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Puñal de Claveles: V. Doble pasión

Puñal de Claveles
V. Doble pasión
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. La primera amonestación
  4. II. El ramo de Flores
  5. III. El embrujamiento del perfume
  6. IV. La revelación
  7. V. Doble pasión
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

V. Doble pasión

Había llegado al fin el día de la boda. En un ángulo de la gran cocina estaban preparados los aparejos nuevos para enjaezar las bestias y las sobremantas delanteras y almohadones con que se habían de adornar.

Las mulas en que cabalgarían Pura y la comadre debían llevar silletas, altas como un castillete, recubiertas de bordados. Era preciso que se distinguieran en toda la cabalgata, que había de ser numerosa, según las comitivas anunciadas que vendrían para unirse a ella de los lugares cercanos.

La tía Antonia se quedaba con Rosa y Encarnación para preparar el banquete, y Cándida e Isabel acompañaban a su prima.

A pesar de las tareas de prepararlo todo, lo que más preocupaba a las muchachas era su atavío. Cuando llegaron Antonio y José encontraron a Isabel, Cándida y Encarnación ante una lumbrarada de abulagas, que habían encendido cerca de la puerta para depilarse denodadamente los vellos indiscretos.

—¿Qué diablos hacéis? —preguntó Antonio.

—¿No lo ves? Nos quitamos el vello de los brazos.

—Voy a llevar un vestido blanco, sin mangas —dijo Cándida.

—Yo uno de vuelo, color de aceite —añadió Encarnación.

—No queremos estar feas y peludas —concluyó Isabel.

—¡Pero os vais a asar!

—No hay miedo.

—Es que ya huele a carne chamuscada. Por cierto que debe ser Cándida la que se quema, porque el olor es a carne morena.

—¡Qué gracia! Como si no fuera igual.

—No lo creáis. La carne morena huele de otro modo.

—Si lo dices por burlarte, no me importa —dijo algo enfadada Cándida—. A mí me gusta ser morena: «Lo moreno lo hizo Dios y lo blanco lo hizo un platero».

Las tres muchachas reían, haciendo resaltar las líneas de luz de los dientes, iguales y blancos, sobre sus rostros juveniles.

—No te enfades —dijo Antonio—. Mira que estas se alegran de verte picada.

—Todo el mundo se alegra del mal ajeno —respondió Cándida.

—No, mujer; tanto como eso, no… —dijo José—; alegrarse es demasiado, pero la verdad es que cuando le pasa algo desagradable a los demás no se puede evitar sentir por dentro cierto fresquillo de satisfacción.

Antonio había entrado a la casa en busca de Pura, y el futuro suegro, que había comenzado a hacer uso del aguardiente, se preparaba a convidarlo, y preguntaba:

—¿Dónde se ha metido Joseíyo?

—Con las muchachas. Está siempre como Periquito entre ellas.

José se apresuró a presentarse, y por más que quiso disimular, sus ojos buscaron a Pura. Ella lo miró un momento y los dos temblaron.

—¡Qué hermosa! —pensó él.

—¡Qué guapo! —se dijo ella.

Estaba en verdad interesante el muchacho, en contraste con el novio.

No muy alto, bien proporcionado, de un moreno rubianco, como tostado y trigal; con el cabello rizado y los ojos pardos, grandes y dulces, tenía una expresión franca y risueña que atraía.

Toda la tarde estuvo locuaz, excesivamente nervioso, causando la risa de cuantos lo oían con sus graciosas salidas.

—A ver cuándo te casas tú, que ya te llama la iglesia —dijo la tía Antonia.

—Yo no quiero hacer desgraciada a nadie —respondió él—. Tengo un carácter inquieto. Seguramente le daría disgustos a mi mujer.

—Eso es que no te has enamorado de veras.

—¡Quizá! Para yo enamorarme se necesitaría una cosa muy grande, muy extraordinaria y que me pillara de sopetón, sin lugar a pensarlo.

