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Puñal de Claveles: II. El ramo de Flores

Puñal de Claveles
II. El ramo de Flores
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. La primera amonestación
  4. II. El ramo de Flores
  5. III. El embrujamiento del perfume
  6. IV. La revelación
  7. V. Doble pasión
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II. El ramo de Flores

La semana transcurría con esa rapidez con que se ven huir los días muy llenos de cosas en nuestra vida.

Toda la gente del cortijo del Monje estaba preocupada con la boda de Pura.

La madre no se bastaba para disponer todo lo que era necesario. Había de salir de allí la comitiva y allí se había de celebrar la comida de bodas al retorno, antes de ir a casa de los novios para celebrar el gran baile y las fiestas de la tornaboda.

Como el futuro yerno era rico y ostentoso, y estaba dispuesto a echar la casa por la ventana, la tía Antonia no quería quedarse atrás.

Se preparaba a amasar tablas repletas de pan candeal, rosquillas y mantecados.

Una ternera de nueve arrobas se sacrificaría para el festín, y para los invitados al baile se preparaba un saco de garbanzos tostados, en su baño de cal, que les haría parecerse, con esa cosa de cabeza humana que tiene el garbanzo, a cabecitas de pierrots; y otro saco de cacahuetes, además de la gran buñolada y las rondas de vino y anisado.

Las muchachas todas, así las de la casa como las de los lugares de tres leguas a la redonda, preparaban galas que ocultaban cuidadosamente unas de otras para lucir en la fiesta.

Toda la semana había estado Pura teniendo visitas, con el deseo de ver sus ropas y sus regalos. Una verdadera romería al cortijo del Monje, que no le daba tiempo de aburrirse.

El goce de ver la admiración y la envidia de sus amigas, y de escuchar sus elogios, le hacía no cansarse de abrir las arcas y mostrar una y otra vez todas sus ropas.

Su madre apenas podía ocuparse de las visitas, no sólo por los quehaceres, sino por vigilar a Rosa. Desde la noche del baile, el novio y ella estaban tan amartelados que la tía Antonia sentía miedo de su responsabilidad si le ocurriera algo a la muchacha en su casa.

El vivir los dos novios bajo el mismo techo era un verdadero peligro en aquellas circunstancias, en las que el no oír hablar más que de bodas y amores había de excitar su pasión.

Y precisamente en aquellos momentos no podía prescindir la tía Antonia de ninguno de sus servidores. Prefería sacrificarse a una vigilancia continua. Donde iba Rosa, allí aparecía Juan, y no era que el muchacho la perseguía, porque cuando él no venía lo buscaba ella.

No podía dejarla ir por agua al aljibe sin que la acompañara alguien de su confianza y, a veces, a pesar de sus diez arrobas aristocráticas, reveladoras de mujer que no tiene que trabajar, se veía obligada a subirse en la burra que llevaba los cuatro cántaros en las aguaderas y hacer a la muchacha que tirara del ronzal del pobre animalito, que iba dándose garrón con garrón abrumada de peso.

Eran tristes los alrededores del cortijo del Monje; cortijo de secano en medio del despoblado, entre los cerros chatos y pelados, sin más flora que la leña, la palma y las atochas. No había más árboles que un almendro y una higuera, rodeados de un balate de piedra, más allá de la era, frente a la puerta del cortijo. Allí habían plantado las chicas unas matas de palo santo y hierbabuena, y algunos alhelíes, y clavellinas, por lo que le daban pomposamente el nombre de El huerto.

El cortijo era grande, tenía cierto aspecto feudal cuando se le veía de lejos, porque el estar en la hondonada hacía que se descubriese el extremo de los arcos de las tinadas de las reses y tenía cierto aspecto de claustro, que rimaba con la puerta del cementerio y los cipreses puntiagudos y tristes.

Para regar aquellas pocas plantas tenían que ir por agua al aljibe, a un cuarto de legua de la casa. Aunque se quejaban de aquella excursión que necesitaban hacer unas veces bajo un sol de llamas y otras con una lluvia que calaba los huesos, no dejaba de ser divertida para mozas y mozos, cuando iban juntos, en medio de la monotonía de aquella vida.

