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Aquel día comieron juntos; expansión que D. Evaristo se permitía algunas veces. Dijo ella que sabía poner unas judías estofadas a estilo de taberna, que era lo que había que comer.
Quiso Feijoo probar también aquel plato, porque le gustaban algunas comidas españolas. Fortunata tenía una despensa admirablemente provista, y en ropa y trapos gastaba muy poco. Él era tan listo y tan práctico, que supo sin esfuerzo hacerle disminuir el inútil y ruinoso renglón de las modas. En la cuestión de bucólica, sí que no le ponía tasa, y le recomendaba que trajese siempre lo mejor y más adecuado a cada estación. Pero ella no necesitaba que su señor le hiciera estas advertencias, porque, madrileña neta y de la Cava de San Miguel nada menos, sabía lo que se debe comer en cada época. No era glotona; pero sí inteligente en víveres y en todo lo que concierne a la bien provista plaza de Madrid.
Y la verdad era que con aquella vida tranquila y sosegada, eminentemente práctica, se iba poniendo tan lucida de carnes, tan guapa y hermosota que daba gloria verla. Siempre tuvo la de Rubín buena salud; pero nunca, como en aquella temporada, vio desarrollarse la existencia material con tanta plenitud y lozanía. Feijoo, al contemplarla, no podía por menos de sentirse descorazonado. «Cada día más guapa—pensaba—, y yo cada día más viejo». Y ella, cuando se miraba al espejo, no se resistía a la admiración de su propia imagen. Algunos días le pasaba por bajo del entrecejo la observación aquella de otros tiempos: «¡Si me viera ahora… !».
Pero al punto trataba de alejar estas ideas, que no le traían más que tristezas y cavilaciones.
Vivía en la calle de Tabernillas (Puerta de Moros), que para los madrileños del centro es donde Cristo dio las tres voces y no le oyeron. Es aquel barrio tan apartado, que parece un pueblo. Comunícase, de una parte con San Andrés, y de otra con el Rosario y la V.O.T. El vecindario es en su mayoría pacífico y modestamente acomodado; asentadores, placeros, trajineros. Empleados no se encuentran allí, por estar aquel caserío lejos de toda oficina. Es el arrabal alegre y bien asoleado, y corriéndose al Portillo de Gilimón, se ve la vega del Manzanares, y la Sierra, San Isidro y la Casa de Campo. Hacia los taludes del Rosario la vecindad no es muy distinguida, ni las vistas muy buenas, por caer contra aquella parte las prisiones militares y encontrarse a cada paso mujeres sueltas y soldados que se quieren soltar. Al fin de la calle del Águila también desmerece mucho el vecindario, pues en la explanada de Gilimón, inundada de sol a todas las horas del día, suelen verse cuadros dignos del Potro de Córdoba y del Albaicín de Granada. Por la calle de la Solana, donde habita tanta pobretería, iba Fortunata a misa a la Paloma, y se pasmaba de no encontrar nunca en su camino ninguna cara conocida. Ciertamente, cuando un habitante del centro o del Norte de la Villa visita aquellos barrios, ni las casas ni los rostros le resultan Madrid. En un mes no pasó Fortunata más acá de Puerta de Moros, y una vez que lo hizo, detúvose en Puerta Cerrada. Al sentir el mugido de la respiración de la capital en sus senos centrales, volviose asustada a su pacífica y silenciosa calle de Tabernillas.
Don Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra. Habíase acostumbrado Feijoo a la amplitud desnuda de sus habitaciones, a las grandes vidrieras, a la altura de techos, y no podía vivir en estas casas de cartón del Madrid moderno. Su domicilio tenía algo de convento, y su vecino en el segundo de la izquierda era un arqueólogo, poseedor de colecciones maravillosas. En toda la casa no se oía ni el ruido de una mosca, pues el Ministro Plenipotenciario del principal era hombre solo, y fuera de las noches de recepción, que eran muy contadas, creeríase que allí no vivía nada.
Por la solitaria calle de las Aguas se comunicaba brevemente Feijoo con su ídolo. No me vuelvo atrás de lo que esta expresión indica, pues el buen señor llegó a sentir por su protegida un amor entrañable, no todo compuesto de fiebre de amante, sino también de un cierto cariño paternal, que cada día se determinaba más. «¡Qué lástima, compañero!—pensaba—, que no tengas veinte años menos… De veras que es una lástima. ¡Si a esta la cojo yo antes… ! Así como otros estropearon con sus manos inhábiles esta preciosísima individua, yo le hubiera dado una configuración admirable. ¡Qué española es, y qué chocho me estoy volviendo!».
Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba. Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina, hacía la individua unos guisotes y fritangas, cuyo olor llegaba más allá de San Francisco el Grande. De sobremesa, si no jugaban al tute, el buen señor le contaba a su querida aventuras y pasos estupendos de su dramática vida militar. Había estado en Cuba en tiempo de la expedición de Narciso López, y trabajó mucho en la persecución y captura del famoso insurgente. Fortunata le oía embelesada, puestos los codos sobre la mesa, la cara sostenida en las manos, los ojos clavados en el narrador, quien bajo la influencia de la atención ingenua de su amada, se sentía más elocuente, con la memoria más fresca y las ideas más claras. «Tú no puedes hacerte cargo de aquellas noches de luna en Cuba, de aquella bóveda de plata resplandeciente, de aquellos manglares que son jardines en medio de los espejos de la mar… Pues aquella noche de que te hablo, estábamos acechando junto a un río, porque sabíamos que por allí habían de pasar los insurgentes. Oímos un chapoteo en el agua; creímos que era un caimán que se escurría entre las cañas bravas. De repente, pim… un tiro. ¡Ellos!… Al instante toda nuestra gente se echa los fusiles a la cara. Ta-ra-ra-trap… Un negrazo salta sobre mí, y zas, le meto el machete por el ombligo y se lo saco por el lomo… No me he visto en otra, hija».
También había estado en la expedición a Roma el 48. ¡Oh, Roma! Aquello sí que era cosa grande. ¡Qué bonito aquel paso de Pío IX bendiciendo a las tropas! Y la conversación rodaba, sin saber cómo, de la bendición papal a los amoríos del narrador. En esto era la de no acabar, y de la cuenta total salían a siete aventuras por año, con la particularidad de que eran en las cinco partes del mundo, porque Feijoo, que también había estado en Filipinas, tuvo algo que ver con chinas, javanesas y hasta con joloanas. Una salvaje le había trastornado el seso, demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de coquetería no menos refinada que la de los salones europeos. «¡Ay, qué bueno!—exclamaba Fortunata riendo con toda su alma, al oír ciertos lances—. ¡Si eso parece de acá… ! ¡Pero qué lista… ! ¿Has visto? ¡Y luego dicen… !».
De europeas no había que hablar. Contó el ex-coronel aventuras con solteras y casadas, que a su amiga le parecían mentira, y no las habría creído si no las oyera de labios de persona tan verídica y formal. —«¿Pero has visto? Si eso se dice, no se cree… Y si lo escriben, pensarán que es fábula mal inventada. ¡Qué cosas hacen las mujeres! Bien dicen que somos el Demonio».
Debo advertir que nada refería Feijoo que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía lances dignos de ser contados y aun escritos. No se hacía ella de rogar, y como tenía la virtud de la franqueza, y no apreciaba bien, por rudeza de paladar moral, la significación buena o mala de ciertos hechos, todo lo desembuchaba. A veces sentía D. Evaristo gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido antes, todas esas ignominias se habrían evitado… ¡Qué lástima, compañero, qué lástima!… Y lo más raro es que después de tanto manosear hayan quedado intactas ciertas prendas, como la sinceridad, que al fin es algo y la constancia en el amor a uno solo… ».
Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no sé por qué, de Juanito Santa Cruz. «Anda—dijo Fortunata—, que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha… ».
—No lo creo… —Pues yo sí… —afirmó la prójima fingiendo convicción—. ¡Bah! No hay mujer casada que no peque… Ya saben tapar bien esas señoras ricas.
—No me gusta, hija, que hables así de persona alguna y menos de esa. Yo me explico que no la quieras bien; pero observa que es inocente de las trastadas que te ha hecho su marido.
Feijoo conocía a algunas personas de la familia de Santa Cruz. A Jacinta y a Juan no les había hablado nunca; pero sí a D. Baldomero y algo a Barbarita. Trataba al gordo Arnaiz, y a otros muy allegados a la familia, como el marqués de Casa-Muñoz y Villalonga; y el mismo Plácido Estupiñá no era un desconocido para él.
«Es preciso que te acostumbres—prosiguió con cierta severidad—, a no hacer juicios temerarios, huyendo de cuanto pueda herir o lastimar a una familia respetable. Dobla la hoja y hazte cuenta de que esa gente se ha ido a Ultramar, o se ha muerto».
—Te diré una cosa que ha de pasmarte—indicó Fortunata con la expresión grave que tomaba cuando hacía una declaración de extremada y casi increíble sinceridad—. Pues el día en que vi por primera vez a Jacinta, me gustó… sin que por gustarme dejara de aborrecerla. Una noche me acosté con el corazón tan requemado de celos, que me sentía capaz… hasta de matarla… mira tú.
—¡Bah!, no digas tonterías… No me hace gracia que te pongas así… Eso de matar a la rival es hasta cursi…
—Pero si no he acabado… déjame que te cuente lo mejor. La aborrezco y me agrada mirarla, quiere decirse, que me gustaría parecerme a ella, ser como ella, y que se me cambiara todo mi ser natural hasta volverme tal y como ella es.
—Eso sí que no lo entiendo—dijo Feijoo cayendo en un mar de meditaciones—. Caprichos del corazón.
Y al levantarse, apoyando las manos en los brazos del sillón, notó ¡ay!, que el cuerpo le pesaba más; pero mucho más que antes.