—Tienes razón, muchacho —dijo Frasco Cruz—. El casarse tiene que ser como el que se tira al baño: de cabeza…

Pura se conservaba seria, indiferente, excesivamente fría; pero a nadie llamaba la atención su actitud por el comedimiento a que obliga el exagerado recato campesino en víspera de boda.

Ella misma no sabía lo que le pasaba. Sentía abrasarse sus entrañas en una ansiedad desconocida. Todo su ser de virgen se estremecía de pasión no sentida, que despertaba con la boda, pero no para el novio: hubiera dado la vida entera por estrechar contra su pecho a José. Era como un suplicio tener cerca a Antonio. Se estremecía de repulsión al más leve contacto suyo, como si todo su ser protestara. Se sentía morir de angustia al pensar en que iba a pertenecerle; y aquel odio y aquella pasión nacían en la víspera de la boda, como un producto de la sensualidad que la preparación del casamiento y la entrega de la virgen al hombre había puesto en el ambiente.

—Quizá el perfume de los claveles estaba embrujado —pensaba con miedo— o me ha dado algo para que lo quiera. ¡El olor de esos claveles ha sido para mí como una puñalada!

El regalo de aquellas flores había sido la confesión del amor de José. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes? ¿Por qué había dejado que llegara aquel momento inevitable que dentro de algunas horas la haría esposa de Antonio?

Por fortuna se suprimió la velada aquella noche, y al acabar de comer cada uno se fue a acostar. Era preciso salir a las cuatro de la mañana. Había que levantarse lo menos a las dos y tener a las bestias bien piensadas. Hubo sus bromas consiguientes respecto al sueño de los novios y a que las otras parejas no podrían dormir de envidia, ni las muchachas descansar pensando en adornarse para ir hechas un brazo de mar con sus galas y sus flores.

Pero a pesar de las bromas casi todos los hombres no tardaron en dormirse. Se oían los ronquidos de Antonio, que había abusado un poco del peleón y del aguardiente del suegro.

Poco antes de las doce se levantó José.

—¿Dónde vas? —preguntó entre sueños Antonio, que dormía en la cabecera de al lado.

—A dar el pienso a las bestias —respondió él.

—Iré contigo…

—No haces falta. Descansa.

—Gracias. ¡Voy a necesitar bien las fuerzas!

La torpe alusión encendió la ira de José.

Salió de la casa, fue a la cuadra, y en lugar de dar pienso a su caballo lo aparejó.

—Es mejor que me vaya —se decía furioso—. No podré soportar ver que este animal se lleva a Pura. ¡Y pensar que soy yo, yo sólo, quien se la ha entregado, por mi cobardía y mi idiotez!

Él había ido allí las primeras veces como amigo, y aunque reparó en la belleza de la muchacha, no había pensado nunca en ella, hasta aquella tarde en que hablaron con el buhonero. Cuando ella rechazó las rosas porque ya estaba presa, cuando se dio cuenta de que se había corrido la primera amonestación. El eslabón primero de la cadena que la separaba de él. Se preguntaba por qué no se había ido ya; pero ni él mismo sabía cómo vivía desde entonces.

No podía dominar el impulso de buscar a Pura, de llevarle flores, de ir hacia ella, y luego sentía vergüenza de su doblez con el amigo, miedo de la repulsa de la muchacha, algo que le obligaba a huir y a disimular.

Pero ahora se daba cuenta de que había contado demasiado con su fuerza. Tal vez porque acababa de recibir la certeza de que ella también lo quería. Su pericia de hombre le revelaba la pasión de la joven.

—¡Está tan loca por mí como yo por ella! —se decía—. Pero ¿qué hacer?

En su locura descartaba la amistad de Antonio. No valía esta un sacrificio, y si lo tomaba a mal, de hombre a hombre no había gran diferencia. Si en eso hubiera consistido la posesión de Pura, se la hubiera disputado faca en mano.

Pero no era eso. Era algo que se había formado con los preparativos de la boda y que tenía tanta fuerza como la boda misma.

Tenía que huir desesperado. Precisamente salía el domingo barco de Almería para Orán. Todo era adelantar el viaje una semana. Caminando toda la noche podría llegar a tiempo.

