III. El embrujamiento del perfume
Al domingo siguiente fue Antonio sólo. Era ya la última amonestación y nadie salió del cortijo. Se quedaban acompañando a Pura en su último domingo de soltera. La boda sería la semana próxima.
Durante la comida se habló de los proyectos que hacían encenderse de rubor las mejillas de Pura y brillar los ojos de Antonio, cuando se clavaban en el rostro de su prometida.
Tenían que salir el sábado de madrugada para llegar a Níjar a hora de recibir la bendición y, después de descansar las horas de sol de la siesta, volver con la fresquita, a fin de estar a tiempo de la comida y marchar al cortijo de los Tollos para armar el baile, que duraría ya hasta el lunes de madrugada. Iba a ser una boda de rumbo.
Pero la velada, a pesar de la promesa de diversiones, transcurría cansada y triste. Faltaba Joseíyo, tan decidor y alegre, que él sólo llevaba la conversación y los animaba a todos. Ceferino, por más esfuerzos que hacía, no llegaba a igualarlo.
Rosa y Pura estaban sentadas cerca de sus novios haciendo uso de ese permiso de hablar en voz baja, abstraídos de la reunión, que se concede a los enamorados.
Pura se sentía más inclinada que lo había estado nunca hacia su novio. Durante aquella semana se diría que la había penetrado un sentimiento nuevo, como un deseo de fusión de su ser, para hacerse más amplio. Era un sentimiento que le había dado el manojo de claveles con su fuerte olor a clavo.
De día lo tenía en el vasar y de noche se lo llevaba al ventanillo de su cuarto, que a causa del calor permanecía abierto.
El airecillo penetraba hasta su cama y le oreaba el rostro con suavidad de abanico perfumado. Era una caricia la de aquel perfume que la envolvía. Le causaba a un tiempo una sensación de placer y de malestar; la ponía nerviosa, le quitaba el sueño, y la hacía levantarse, ir a la ventana, abismarse en aquella paz desolada del campo y del cielo sereno y brillante. Escondía el rostro entre los pétalos suaves y frescos de los claveles, aspiraba, con hambre y con sed de todos los poros, el perfume penetrante y sentía ganas de llorar, sin saber por qué.
Era una sensación fuerte y poderosa: la poseían los claveles, con el aroma que la penetraba como un puñal. Entonces pensaba en un hombre. Se sentía atraída hacia su novio por haberle enviado aquellas flores que estimaba más que todos los regalos que le había hecho de trajes, mantones y collares. Era el primer mensaje que le hablaba de amor, la primera vez que sentía estremecerse su carne con el deseo de un beso.
Pero, ahora, sentada cerca de Antonio, le parecía que se iba desvaneciendo aquel sentimiento de amor que había experimentado cuando estaba lejos. El hombre no realizaba la promesa del ensueño.
Ya se iba a despedir para marcharse, antes de que se pusiera la luna e hiciera peligrosos los caminos, pues el novio no tenía hospitalidad en casa de la prometida, cuando ella le dijo:
—Los claveles están frescos todavía, ¿sabes?
—¿Qué claveles?
—Los que me enviaste con Joseíyo.
—¿Yo?
—¡Ah!
Los dos callaron, seguros, cada uno, de haber dicho una simpleza.
Momentos después Antonio hacía trotar a su caballo en dirección a su cortijo. Aunque no era cobarde para con los hombres, le amedrentaba la cosa de cementerio que rodeaba al cortijo del Monje en aquel paraje agreste, hundido en la tierra árida, con la desolación de sus cipreses y sus cruces.
—Por fortuna he hecho mi última visita —pensó.
Ya sólo había de volver una vez para buscar a la esposa. Lo había martirizado en su noviazgo la necesidad de pasar aquellos caminos en las noches invernales, cuando entre las sombras parecía que se agrandaban la cruz del aljibe y las otras dos cruces, conmemorativas una de un carabinero asesinado allí por los contrabandistas y la otra de una enferma que falleció sobre la mula en que la llevaban al pueblo para ver al médico.
Empezó a cantar a dos voces, como hacían los que no querían que se creyese que iban solos, sin pensar que el ruido de la cabalgadura denunciaba que no tenía compañero.
Iba furioso. ¿Por qué le llevaba Joseíyo flores a Pura sin saberlo él?
Le mordían los celos, y eso que creía en la amistad de José, que lo había acompañado todo el invierno, pacientemente, en sus visitas al cortijo del Monje.
De pronto, en el cruce del camino oyó el trote de otro caballo. Puso el suyo al paso y se previno, mirando en las tinieblas, hacia el lado de donde venía el ruido.
Oyó la voz bien conocida de José que le preguntaba:
—¿Eres tú, Antonio?
Respondió con otra pregunta:
—¿De dónde vienes?
—Estuve en Los Abaricoques, en el baile. A ti no hay que preguntarte.
—Sí, vengo de casa de Pura.
—¿La última visita?
—¡La última!
Había algo raro en el acento de los dos amigos. De pronto, Antonio dijo:
—Oye, José, entre hombres no hay que andar con rodeos. ¿Qué es eso de llevarle tú flores a Pura de mi parte?
Se escuchó la sonora risa de Joseíyo.
—¡Calla, pues es verdad! No te he visto después para advertirte. ¿No le habrás dicho que no habías sido tú?
—No te comprendo…
—Pues es sencillo. Cuando me enviaste a decir que no podías venir el domingo pasado, me di la vuelta por la Hortichuela y todo el huerto de Montano estaba lleno de claveles. Me acordé de que Pura dijo que le gustaban, y pensé que llevándole un ramo de tu parte se le quitaría el amargor de boca de saber que tú no ibas.
—¡Podías haberme advertido!
—¿Es que has dicho que no eran tuyos?
—No. Me sentó mal. ¿A qué negarlo? Pero creo que ella no ha comprendido…
—Puedes creer que no he tenido ninguna intención. Soy tu amigo.
—Hombre, ni que decir tiene…, te lo agradezco.
—Bueno. Yo me marcho por aquí ya.
—¿Te has ofendido?
—¿De qué me iba a ofender? Es natural que te sorprendieras.
—¿Por qué no vienes al cortijo?
—Tengo mucho que hacer. Ya sabes que me quiero ir a Orán en el primer barco. Yo no tengo genio de estarme aquí, siempre en el mismo sitio. Tengo un espíritu inquieto…, raro…
—Pero ¿vendrás a la boda? Quiero que seas testigo.
—Y a mucha honra.
—Además, deseo encomendarte unos potros y dos yeguas.
—Lo que quieras. Yo pasaré por tu cortijo un día de estos.
—¡Que no faltes!
—Tenlo por seguro. Buenas noches.
Dos coplas, alejándose en sentido contrario, marcaban el caminar de los dos amigos entre la plácida dulzura de los campos, en la sombra de la noche.