaluza donde pasó sus primeros años. Su padre, cazador impenitente, los condenaba a pasar allí diciembre y enero, para gozar la época del celo del macho y cazar las perdices con reclamo.

Veía hacer con pena todos los preparativos para dejar la casa de Córdoba y enterrarse en aquel cortijo de la sierra. Aquellos viajes eran de las impresiones más fuertemente grabadas en su alma, Unos viajes tristes, una caravana que cruzaba los parajes más escuetos y desolados de la sierra, sobre mulos y burros aparejados con aguaderas y silletas, sobre los que iban: ella, su madre y los criados; todos rodeados de bultos de ropa, de provisiones, de objetos que embarazaban más la marcha. Alguna pobre sirviente pasaba todo el camino sin soltar de la mano la jaula del loro o el objeto frágil que se le confiaba. Un viaje de ocho horas, por el campo reseco, desolado, cansados todos, sin hablar unos con otros; los muleros pinchando a las bestias para hacerles andar, sin más descanso que la parada en la venta para darles agua y para comer todos.

Los manjares habían tomado un gusto enmohecido siempre, un gusto a camino; una cosa reseca que le impedía comer los pollos fritos, la tortilla y el jamón como si hubieran perdido su condición apetitosa para hacérsele insoportables; el vino tenía gusto a pez, y el agua de aljibe resultaba amargosa y dura.

Después de la comida, volvía a ponerse en marcha la caravana, previa la pesada ocupación de acomodar sobre los aparejos a las mujeres y se continuaba en silencio, adormilados, vencidos por los vapores de la digestión.

De vez en cuando una cruz sobre un montecillo de piedras surgía a la vera del camino. Los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres se santiguaban.

Alguien ponía la leyenda:

—Aquí mató la Guardia civil al Gallina y al Pavo —decía uno.

—Ahí encontraron el cadáver del Covachuela —referían otra vez.

—En ese lugar mataron al Corregidor y sus dos hijos, los bandidos.

Se pasaba las estrechas gargantas decoradas por las cruces fatídicas, con el corazón oprimido, oyendo las historias de bandidos, de hechos audaces, de crímenes. Ella personificaba todas aquellas figuras en su memoria y las veía como una pesadilla a su alrededor.

El momento de satisfacción era al llegar a lo alto de la escarpada cuesta, a cuyo pie, en el fondo de un valle abierto entre las montañas, estaba su cortijo. Era una visión bella la de aquel pedazo de terreno abierto como un oasis en el verdor del valle, protegido por las montañas, como oculto en su regazo; resultaba poético el cortijo con su porche blanco, y su aspecto de casita de aldea.

Pero al llegar volvía a sentir la misma impresión de habitaciones enmohecidas, en las grandes estancias de suelo de traspol y techo de cañizo, reservadas para su familia.

La vida allí se le hacía insoportable. Pasaban los días lentos, largos, largos como días del Polo, interminables, iguales siempre.

Su padre, acompañado de tres o cuatro señores de la ciudad, que eran sus invitados a la cacería, se levantaba antes de la madrugada y reunidos todos en la gran cocina del cortijo, se calentaban por fuera con la gran llamarada de una ebulaya y por dentro, con la copa de aguardiente que les abrasaba el estómago y el paladar. Enseguida salían, bien abrigados en sus capotes, cada uno con un mozo que llevaba el pájaro a la espalda, y cargados con sus escopetas, su morral y la cartuchera al cinto. Tenían que andar varias leguas, cerro arriba, para llegar al lugar donde se les había construido el puesto, una especie de torreón de piedra, oculto entre atochas y palmas, frente al cual, sobre un acho o montón de tierra alto, se colocaba el reclamo, oculta la jaula entre plantas, y allí desde el alba estaban horas y horas en acecho para matar a las perdices.

Volvían al mediodía cansados, rendidos, para comer y acostarse. Por la noche en la velada se reunían todos, con las aparceras y mozas, junto al fuego. Entonces era cuando se veían.

La madre había pasado el día recibiendo visitas de los campesinos, que llegaban cada uno con su ofrenda: huevos, longaniza, espárragos, palomitos o pollos, y preparando las comidas, cada una de las cuales tenía honores de banquete para sus convidados.

La conversación era siempre la misma llena de quejas, de violencias, de disputas. Los vencedores, los que se habían emperchado aquella mañana unos pares de perdices daban la bigotera a los desgraciados, y se contaban episodios e historias que lo justificaban todo.

Unos afirmaban que, apenas lució el alba, su reclamo empezó a cantar bellas jácaras y a dar de pie, amoroso, pero que el monte no le contestó.

