XIII
Se quedaron muertas, petrificadas; pero con presteza extraordinaria las tres empezaron a ordenar los objetos, para que cada cosa estuviese en su sitio. Arreglaron el altar atropelladamente; despojose la una de los atavĂos que se habĂa puesto; compuso la otra su vestido en desorden; pero por más prisa que se daban, tales eran la confusiĂłn y desconcierto producidos allĂ por la anarquĂa, que no habĂa medio de volverlo todo a su primitivo estado. D. Diego me dijo, al ver que las muchachas iban a ser sorprendidas antes de poder borrar las huellas de su rebeliĂłn:
—Amigo, huyamos.
—¿A dónde?
—A la Patagonia, a las AntĂpodas. ÂżTĂş no adivinas lo que va a pasar aquĂ?
—Quedémonos, amigo, y tal vez hagamos una buena obra defendiendo a estas infelices, si el preceptor las delata.
—¿Viste que pasó un hombre y arrojó dentro un billete?
—Era lord Gray. Veamos en qué para esto.
—Pero mi madre viene; y si te ve aquà en acecho...
Ni esta consideraciĂłn me hizo apartar de la estancia que nos servĂa de observatorio; pero afortunadamente doña MarĂa no entrĂł por allĂ, y pasando primero a su alcoba, penetrĂł por esta a la funesta habitaciĂłn donde ocurriera el sainete que iba a terminar en tragedia. Nosotros nos pusimos en disposiciĂłn de poder oĂrlo todo sin ser vistos, aunque tambiĂ©n sin ver nada. Sepulcral silencio reinĂł por breve tiempo en la pieza, y al fin interrumpiole la condesa, diciendo con la mayor severidad:
—¿Qué desorden es este? Inés, Asunción, Presentación... ese altar destrozado, esos vestidos por el suelo... Niñas, ¿por qué estáis tan sofocadas, por qué tenéis tan encendido el rostro?... Tembláis... Vamos a ver; Sr. D. Paco, ¿qué ha pasado aqu�... ¿Pero qué veo? Señor D. Paco, señor preceptor, ¿por qué tiene usted destrozada la ropa?... ¡Pues y ese gran cardenal en el carrillo...? ¿Ha estado usted quitando telarañas con la peluca?
—Se... se... señora doña MarĂa de mi alma—dijo el ayo con voz trĂ©mula y cierto hipo producido por su gran zozobra y la lucha que diversos sentimientos sostenĂan sin duda entonces en su pobre alma—yo no puedo callar más... Mi conciencia no me lo permite. Yo... hace cuarenta años que co... co... como el pan de esta casa... y no puedo...
No pudiendo seguir, prorrumpiĂł en llanto copiosĂsimo.
—Pero ¿a qué vienen esos lloros?... ¿Qué han hecho las niñas?
—Señora—dijo al fin D. Paco entre sollozos, hipidos y babeos—; me han pegado, me han arrastrado, me han... Asuncioncita se puso a imitar a la gente de los paseos. Presentacioncita bailó el zorongo, el bran de Inglaterra y la zarabanda... Luego pasó por la calle un caballerito, miró adentro y les arrojó este billete.
Hubo un momento de silencio, de esos silencios angustiosos como el que precede al cañonazo, despuĂ©s que se ha visto la mecha prĂłxima al cebo. Durante aquel intervalo de mudo terror, que desde la escena donde tal drama pasaba se comunicĂł a nosotros, haciĂ©ndonos temblar como quien aguarda un terremoto, se sintieron los tenues chasquidos de un papel que se desdobla, y luego una exclamaciĂłn de sorpresa, asombro o no sĂ© si de fiereza inaudita, que saliĂł del tempestuoso seno de doña MarĂa.
—Esta letra es de lord Gray...—exclamó—. ¡QuĂ© desvergonzado atrevimiento! ÂżA quiĂ©n de vosotras se dirige la carta? Dice: «Idolatrado amor mĂo: si tus promesas no son vanas...». ¡Pero una persona como yo no puede leer tales indecencias!... ÂżA quiĂ©n de vosotras dirige lord Gray esta esquela?
ContinuĂł el silencio, uno de esos silencios que parecen anunciar el desplome del mundo.
—Presentación, ¿es a ti? Asunción, ¿es a ti? Inés, ¿es a ti? Responded al momento. ¡Señor misericordioso! ¡Si alguna de mis hijas, si alguien nacido de mis entrañas ha dado motivo para que un hombre le dirija estas palabras, prefiero que muera ahora mismo, y yo detrás, antes que tolerar tal deshonra!
La imprecación retumbó en la sala como una voz de los pasados siglos que clamaba en defensa de cien generaciones ultrajadas. Oyéronse luego llantos comprimidos y el resoplido de D. Paco, que asà desfogaba los ardores de su corazón, inflamado ya por nobles impulsos de generosidad.