Cuanto más lo pensaba veía que era lo mejor que podía hacer. Sentía los comentarios sólo por ella; pero no había otro remedio. Si seguía allí ocurriría una barbaridad. No podría ver que un hombre, fuese como fuese, ponía la mano sobre Pura. Sólo de pensarlo sentía impulso de matar.

—Me iré, me iré —decía con resolución desesperada—. Me iré; no volveré a verla. Me recomeré los hígados.

Y en el momento de irse lo invadía de nuevo el deseo loco de volverla a ver.

—¡La vez última!

Llevando el jaco de la brida se acercó a la ventana, que le pareció cerrada. Se detuvo indeciso y vio que sólo estaba entornada y que se abría de par en par.

—¡Pura!

—¡Joseíyo!

—¿Me esperabas?

—Sí.

El apremio de tiempo excluía toda coquetería y recato.

—¿Dónde vas?

—¡Muy lejos! Para no verte en poder de otro o para no matarlo.

—¡No te vayas, José! ¡No me dejes! —imploró la voz de ella—. ¡Me moriría de pena!

—¿Me quieres?

—¡Más que a mi vida!

—¿Y te vas a casar?

—¡Qué remedio me queda!

—Puedes decir no al pie del altar. Para eso pregunta el cura.

—¿Y si me falta valor? Es una cosa tan seria, delante de todos.

—Sí… ¡Pero piensa que no puedo vivir ya sin ti…!

—¡Ni yo quiero más que a ti en el mundo!

—¡Vente conmigo! —propuso él en una resolución súbita.

—¿Dónde?

—¡No sé…! ¡Lejos…! ¿Quieres?

—¡Yo! ¡No sé…! ¡No sé…!

—¡No hay tiempo que perder, Pura! Tenemos los minutos contados. Sí o no. ¡Para siempre!

—¡Voy contigo!

—¡Corre!

La joven hizo un gesto desesperado.

—Mi madre ha cerrado la puerta que da a la cocina.

Aquella previsión materna, celosa de la virginidad de su hija, que deseaba entregar al esposo como Dios manda, fue un nuevo aliciente a la pasión del joven.

—¿No hay otra salida? —preguntó con angustia.

—Tendría que atravesar el cuarto de mis primas.

—¡No te importe! ¡Ven! ¡Atrévete! ¡Que yo te tenga en mis brazos y no te quitarán de ellos!

Se inclinó ella, tomó los zapatos en la mano y echó a andar hacia el interior resueltamente.

Él, con la jaca de la brida, fue a colocarse frente a la puerta de la cuadra, un poco amedrentado de la proximidad del cementerio, como si creyese que allí había alguien que lo sabía todo y que velaba mientras los demás dormían. Fueron momentos crueles que le hacían sudar.

Al fin apareció Pura.

Sus brazos se enlazaron y un beso apasionado y largo selló los desposorios.

—No hay tiempo que perder.

La tomó a la grupa y espoleó la jaca.

Comenzaba a iniciarse en el cielo la luz del amanecer por el lado de oriente, mientras que las sombras se amontonaban al otro extremo.

La jaca corría como una flecha. Él sentía los hermosos brazos de la muchacha en un abrazo estrecho en torno de su cintura. Ella percibía el calor del cuerpo de José y la caricia de los cabellos que, perdido el sombrero, flotaban al viento.

Pasaron sin santiguarse y sin verlas ante las cruces del camino y, sin mirar atrás, salieron del triste valle donde quedaba el cortijo unido al camposanto de los muertos como un cementerio de vivos. Tuvieron que cruzar una haza para no tropezarse en el camino con una de las alegres pandillas que venían para unirse a la cabalgata de boda. Sólo después de una hora de carrera se detuvieron para dar descanso a la jaca. Se sentían felices, como jamás hubieran podido serlo en una pasión serena y en una boda preparada.