El aljibe estaba situado en un sitio solitario y medroso, en el entrecruzamiento de las cañadas, cuyas vertientes lo llenaban de agua.

Era un depósito enorme, hundido en la tierra, capaz para abastecer de agua el cortijo, pero se hacía difícil sacarla con un cubo al extremo de una cuerda y un sistema de poleas.

Cerca del aljibe había un pilón para beber las bestias, y antiguamente iban allí los caminantes a descansar y dar agua a sus caballerías, pero ahora únicamente abrevaban los ganados de la finca, y el aljibe tenía puerta cerrada con llave. Se habían hecho pequeñas troneras para que entrase el agua de las lluvias.

Esto obedecía a un suceso macabro, del que se conservaba memoria por la cruz puesta sobre la puerta del aljibe. Las aguas habían ocultado un cadáver, no caído casualmente, sino asesinado, porque una gran piedra lo había sujetado al fondo.

Durante muchos años se había bebido aquel agua, hasta que al fin, en una limpia, fue encontrado el esqueleto.

Esta leyenda hacía más lúgubre aún aquella cañada, desde la que se distinguían dos cruces a orilla del camino, entre los montones de piedras que acumulaban a su alrededor los devotos cuando, al pasar, rezaban una oración y arrojaban aquella especie de cuenta de rosario por el alma del asesinado o el muerto sin confesión, que debía tener su purgatorio en aquellos lugares, y a veces se aparecía pidiendo algún sufragio. Todos los cortijeros sabían ya la mezcla de invocación y exorcismo para estos casos: «De parte de Dios te pido que me digas quién eres y qué quieres».

Todo esto hacía que las mozas tuviesen miedo de ir solas por agua al aljibe, y esperaban la ocasión de reunirse varias y aprovechar las horas en que llevaban los mozos el ganado al abrevadero. Esto tenía para ellas la ventaja de que los zagales les ayudasen a tirar del cubo chorreante del agua de lluvia fresca y amargosa que salía del aljibe, y de que a veces les ayudasen a llevar los cántaros, que ellas sabían colocar tan airosamente sobre la cadera, rodeándolos amorosas con el moreno brazo; porque las andaluzas no ponen los cántaros sobre la cabeza, quizá por la costumbre de llevarla enflorada desde que se levantan.

Ahora, con el noviazgo, la tía Antonia no se atrevía a dejar a Rosa, y tenía que ir de vigilante o enviar a la misma Pura, porque temía al compañerismo con que las muchachas se hacían capa.

—No quiero que ocurra nada en mi casa —solía decir.

Y a veces añadía ufana:

—Podían atribuirlo a mi marido.

Todo el mundo se hacía lenguas del equipo de Pura, aunque criticaban que era demasiado para una labradora. Tenía por docenas los pañuelos de seda para la cabeza, ya que era costumbre que las casadas no la llevasen descubierta.

Y por docenas también tenía las camisas de lienzo fino, largas, anchas, con grandes mucetas de cadeneta, y los justillos, las enaguas de volantes encañonados a fuego, refajos de lana magenta y amarilla acabada de tejer.

Tenía vestidos de merino y de holancete para toda la vida; pañuelos de crespón del talle en varios colores: garbanzo, tórtola y aceite. No faltaba el clásico mantón negro bordado en colores y otros dos más, uno blanco y otro color manteca, de esos que casi no se ponen las casadas y que luego heredan las hijas y las nietas.

—Haces bien, hija —decían las envidiosas, viendo sábanas marcadas, almohadones de jaretón, toallas de complicados flecos—. ¡Lo que la novia no ve en la boda…!

Aunque gozaba con aquellas vanidades, Pura se ponía triste cada vez que revolvía en sus arcas. Por un sentimiento casi inconsciente le parecía que lo tenía todo para su boda menos el novio.