Otros se quejaban de la mudez del suyo, que no respondió a los que cantaban cerca, sin duda acobardado por la gallardía de los libres.

A veces se habían puesto los machos demasiado cerca, y uno de los reclamos había robado al otro, hartándose su dueño de disparar tiros a las perdices que escapaban del otro puesto.

En realidad, cada uno de aquellos pares de perdices eran un drama de amor y de falsía casi humanos.

Las dos perdices libres y dichosas, oían el canto enardecido del macho solitario. La tentación de la hembra, atraída por aquel macho, le haría contestarle, y bien pronto se entablaba un diálogo de promesas de amor entre ella y el desconocido, a pesar de las valiosas protestas de su compañero para hacer callar al intruso. El desconocido vencía siempre y la hembra venía emocionada, algo recelosa, coqueta, gallarda, en busca de su nueva aventura; asomaba la cabecita, alta y de medio lado, en la que hacía blanco, desde su tronera, el cazador.

Y el reclamo sabía que la habían matado y cantaba cruel, contento, alegre, vencedor. El macho desolado contesta con rencor y amargura; el canto de los dos se hace agresivo, insultador, hasta que el engañado va ciego de ira a precipitarse contra su rival, y un nuevo disparo le hace caer muerto.

El buen reclamo celebra su triunfo y, ya educado en la falsía cerca de las hembras, vuelve a entonar sus amorosas jácaras para atraer a una nueva y veleidosa incauta.

Ella se casó para escapar de aquel tormento de los dos meses de cacería. Se casó con el primer señorito de Córdoba que la requirió de amores y que le habló de vivir en Madrid. Pero a los tres meses de casados, antes de realizar su sueño de salir de la ciudad, su marido murió.

Libre, sin hijos dueña de una posición sólida y acomodada, quiso ser libre. La seguían encadenando las costumbres provincianas y no fue sin escándalo, como logró trasladar su residencia a la Corte. Toda la ciudad criticaba. ¿Qué iría a hacer una mujer viuda y sola en Madrid? «No faltaba alguna vieja y piadosa devota que compadecía: —¡Pobre Matildita!; quiere ahogarse en esa gran pocilga de la Corte, y deja estos lugares de paz. ¡Dios la ampare!».

En su primer viaje, después de pasar el invierno en Madrid, Matilde encontró la ciudad insoportable.

Dudaron muchas damas si debían de ir a visitarla; se comentaron sus trajes y sus modales; ella veía bien claro cómo la miraban y la olfateaban todos buscando el aroma de pecado que debía tener después de las cosas que le habrían sucedido en esa ciudad, tan novelesca para los provincianos. Los hombres tomaban en su presencia aires de seductor y alguna amiga audaz le dijo atrevimientos delante de las otras para que viera que no estaban tan engañadas. Era frecuente repetirle:

—¡Tú como vienes de la Corte encontrarás esto mal!

—Yo como no he salido de aquí, a Dios gracias, no tengo tu desparpajo.

—Las que tenemos que vivir aquí, como nuestras madres han vivido, no podemos hacer esto.

—Te pareceré tonta, pero hija, yo no he estado en Madrid.

Algunas curiosas le pedían noticias de la capital de España como si fuese la capital de la China y otras piadosas le advertían:

—¿Sabes? Se dice…

Eran historias vagas absurdas, repetidas en voz baja por todas aquellas comadres, aquellas gentes ensañadas.

Una devota le advirtió:

—¿Por qué no confiesas todos los días y, te suscribes a la Sagrada Familia?

—¿Qué es eso?

—Una sociedad que envía la Sagrada Familia de visita a las casas honradas un día de cada semana: Eso da crédito, porque figúrate que tan excelsa visita no entra en todas partes.

Cuando salía a la calle sentía cómo se entreabrían las ventanas y adivinaba cómo se llamaban unos a otros:

—Esa.

—Ésa es.

Escuchaba con curiosidad a su paso.

Decidió no volver más, y desde luego fijó su residencia en Madrid. Pero pasadas las primeras temporadas, Madrid la aburrió, la aburrió como aburren siempre las ciudades en que nos sentimos extranjeros, sin calor de afectos; rodeada sólo de amistades de esas que se reúnen en los momentos agradables y entre las que no media un lazo de verdadera intimidad.

Entonces se despertó en ella el amor a los viajes de un modo avasallador. Le pareció que era una afición que tenía desde muy antiguo, desde aquellos tristes viajes a caballo por la sierra conociendo todas las ventas y todas las vueltas del camino: La ruta conocida le dio el deseo de las desconocidas de los paisajes variados y nuevos.

