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El Perseguidor: VII

El Perseguidor
VII
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VII

El tren cruzaba la extensa llanura de Castilla y Matilde, asomada al vagón, cerca de Daniel, sonreía contenta y satisfecha. Le parecía que era la primera vez que veía todo aquello; recibía con toda su amplitud la sensación que le producía aquel campo de horizonte tan amplio, que en su monotonía y su inmovilidad tenía algo de océano, como si sus colinas y sus ondulaciones representasen una petrificación de las olas. Se sentía feliz yendo de nuevo hacia el mundo con mayor seguridad. Su matrimonio no mataba su libertad, la agrandaba. Lo veía claramente en aquel viaje de novios, emprendido el mismo día de su casamiento, después de quince meses de su vuelta de Londres, resuelta ya a no emprender nuevas peregrinaciones, atemorizada por el recuerdo del terror experimentado en todos sus viajes.

Ella había guardado cuidadosamente su secreto a todos, incluso a su marido. Después de la enfermedad nerviosa que el último susto le produjo, comprendió con claridad que aquel hombre de la pelliza gris la perseguiría en todas partes. No sabía si era el mismo hombre, ni siquiera si era un perseguidor, pero era su perseguidor. La crisis de su soledad.

Por eso, cuando Daniel, en sus continuas conversaciones, había comulgado en su afición a viajar y había participado de su curiosidad hacia lo nuevo y lo vario de los viajes, Matilde accedió a sus pretensiones.

Veía con claridad que era vano luchar contra el amor y pretender esa vida artificial, egoísta, que suelen tener algunas mujeres por un excesivo celo de su independencia. Un extremo de sujeción le hacía caer en otro extremo de libertad exagerada hasta lo absurdo.

Ahora se sentía satisfecha, feliz, en una vida sanamente equilibrada. Había ocultado cuidadosamente a su marido la parte que, el deseo de verse protegida, tomaba en su casamiento, y al crearse su hogar libre, sereno, en el que no era la sacrificada, se sentía dichosa.

Era un delirio el deseo de independencia, que lleva hasta el egoísmo, Queriendo estar sola, había creado el fantasma de su miedo, siguiéndola y persiguiéndola a través del mundo, bajo la forma del hombre de la pelliza.

Habiendo matado su soledad, había alejado para siempre, definitivamente, a ese hombre que persigue siempre a las mujeres solas en las calles nocturnas, en los más deliciosos y apartados parajes del mundo y en todos los momentos más dulces de su soledad.

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