Gozaban, sin saberlo, la voluptuosidad suprema de las uniones primitivas. La boda por rapto. Aquel deleite de los enamorados que en las tribus salvajes robaban a la esposa y escapaban con ella. Parecía más intenso así el placer de la conquista. Y la voluptuosidad de ellos era aún mayor, porque iba acompañada del sentimiento del peligro.

Era indudable que dentro de poco se habrían de dar cuenta en el cortijo de la falta de Pura, y cuando no encontrasen tampoco a José ni a su caballo tendrían la revelación de lo sucedido.

Aunque en el fondo todos sentirían ese fresquillo interior que suele causar a los envidiosos el mal ajeno, se dejarían llevar de la indignación contra los que quebrantaban las costumbres establecidas.

Disipadas las borracheras de Frasco Cruz y de Antonio, correrían en su busca, secundados por amigachos, servidores y parientes.

Si los encontraban en aquel país vengativo, la muerte del muchacho era cosa segura. No se podían detener; pero era preciso tratar con consideración al caballo para poder hacer aquella jornada.

José se apeó. Puso sobre la silla a Pura y volvieron a emprender la marcha trotando él al lado de la cabalgadura.

Iba ella a cuerpo, con sus collares y alhajas puestas, vestida ya con las ropas de novia y lavada y perfumada, con esa impudicia con que las familias preparan la entrega de la hija. Sin duda todo aquello era lo que más se la había dado. La muchacha, excitada con sus preparativos de boda, viéndose hermosa ante el espejo, había oído el llamamiento de la Naturaleza que la inclinaba hacia el hombre joven, fuerte y hermoso, y le hacía huir del que le estaba destinado. Era una eclosión de juventud, de sensualidad suprema, la que los había envuelto.

Y los dos corrían hacia la dicha, embriagados en el perfume del amanecer y en los olores a jabón y a colonia que emanaban las ropas de la muchacha, mezclados con los efluvios de la carne morena y primaveral. La clave de la pasión andaluza estaba en la sensualidad de los perfumes de su tierra.

La carrera hacía que el aire refrescase sus frentes y sus cabezas, que parecían ir a estallar, según les martilleaban las sienes.

A veces tenían que internarse a campo traviesa temerosos de encontrar algún conocido que denunciase su ruta; pero la hora temprana tenía ambos caminos desiertos. Sólo las alondras, cantando a la aurora, y la música de violín de los grillos, interrumpían el silencio.

Y avanzaban resistiendo el deseo inmenso de detenerse allí y no perder ni un instante de la pasión poderosa que los cegaba.

No podía haber ninguna pasión más intensa que la que sentía José robando del mismo pie del altar la mujer de su amigo. La misma mala acción, el peligro a que se exponía, lo extraordinario de la empresa, ponían en su aventura una nota épica, acre y áspera, que excitaba un extraño y fuerte sadismo.

Su sentimiento prendía en Pura y la iniciaba en la pasión desenfrenada y loca. Despiertos sus sentidos con el penetrante perfume de los claveles, obrando sobre sus nervios como una revelación.

No era raro en la comarca que un antiguo novio robase a la desposada en su boda, en el momento supremo de ir a perderla, y de que una boda preparada con alegría, terminase con sangre. Encajaba dentro de las costumbres de aquel pueblo de clima meridional, de raza moruna y de temperamento sin desbastar.

Lo más raro y sin precedente era que su unión se había verificado al mismo tiempo que la revelación de su amor y que la primera confesión fuese unida a su primer beso. Tenía la embriaguez que causa el perfume que se aspira en los azahares o los jazmines en el momento de abrirse.

Necesitaban dominarse para retener el impulso de sus corazones ansiosos de latir unidos, pero era preciso apresurar aquella carrera, de la que dependía toda su vida.

Sólo respiraron al comprender que llevaban ya delantera bastante para poder escapar hacia otro continente, hacia la promesa de una vida nueva, olvidados de todo, cegados de luz, en una ingratitud suprema para el pasado y envueltos en la ola de aquella pasión duplicada por el triunfo sobre todos los convencionalismos y por el puñal afilado del aroma de los claveles.

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