6
Cuando subía la escalera de su casa, se iniciaba en la conciencia de la joven una reprobación clara de lo que había hecho. «… Hubiera sido mucho mejor—pensó deteniendo el paso y tardando un minuto de escalón a escalón—, decirle aquello de yo soy Fortunata, con calma, reparando bien qué cara ponía ella al oírlo, y luego quedarme tan fresca, esperando a ver por qué registro salía, o echarle tres o cuatro chinitas, diciéndole que yo también soy honrada, claro, y que su marido es un tunante… a ver por dónde la tomaba».
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos, sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal, dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste. Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos… ?».
—No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba pensando que aquellos síntomas podrían anunciar tal vez la probable reproducción del tipo de Rubín en la especie humana; pero bien sabía la otra que no era nada de esto, y sin más explicaciones echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de su cuarto. Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que la llevó a un delirio tranquilo, reproduciendo en su mente la escena aquella con varias adiciones de importancia. ¿Eran estas algo que con la prisa no pudo decir, pero que debió haber dicho, o eran simplemente desvaríos de su cerebro encendido por la calentura?… «¡Si creerá esta señora que no hay en el mundo más mujeres honradas que ella!… Que se le quite a usted eso de la cabeza. ¡Vaya con el modelo!… ¡A buena parte viene usted… ! ¿Sabe usted, niña, que como a mí se me meta en la cabeza, le doy a usted honradez y virtudes por los hocicos hasta que no quiera más? Porque eso es cuestión de decir: '¡Ea!'… Sí, y si me atufo no hay quien me tosa. ¿Pues qué cree usted, que a mí me costaría trabajo cuidar enfermos y dármelas de muy católica? Pues si a mano viene me pondré el mejor día a cuidar y limpiar y revolver los enfermos más podridos, y me vestiré una saya, y recogeré niños que no tengan padres, que de eso y de mucho más soy yo capaz… ¡Vaya con la mona del Cielo! Ea… no venga acá vendiendo mérito… ¡Y ángel me soy! Pues para que lo sepa, también yo, si me da la gana de ser ángel, lo seré, y más que usted, mucho más. Todas tenemos nuestro ángel en el cuerpo… ».
Después de esto, tornó a ver con claridad las cosas, y dejando vagar sus miradas por la habitación solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo, pero apreciando mejor la realidad de las cosas. En aquella meditación, lo que descollaba, después de vueltas mil, era un vivo deseo de ser no sólo igual, sino superior a la otra. El cómo era lo difícil. «Porque lo primero que tengo que hacer es querer a mi marido, y portarme bien para que se olviden las maldades que he hecho… ».
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda enteramente igual a la que llevaba ella… lo mismito, con aquel tableado; y si encontrara tela igual… La verdad es que tiene la mona un aire de señorío y de… de… ¿de qué?, de majestad, sí… ¡Bah!, esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de que es ángel… A saber si lo es realmente, que las apariencias engañan… ».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna, y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla. «¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un agujerito y apretándola como aprietan los chicos la teta, a la señora de Rubín le pasó por el cerebro otra ráfaga de aquel furor que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es mío y te lo tengo que quitar… Pinturera… santurrona… ya te diré yo si eres ángel o lo que eres… Tu marido es mío; me lo has robado… como se puede robar un pañuelo. Dios es testigo, y si no, pregúntale… Ahora mismo lo sueltas o verás, verás quién soy… ».
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la frente a su mujer.
«Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le miraba, y mientras más le miraba, peor… Se volvió del otro lado respondiendo con sequedad: «Nada».
—¿Sabes lo que dice la tía?… oye…
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella insana antipatía; pero ni por esas… «Si no le puedo ver; ¡si me iría al fin del mundo por no verle… ! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño! ¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo… Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de corredor… o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se había atufado, pero no con brasero. Cediendo a los ruegos de su marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima noche estaba más tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con desagrado el ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la hora de cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes nada, si no tienes gana—le dijo Maxi, que entró mascando el postre y con un higo pasado en la mano—. Por si acaso, no bajaré esta noche a la botica, y te acompañaré». La peor de las medicinas era esta, pues gustaba la joven de estar sola, entretenida con sus pensamientos. Hizo por dormirse; su marido le ató fuertemente un pañuelo a la cabeza, y después se puso junto a la cama. Después de un breve sueño, vio ella la escueta figura de Maxi dando paseos en la habitación. Tan pronto miraba su persona como su sombra corriendo por la pared, larga, angulosa, doblándose en las esquinas del muro. «¡Ah!… Jacinta, yo te quisiera ver casada con este… Entonces me reiría, me estaría riendo tres años seguidos».
Maximiliano se desnudaba para acostarse. Al quitarse el chaleco, salían de las boca-mangas los hombros, como alones de un ave flaca que no tiene nada que comer. Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y estirar los huesos, exhalaba un ¡ah! que no se sabía si era de dolor o de gusto. Fortunata, fingiendo dormir, se volvió para el otro lado y a media noche dormía de veras.
A la madrugada abrió los ojos. La alcoba estaba en completa oscuridad. Oyó la respiración de su marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con diversos flauteados, como si el aire encontrase en aquel pecho obstrucciones gelatinosas y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata, cediendo a un movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó cuando estaba dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino. El disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a tientas su ropa, vestirse… ir hacia la percha, coger su bata y ponérsela. El mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo buscaría, a tientas también; y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!… ¡a la calle! La idea de la evasión estuvo flameando un rato sobre sus sesos, como una luz de alcohol, sin que pudiera entender cómo se había encendido semejante idea. En el bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta, y algunos cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le trajera… no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante. ¿Para qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No… a casa de D. Evaristo… No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea de que la reñiría su padrino fue el golpe que le aclaró el sentido, porque la idea de la fuga era un rastro del sueño. «¿Estoy despierta o dormida?» se preguntaba al reconocer su desatino; y quedose un rato sentada en la cama, con la mano en la mejilla. El pañuelo se le había desatado de la cabeza, y deshecho el peinado, sus espesas guedejas le caían sobre los hombros. «¡Qué marido este!—pensaba, recogiéndose el cabello—, ¡ni atar un pañuelo sabe!». Después creyó ver ojos, que en aquella profunda oscuridad la miraban. «Debo de estar soñando todavía. ¿Qué me miras tú? ¿Qué dices? ¿Que estoy guapa? Ya lo creo. Más que tu mujer».
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.