Le había quedado un terror de la monotonía y un deseo de libertad, de no estar sujeta a nada, de no verse ligada a la rutina de aquellas gentes mediocres en las que se había malogrado su primera juventud.

Aquella afición a los viajes le había abierto nuevos cauces a su pensamiento y había educado su sensibilidad; disgustándola de todas las costumbres de la vida vulgar. Viajaba constantemente, buscando nuevas impresiones con el aliciente de una curiosidad siempre avivada, y nunca, hasta entonces, experimentó esa sensación de soledad, de abandono que sentía aquella Nochebuena en Venecia. Muchas veces había compadecido con una sonrisa algo burlona a las mujeres que, sin más ideales que los de la hembra, pasan la vida en la mediocridad y la monotonía, repitiendo siempre los mismos actos.

—La vejez no es temible más que para los españoles —solía decir— porque la vejez es la obra de nuestra vida, y nosotras somos demasiado pasionales. Cuando nos inutilizamos para el amor, no nos queda más que esperar la muerte, al lado de la chimenea, rezando el rosario y tomando pectorales.

Ella concebía otra vida superior, una vida llena de anhelo por todo, de interés por todo, de amor hacía todo; con un ideal inextinguible, renovado, vivo siempre, ante cada partitura, cada monumento, cada estatua o cada cuadro que conmoviera su espíritu en la contemplación de su belleza.

Las mujeres inglesas con su silueta angulosa, desgarbada, de cabellos blancos y escasos, y su aspecto de agilidad, de limpieza, de fortaleza, como si sus cuerpos estuviesen forjados o tallados en alguna materia dura, constituían su ideal. Quería ser como ellas. No tenía miedo a que blanquease su cabellera poseyendo aquella energía, aquella fortaleza, aquella reciedumbre, Deseaba imitarlas, conservar su línea enjuta, sin la grasa común a casi todas las españolas; su agilidad, su independencia y para eso emprendía constantes viajes, como si hubiese sorprendido que el secreto estaba en el movimiento, en la renovación continua, en no pararse para esperar el final.

Había tal vez algo de huida al propio destino. Miedo a sujetarse en un momento de debilidad a los lazos de un nuevo amor o de un nuevo hogar, al engaño del reclamo de la perdiz. Los viajes como un perfume de todo; desflorar lo más bello de todos los conocimientos, de todas las amistades; escapar antes de profundizar en nada, llevando siempre todo lo agradable de lo bueno y de lo efímero que revoloteaba en torno de ella.

Era la primera vez que se sentía sola, la primera vez que se preguntaba si estaba equivocada, si era estéril su vida gastada de un modo tan exclusivista en sí misma. Sin duda, era la influencia de la Nochebuena. Era preciso distraerse, y ella, que no conocía a nadie en Venecia, había vuelto a esa ciudad seducida por la soledad de su invierno, que adivinó en visitas anteriores.

En el silencio de su gabinete recordaba su vida pasada, asombrándose de que le fuese querido el recuerdo de la provincia. Echaba de menos hasta aquellas nochebuenas del cortijo, en las que las gentes de los lugares vecinos de la sierra iban allí atraídas por la presencia de los cazadores, y después de recorrer más de una legua a pie, llamaban callandito, callandito a la puerta, a pesar del ladrido denunciador de los perros, que se advertían de cortijo a cortijo de su paso.

De pronto estallaba el atronador concierto de zambombas, panderetas y castañuelas, con los villancicos de ocasión. Recordaba con gusto aquella copla:


¿De quién es la casa nueva,
con ventanas y balcones?
Del señor don Juan de Castro
y su hija cara de flores.

Cuando se abría la puerta y entraban mozos y viejas en la cocina zaguán, donde se comentaban los lances de caza, su madre repartía grandes roscas de pan amasado con aceite, rociadas de azúcar y claveteadas de almendra, que eran un regalo exquisito para las pobres gentes.

Se le aparecía todo aquello afable, patriarcal. ¿Acaso no valdría más aquella vida, por aquel reposo entre gentes conocidas y sinceras, que la soledad voluntaria a que ella se condenaba?

Para huir de su melancolía salió a la calle; y allí, en medio de la plaza de San Marcos, le pareció que se hallaba en el patio de una gran casa de vecindad.