—Señora—dijo moqueando y babeando—perdone usĂa a las niñas. Eso no habrá sido nada. Tal vez un tuno que pasĂł por la calle. Ellas se han estado muy calladitas.
—Se me figura—dijo doña MarĂa sin perder la dignidad en su cĂłlera—que no tendrĂ© que hacer grandes averiguaciones para saber quiĂ©n ha motivado esta amorosa epĂstola. TĂş, InĂ©s, tĂş has sido. Hace tiempo que sospechaba esto...
Nuevo silencio.
—Responde—prosiguiĂł doña MarĂa—. Yo tengo derecho a saber en quĂ© emplea su tiempo la que va a casarse con mi hijo.
Entonces oĂ la voz de InĂ©s, que claramente y no muy turbada respondĂa:
—SĂ, señora doña MarĂa. Lord Gray escribiĂł para mĂ. PerdĂłneme usted.
—¡De modo que tú!...
—Yo no tengo culpa... Lord Gray...
—Te ha trastornado el juicio—dijo doña MarĂa—. ¡Bonita y ejemplar conducta de una niña de tu condiciĂłn, que representa una de las más principales casas de España! ¡InĂ©s, vuelve en ti, por Dios, repara quiĂ©n eres! ÂżEs posible que una joven destinada?... Yo he observado que es tu natural de suyo profano a las mundanidades. Ya supieron lo que se hacĂan destinándote a ser casada y a ocupar alto puesto en la corte, que si por arte del demonio hubiĂ©rante consagrado al claustro o a un decoroso celibato... ¡pobre criatura!, tiemblo de pensarlo.
La ansiedad y zozobra que yo experimentaba no me permitieron reflexionar sobre las peregrinas ideas de doña MarĂa.
—No has sido tĂş educada por mĂ—prosiguiĂł esta—que de haberlo sido... otra serĂa tu conducta...
—Señora madre—dijo Asunción llorando—. Inés no volverá a faltar más.
—Calla tĂş, necia. DespuĂ©s os ajustarĂ© a vosotras dos las cuentas, pues dijo D. Paco que habĂais bailado y cantado.
—No, señora, no ha habido nada de baile ni de canto: fue broma mĂa—exclamĂł muy sofocado el pobre preceptor, cuyo espĂritu se afligĂa con los crueles alardes de justicia de su señora.
—¿Y para qué has bajado estas ropas?-preguntó la condesa a Inés.
—Para que ellas las vieran. Las subiré, señora, y no las volveré a bajar más—repuso Inés con humildad.
—¡QuĂ© fundamento de niña! ÂżNo conoces que si a ti te cuadran estos trapos y adornos, a ellas ni aun debe permitĂrseles el mirarlos? Tu conducta no puede ser más contraria al decoro.
—Señora doña MarĂa—dijo D. Paco—permĂtame usĂa que la diga que la señora doña Inesita en lo Ăntimo de su corazĂłn deplora el disgusto que la ha dado. ÂżNo es verdad, señora doña Inesita? Vaya, señora doña MarĂa, perdĂłn al canto, y todo se acabĂł.
—No se meta usted en lo que no le importa, Sr. D. Paco—dijo la condesa—. Y tú, Inés, ten entendido que serás perdonada, si las cosas no siguen adelante. Y no digo más sobre el particular. Ya saben ustedes que soy benévola hasta la exageración, tolerante hasta la debilidad. Ciérrense esas rejas al punto, y vamos a trabajar y a rezar... Inés, te lo repito, respira tranquilamente. Con tal que no vuelva a repetirse...
OyĂ©ronse voces de las muchachas, que si no de alegrĂa y completa bonanza, indicaban que el temporal iba pasando.
D. Diego me dijo:
—Vámonos, no sea que mi madre quiera salir por aquà y nos sorprenda.
Nos apartamos de allĂ.
—¿QuĂ© te parece lo que hemos oĂdo?
—Una infamia, una alevosĂa, un crimen sin ejemplo—exclamĂ© no pudiendo contener la cĂłlera que me dominaba.
—¿Qué te parece la Inesita?... Buena pieza en verdad...
—Ese inglĂ©s de los demonios, ese monstruo que nos ha enviado aquĂ la Gran Bretaña es el ser más odioso, más abominable que existe en la tierra. Por mi parte, digo que le aborrezco, que le abomino; que sin piedad le matarĂa, que me beberĂa su sangre... AdiĂłs, me voy.
—¿Te vas?
—SĂ: no quiero estar más en esta casa.
