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Puñal de Claveles: IV. La revelación

Puñal de Claveles
IV. La revelación
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  1. Portada
  2. Información
  3. I. La primera amonestación
  4. II. El ramo de Flores
  5. III. El embrujamiento del perfume
  6. IV. La revelación
  7. V. Doble pasión
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

IV. La revelación

En cuanto Antonio se alejó un poco, José torció la rienda de su jaca y subió la ladera opuesta. No tardó en encontrarse al otro lado del barranco. Allí, en la solana, el aspecto de la Naturaleza cambiaba. La nota triste y fosca de la hondonada se borraba en el dilatado horizonte, en cuya lejanía distinguíase el mar azul.

Estaba la tierra cubierta de un tapiz de florecillas menudas; las primaveras, blancas y chiquitas, como estrellitas de nieve, cubrían las hazas.

En los balates crecían el trébol amarillo y, a su sombra, las graciosas orquídeas silvestres, con sus flores de aspecto de candiles y de abejas; mientras que en los riciales lucían las amapolas y los jaramagos, formando las bandas de rojo, verde y amarillo.

Cruzó el arenal de la rambla, entre las lujuriantes adelfas y los rosales silvestres, y llegó a la tapia de Montano, la única finca cultivada como jardín de todo el contorno.

Estaba materialmente llena de claveles. Se apeó de la jaca, sacó la faca que llevaba entre la faja y comenzó a cortar flores, sin hacer caso de los perros, que ladraban desaforadamente, transmitiendo el aviso de su presencia a los cortijos cercanos, cuyos perros ladraban también, en respuesta.

Cuando tuvo un brazado grande de flores sacó del bolsillo de la chaqueta un listón y las amarró fuertemente. Satisfecho de su robo volvió a montar y emprendió a todo galope el camino del cortijo del Monje. Se sumió de nuevo en la hondonada triste, entre las laderas florecidas de tomillos y cantuesos y se dirigió al cortijo. Al llegar al aljibe se apeó y dejó la jaca amarrada de una de las argollas cercanas al pilón.

Avanzó a pie en dirección al cortijo, donde lo recibieron los perros con caricias, como a un buen amigo.

Se orientó un momento, y llegó al pie de la ventanilla de Pura. Estaba abierta y sobre ella se veía el gran puchero de barro que servía de búcaro al ramo de claveles, ya marchitos.

Él llegó, se empinó, tomó el puchero, quitó el ramo y puso en su lugar el que traía.

Sin duda, Pura no dormía. Oyó el crujir de la cama bajo el peso del cuerpo, el ruido de levantarse, y sintió cerca de él, en la ventana, a la que había llegado descalza, la voz de Pura, que preguntaba con más ansiedad que miedo:

—¿Quién está ahí?

Era ella… Allí, cerca, blanca y desnuda, como había saltado del lecho. Se sintió sobrecogido de una angustia sin nombre.

La voz de la joven susurró de nuevo:

—¿Quién está ahí? ¿Antonio?

Aquel nombre, en aquel momento, le produjo el efecto de un latigazo en la cara, y amparándose en la sombra huyó como un forajido hacia el aljibe para buscar su jaca.

Entretanto, Pura, con la ventana abierta, bebía con todo su ser aquella fragancia renovada de los claveles.

Había visto y conocido a José, o mejor, lo había adivinado. Era él quien le llevaba las flores. Ahora los claveles tenían un nombre, un rostro, un aliento. No era Antonio el que la hacía temblar de amor, era José el que la envolvía en su caricia con aquel perfume penetrante como un puñal que penetraba en su carne.

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