Bajo todos los soportales, las luces de los establecimientos hacían brillar las vitrinas y los escaparates con su exposición de mercancías pintorescas, artísticas: mosaicos, espejos, cristalerías y encajes, mezclados a las reproducciones de estatuas y monumentos. Se adelantó hacia la Piazzetta; los dos mástiles salvamentados por el santo y el león rampante se alzaban sobre el fondo oscuro de la laguna, en la solitaria ribera del Sdarane; el Palacio de los antiguos Dux parecía como socavar el suelo con su peso para irse escondiendo en él poco a poco, con su pared calada, y en el fondo, en la hornacina de la iglesia, la luz vacilante de la lámpara de aceite, con ese temblor de las luces de aceite, que parecen excitadas por un viento misterioso y constante, recordaba el error de la justicia de Venecia.

El oro de San Marcos se apagaba en la sombra, las calles estaban desiertas; algunos grupos pasaban ligeros bajo los arcos; no se escuchaba el ruido y la algazara del festejo del nacimiento y salía rasgando la quietud y la calma una voz de campana que desgranaba sus sones sobre la ciudad silente con un piadoso llamamiento.

«La misa del gallo» es en Santo Domingo el Mayor había oído decir, y aunque verdaderamente no sabía bien la dirección, se orientó sobre el plano de su guía para ir también a la iglesia. Necesitaba unirse a las demás gentes en un lazo mutuo, formar parte de su comunión. Se aventuró bajo los arcos, entró en aquel dédalo de callejuelas estrechas y oscuras que rodean la plaza de San Marcos; atravesó el campo de San Moisés y siguió la dirección de los grupos que se perdían delante de ella, hacia el lugar de donde partía el son de las campanas que la atraían con su alegre repique.

Bien pronto sintió el vértigo de Venecia; un vértigo de laberinto; todas las calles le parecían iguales; cruzaba puentes tendidos sobre canales negros e inmóviles, subiendo y bajando escalerillas, a veces tenía que detenerse y volver atrás porque los canales le cerraban el paso con sus calles de agua. Las góndolas producían un rumor siniestro, fatídico, con su chapoteo bajo los puentes, deslizándose como sombras negras entre los cimientos de los edificios.

Al cruzar frente a una tienda abierta al extremo de una de aquellas largas calles, divisó un grupo parado cerca de la puerta y comprendió que decían algo de ella, algún comentario. Aceleró su marcha.

Un poco más lejos creyó notar que alguien la seguía, escuchaba un rumor de pasos cautelosos, acompasados con los suyos. Volvió con temor la cabeza y divisó a un hombre separado del grupo; adivinó más que vio que aquél hombre la miraba. Matilde apretó el paso y marchó más deprisa aún a lo largo de la calle. Sentía los pasos del hombre tras de ella con ese vago temor que suelen producir las personas que nos siguen por el mero hecho de ir detrás. No se atrevía a volver la cabeza, pero conservaba grabada su silueta en la retina después de su rápida ojeada. No podría decir cómo era aquel hombre. Tenía la silueta de un hombre del pueblo, vulgar, vestido en esos tonos pardos, confusos, entre los que nada había podido distinguir. La estatura y el porte no se diferenciaban en nada de la mediocridad de toda la figura. No había podido ver ningún rasgo de su semblante, oculto entre la gorra y el cuello alto levantado de una gran pelliza también gris.

Sin embargo, ella hubiera podido hacer un retrato de aquel hombre como si lo conociera. ¿Dónde lo había visto? ¿Por qué le tenía miedo? ¿Por qué presintió que había de seguirla? No podría decirlo, pero sentía miedo, un miedo absurdo del que no bastaba a librarse la reflexión. Así recorrió aún los recovecos de dos o tres callejas tortuosas, desembocó en el Campo de la Iglesia y corrió hacia la puerta con el ansia de los condenados que se acogían al derecho de asilo en los templos. Allí respiró. Había una atmósfera tibia, plácida y sobre todo había gente. Se había empezado la misa desde hacía largo rato y se aproximaba el momento de alzar, La beatitud de la música, interpretada con el amor y el entusiasmo de los italianos por el arte, parecía flotar en las naves del templo, lleno de un sensual olor de incienso y mirra, que se mezclaba a los perfumes de mujer y a las flores marchitas en los jarros, con ese olor, mezcla de hierba y de pasado, que toman las flores en los jarros de las iglesias.

La afluencia de gente le impidió penetrar hasta el centro de la nave y fue a arrodillarse cerca de uno de los pilares próximos a la puerta, Cerró los ojos y se dejó mecer en el ambiente; aquella fraternidad de gentes reunidas cerca de ella, parecía borrar su extranjería; se iba serenando; estaba próxima a reírse de sus temores.