—Pero hombre, tĂş estás tonto. Si te he traĂdo aquĂ para que me ampares. TĂş no sabes que ahora mi señora mamá, despuĂ©s que ponga fin a la justiciada de allá, ha de venir a emprenderla conmigo por la escapatoria de ayer tarde. ÂżOlvidas, hombre ligero y frĂvolo, que has de atestiguar que me viste ayer ocupado en dar vueltas a la noria?
—No quiero farsas, ni falsos testimonios, ni tengo para quĂ© ver a doña MarĂa... AdiĂłs.
—Hombre cruel, detente. Mi madre sale.
En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después de mostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, me saludó, obligándome a pasar a la sala.
—¿Estabas aqu�-preguntó a su hijo.
—SĂ, señora: Gabriel y yo estábamos en mi cuarto leyendo unos libros de aritmĂ©tica, y Ă©l me enseñaba a encontrar la quinta parte por un medio nuevo; y como ayer cuando estuvimos viendo dar vueltas a la noria, yo apostĂ© a que no podĂa ser tal cosa, vino hoy a demostrármelo.
—¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en la noria?
—SĂ, señora; dando vueltas a la noria... quiero decir, viendo.
—Es un entretenimiento inofensivo...
—SĂ, señora... e instructivo.
—Propio de jĂłvenes de cabeza sentada—dijo doña MarĂa—. Sin embargo, he oĂdo que a la noria va mucha gente de mal vivir.
—No señora, de ninguna manera. Canónigos, militares de coronel para arriba, señoras mayores, frailes...
—Mi hijo es algo distraĂdo, y por eso temo... Pronto será libre y dueño de sus acciones, porque en los asuntos de un hombre casado, sobre todo si está en cierta posiciĂłn, no deben entrometerse las madres.
—Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?
—Ya no hay dĂa seguro—respondiĂł doña MarĂa, con firmeza.
—Y en verdad, Sr. D. Diego—dije yo volviéndome hacia mi amigo—que se lleva usted la más hermosa muchacha que hay en todo Cádiz.
—Lo que es eso...—dijo la condesa con afectaciĂłn—mi hijo puede estar satisfecho de la suerte que le ha cabido en su elecciĂłn, mejor dicho, en nuestra elecciĂłn, pues nosotras lo hemos arreglado todo. Para que nada falte a esa muchacha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades de ingenio y amabilidad que la harán uno de los más bellos adornos de la corte, cuando la haya. Y no se diga que a una joven mayorazga, destinada a casarse con otro mayorazgo, se la debe sujetar y comprimir para que ni hable, ni trate con personas de mundo. Eso no; eso serĂa ridĂculo, y nada hay más contrario a la alteza y sonoridad de ciertas familias que verlas representadas en la corte por una damisela encogida, vergonzosa, que se asusta de la gente y no sabe decir más que buenas tardes y buenas noches.
—Pues maldita la gracia que me hace—dijo D. Diego con desabrimiento—ver a mi novia muy amartelada con lord Gray en este salón.
Doña MarĂa se puso encendida.
—Este joven—dije yo—no eleva su entendimiento hasta los altos principios de la educaciĂłn castiza. ÂżPues acaso su mujer va a ser monja? A las que van a ser monjas o solteras, bueno que se las enseñe a no levantar los ojos del suelo; pero a las que van a casarse y a ser grandes señoras... Pero hombre, Âżestá usted loco? Mi amigo es un necio, un caviloso, señora. ÂżApostamos a que por estas y otras imaginaciones ridĂculas va a dar en la flor de decir que no se casa?
—¡Cómo!-exclamó la dama—. Mi hijo no será capaz de tal simpleza.
—SĂ, señora, sĂ serĂ© capaz—dijo D. Diego sin poder contener el Ămpetu de sus celos.
—¡Diego, hijo mĂo!
—SĂ, señora, lo que dice Gabriel es verdad, no quiero casarme, al menos hasta ver...
—No puede darse necedad mayor—dije—. Porque lord Gray haya conseguido con su buena apostura, sus finos modales, su talento...
—Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.
La condesa, por hallarse en presencia de un extraño, no soltĂł la ira que a borbotones querĂa escapársele del pecho, al ver en su hijo la obstinada genialidad, que amenazaba echar por tierra todos sus proyectos; mas conociendo yo que aquel volcán necesitaba cumplido desahogo por el cráter de la boca y quizás por el de las manos, juzguĂ© prudente retirarme.
—¿Se marcha usted?-me dijo—. Ya, una persona discreta no puede soportar las bachillerĂas y antojos de este inconsiderado niño.
—Señora—repuse—D. Diego es un niño obediente y hará lo que su madre le mande. Beso a usted los pies.
Quiso D. Diego salir conmigo; pero la condesa le detuvo, diciendo con enojo:
—Caballerito, tenemos que hablar.
Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.