La Naturaleza, al darle un cuerpo más hermoso que el de la mayoría de las mujeres, le había dado también un espíritu diferente, más fino, más lleno de inquietudes. Había mirado muchas veces desde el fondo de la hondonada en que vivía hacia los cerretes que, bajos y todo, le limitaban el horizonte, dejando el lugar como en el fondo de un pozo. Y, mirando hacia allá, había soñado en cómo se divertirían las mujeres de las ciudades. Había estado en Níjar y en Almería lo bastante para vislumbrar una vida diferente de la suya.

Y luego, los hombres en la ciudad eran más finos. Su novio, tan mayor para ella, tan rudo, no era para despertar su pasión. Esta vivía sólo en su cerebro y así podía sujetarla a lo que era la conveniencia para los suyos; pero, a cada momento, según avanzaban los preparativos, se sentía más triste.

Iba a abdicar esa especie de cetro que allí tenía la mujer soltera, para entrar en las obligaciones y la esclavitud de las casadas; en un lugar donde, por amantes que fueran los hombres, tenían que mostrarse fuertes, duros, si no querían caer en el descrédito de que los supusieran dominados por las mujeres. Y al dejar su vida de soltera no tenía la recompensa de la ceguera que dominaba a Rosa y a Juan. Ella hubiera querido poder enamorarse así.

El sábado llegó Joseíyo sólo. Traía un enorme ramo de claveles reventones, color de sangre de toro, con esa fuerza que da la tierra de Andalucía a sus flores.

Los corazones de Cándida y de Isabel latían apresuradamente pensando en una declaración y creyéndose cada una la preferida.

Pero él se acercó a Pura.

—Te traigo este encargo de parte de Antonio —dijo—. Él no puede venir este domingo. Me encarga que te lo diga. Está haciendo las particiones y ese día llega de Sorbas su hombre bueno.

—¿Y cómo me manda esto? —preguntó Pura un poco extrañada de tanta galantería.

—¡Como dijiste el domingo pasado que te gustaban tanto las flores naturales! —Es verdad.

Todas las muchachas celebraban el ramo con esa paradoja que es comparar las flores artificiales con las verdaderas, o viceversa:

—¡Son tan rojos que parecen negros!

—¡Parecen contrahechos!

—¡Como si fueran de papel picado!

Pura los olía tan ansiosamente que casi había ocultado el rostro entre los pétalos.

Cuando levantó la cabeza estaba pálida y parecía que se había encendido en sus pupilas azules una luz extraña.

—¿Qué tienes? —preguntó la madre.

—Estoy un poco mareada.

—¡Es que esos claveles huelen que trasciende! —dijo Rosa.

Pura se había levantado para ponerlos en agua.

Frasco Cruz invitó a cenar a José. Él tampoco podía volver el domingo próximo, porque se marchaba a Almería para arreglar su viaje a Orán. Ahora se ocupaba en traer caballos árabes del África francesa y venderlos en el pueblo.

Les contaba las grandezas de aquella tierra; las cosas, casi milagrosas para ellos, que allí existían. Se ganaba el dinero sin trabajar y se divertía uno.

Su imaginación le hacía inventar cosas fantásticas que suspendían de sus labios al auditorio.

—Figúrese usted, tío Frasco, que todo se hace con máquinas: la siembra, la siega, la trilla, todo. Pero máquinas que no hay más que tocar un botón y estar sentadito mirando cómo se hace.

—¡Caballeros!

—¡Digo!

Exclamaron con asombro los oyentes.

—He visto una máquina que se metía la mies por un lado y ella la trillaba, la aventaba, molía el grano, cernía la harina, amasaba y cocía el pan. Así, en un santiamén, en menos que dice misa un cura loco, entraban las gavillas por un lado y salía el pan calentito por otro.

A nadie se le ocurría poner en duda lo que aseguraba haber visto él mismo, pero la tía Antonia se santiguó y dijo:

—¡Ave María! Yo no me comería ese pan. Debe ser cosa de brujería.

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