Oyó levantar la mampara, y sin volverse adivinó que aquel hombre entraba en la iglesia. Quiso dominar su impresión de miedo. Todo aquello no era sin duda más que un efecto nervioso hijo de su cerebro excitado por los recuerdos que evocó el aniversario. Aquel hombre debía ser un pobre obrero que para nada se ocupaba de ella.

Al levantarse, después de verificarse el misterio de alzar al cordero recién nacido, con todo el júbilo de la redención cumplida, se atrevió a volver tímidamente la cabeza. Cerca de la puerta distinguió la figura de un hombre sumido en la sombra, cuya silueta parecía un enorme oso sin cabeza, ya que la ocultaba y la escondía el cuello alto de su pelliza, semejante a una máscara.

Llena de temor, esperó la terminación de aquella misa que ella hubiera querido prolongar hasta la salida del sol; se estremeció de espanto al oír la frase «Misa es» y esperó medrosa y furtiva la salida de un grupo numeroso para irse envuelta en él, como si tuviera la certeza de que el desconocido la esperaba fuera. Sus ojos recelosos vislumbraron al hombre de la pelliza parado cerca de la salida, pero como no se movía, abrigó la esperanza de no haber sido vista por él; continuó cercana al grupo que seguía las calles por donde ella había venido, y ya empezaba a tranquilizarse cuando de nuevo vio destacarse al hombre sobre el fondo de la luz que iluminaba la callejuela, en dirección a la Iglesia.

Se acercó más al grupo, mirando ansiosa a cuantos pasaban cerca; hubiera deseado verse requerida por un galanteador, que pudiera servirla ingenuamente de acompañante. En cada cruce de callejas, el grupo se dividía más, sentía que se iba quedando más sola, y no tenía conciencia cierta ni del camino corrido ni del que le quedaba por recorrer: ¿Llevaría la verdadera dirección? Miraba con terror los canales negros que trazaban una línea bajo los puentes; se fatigaba subiendo y bajando escalerillas en pos siempre de los grupos que seguía y sintiendo cada vez más cerca, más distinta, la presencia de aquel hombre. De pronto, en un recoveco, las únicas personas que restaban del numeroso grupo que salió de la iglesia, penetraron en la sombra de un portal, Matilde se sintió sola; se apagó el eco de aquel acento musical de la conversación de los italianos y oyó detrás de sí las pisadas sonoras del hombre de la bufanda. Unas pisadas de zuecos de madera, que sonaban a hueco, como suenan los azadones que abren la tierra.

No pudo dominar ya el pánico y corrió, corrió vertiginosamente, locamente, aturdiéndose con el ruido de sus pasos, que martilleaban sus oídos y hacían latir sus sienes, como si detrás de ella corriese alguien también.

Las luces de la plaza de San Marcos la hicieron detenerse jadeante. Varias personas pasaban bajo los soportales; ya no estaba sola. Se adelantó hacia la puerta de su albergue, abrió: se consideraba en salvo, y se daba cuenta de lo ridículo de sus temores. No sabía cómo había llegado allí, ni qué instinto la había guiado. De haber encontrado un río que le cerrara el paso se hubiera arrojado en él sin reflexionar en nada. Pero ahora ya estaba a salvo, libre. Tendió la vista hacia atrás para asegurarse de su seguridad… La pelliza se destacaba de una figura de hombre apoyada en el ángulo de la torre del Camparsile… y las gentes se alejaban… Ella hubiera querido detenerlos, gritar, pero la voz se le cuajaba en la garganta; le temblaban las rodillas como si fueran a doblarse, no podía moverse, se sentía hipnotizada, dominada, sin poder andar, en una situación semejante a la que se experimenta en esas pesadillas en que el contacto del colchón no deja mover los pies y se siente un peligro del que somos impotentes para huir.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para entrar… Apretó la puerta con su cuerpo mientras cerraba, temerosa de que el hombre entrara detrás de ella, y luego ¡aquella escalera tan alta! ¡Aquellos pasillos sombríos y oscuros del viejo palacio nobiliario de Venecia, convertido en su albergue…! ¡Aquella estancia grande, desmantelada, fría! Ni aún en ella, con la puerta cerrada, se creía segura: su miedo de aquel hombre era un miedo que iba más allá de la idea del robo y del asesinato… Un miedo supersticioso.

Se escondió vestida bajo la cubierta del lecho, apretando los ojos para no ver, pero sin atreverse a apagar la luz, tapándose los oídos y acurrucada como si se escondiese de ella misma.

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