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Fortunata y Jacinta: 1

Fortunata y Jacinta
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Parte 1
    1. Capítulo 1. Juanito Santa Cruz
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      2. 2
    2. Capítulo 2. Santa Cruz y Arnaiz. Vistazo histórico sobre el comercio matritense
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    3. Capítulo 3. Estupiñá
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      3. 3
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    4. Capítulo 4. Perdición y salvamento del Delfín
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    5. Capítulo 5. Viaje de novios
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    6. Capítulo 6. Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia
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    7. Capítulo 7. Guillermina, virgen y fundadora
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    8. Capítulo 8. Escenas de la vida íntima
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    9. Capítulo 9. Una visita al Cuarto Estado
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    10. Capítulo 10. Más escenas de la vida íntima
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    11. Capítulo 11. Final, que viene a ser principio
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  4. Parte 2
    1. Capítulo 1. Maximiliano Rubín
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    2. Capítulo 2. Afanes y contratiempos de un redentor
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    3. Capítulo 3. Doña Lupe la de los Pavos
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    4. Capítulo 4. Nicolás y Juan Pablo Rubín.—Propónense nuevas artes y medios de redención
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    5. Capítulo 5. Las Micaelas por fuera
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    6. Capítulo 6. Las Micaelas por dentro
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    7. Capítulo 7. La boda y la luna de miel
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  5. Parte 3
    1. Capítulo 1. Costumbres turcas
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    2. Capítulo 2. La restauración vencedora
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    3. Capítulo 3. La revolución vencida
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      2. 2
    4. Capítulo 4. Un curso de filosofía práctica
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    5. Capítulo 5. Otra restauración
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    6. Capítulo 6. Naturalismo espiritual
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    7. Capítulo 7. La idea... la pícara idea
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  6. Parte 4
    1. Capítulo 1. En la calle del Ave-María
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    2. Capítulo 2. Insomnio
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    3. Capítulo 3. Disolución
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    4. Capítulo 4. Vida nueva
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    5. Capítulo 5. La razón de la sinrazón
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    6. Capítulo 6. Final
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  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

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Segismundo Ballester (el licenciado en Farmacia que estaba al frente de la botica de Samaniego) tenía frecuentes altercados con Maxi por los garrafales errores en que este incurría. Llegó el caso de prohibirle que hiciese por sí solo ningún medicamento de cuidado. «¡Carambita!, hijo, si da usted en confundirme los alcoholatos con las tinturas alcohólicas, apaga y vámonos. Este frasco es el alcohol de coclearia, y este otro la tintura de acónito… Vea usted la receta y fíjese bien… Si seguimos así, lo mejor sería que doña Casta cerrase el establecimiento».

Y expresándose así, con ínfulas y asperezas de dómine, Ballester le quitó de las manos a su subalterno lo que entre ellas tenía. «Pero ¿qué demonios ha echado usted aquí?—dijo luego con enojo, llevándose el potingue a la nariz—. O esto es valeriana o no sé lo que me pesco.

¡Cuando digo… ! Hoy está usted muy malo. Más vale que se retire a su casa. Yo me las arreglo mejor solo. Cuidarse; llévese usted un derivativo… Mire, mire, llévese también un preparado de hierro. El derivativo se lo zampa en ayunas… Luego en cada comida se atiza una píldora de hierro reducido por el hidrógeno, con extracto de ajenjos… por la noche al acostarse se atiza usted otra… Con estos calores, conviene no abusar mucho del hierro, ¿sabe?, y sobre todo, paséese usted y no lea tanto».

Relevado por su regente de la obligación de trabajar, Rubín se fue al laboratorio, y tomando de debajo de la silla un librote, se puso a leer. Profundísima tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado de todo lo que no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus ojos y con sus ojos su espíritu. Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca. Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta fuera una muleta, ya en fin, las piernas se extendían sobre la mesa cual si fueran brazos. La silla, sustentada en las patas de atrás, anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del lector. Tan pronto aparecía por arriba, sostenido en una sola mano, como agarrado con las dos, más abajo de donde estaban las rodillas; ya se le veía abierto con las hojas al viento como si quisiera volar, ya doblado violentamente a riesgo de desencuadernarse. Lo que nunca variaba ni disminuía era la atención del lector, siempre intensa y fija al través de todos los sacudimientos de la materia muscular, como el principio que sobrevive a las revoluciones.

Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.

«Pero, alma de Dios, ya que no trabaja usted… al menos despache menudencias—dijo, parándose ante Rubín—. Mire, allí está esa mujer esperando hace un cuarto de hora… Diez céntimos de diaquilón. En aquella gaveta está. Vamos, menéese».

Rubín salía a la tienda y despachaba.

«¿En dónde están los frascos de Emulsión Scott?».

—Mírelos, mírelos; si los tiene casi en la mano. Dígole que es preciso cuidar esa cabeza… ¡Otra vez a leer! Bueno; usted se acordará de mí… leer, leer, y el aparato cerebro-espinal que lo parta un rayo… Tararí, tararí…

Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.

«¿Y qué lee?… vamos a ver—dijo Ballester mirando el libro—. La pluralidad de mundos habitados… Bueno va… ¡Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: ¿a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? ¿Le van a dar a usted algo por el descubrimiento? Tararí… tararí. Yo doy de barato—añadió luego, poniéndose a machacar en el mortero—, yo doy de barato que haya familia en las estrellas; es más, declaro que la hay. Bueno, ¿y qué? La consecuencia es que estarían tan jorobados como nosotros».

Rubín no contestaba. A cierta hora, dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que apestaba a fénico, entre dos potes de este líquido; después se restregaba los ojos y estiraba los brazos y el cuerpo todo, tardando lo menos cinco minutos en aquel desperezo que activaba la circulación de su poca sangre. Cogía el hongo que de una percha colgaba, y a la calle. Poco tenía que andar por ella para ir a su casa. Entró en esta con la cabeza baja, las cejas fruncidas. Su tía le dijo que Fortunata no había venido aún y que le esperarían para comer. Maxi ocupó su sitio en la mesa, doña Lupe le recogió el sombreo, y volviendo al poco rato, sentose en el sofá de paja; ambos esperaron un rato en silencio.

«Cuidado que hoy tarda más que nunca» observó doña Lupe; y como notase en el rostro de su sobrino señales de desasosiego, se apresuró a entablar conversación más amena.

«Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. ¡Ah!, si tú fueras otro, si tú tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría».

—No crea usted, tía, yo también he pensado en eso. Ayer se me ocurría una aplicación del hierro dializado a sin fin de medicamentos… Creo que encontraría una fórmula nueva.

—Estas cosas, hijo, o se hacen en gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea panacea, una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores. Pero hombre, en tantísima droga como tenéis ¿no hay tres o cuatro que bien combinadas sirvan para todos los enfermos? Es un dolor que teniendo la fortuna tan a la mano, no se la coja. Mira el doctor Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe… no recuerdo bien el nombre; es algo así como latro-faccioso…

—El lacto-fosfato de cal perfeccionado—dijo Maxi—. En cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.

—¡Qué tonto!… ¿Y qué tiene que ver la moral con esto? Lo que digo; no saldrás de pobre en toda tu vida… Lo mismo que el tontaina de Ballester: también me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia, porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero… Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento…

Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor, mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla débilmente. Era Fortunata que, cuando iba tarde, llamaba con timidez y cautela, como si quisiera que hasta la campanilla comentase lo menos posible su tardío regreso al hogar doméstico. Papitos corrió a abrir, y doña Lupe fue a la cocina. Maxi habló con su mujer en un tono que indicaba la complacencia de verla, y se quejó suavemente de que no hubiese entrado antes. Tenía ella los ojos encendidos como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena. Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él; vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración interior. La impulsión objetiva era casi nula, resultando de esto una existencia enteramente soñadora.

A doña Lupe sí que no se le escapaba nada, y de todo iba tomando notas. Hablose en la mesa del tiempo, del gran calor que se había metido, impropio de la estación, porque todavía no había entrado Julio, aunque faltaban pocos días; de los trenes de ida y vuelta, y de la mucha gente que salía para las provincias del Norte. Con cierta timidez, se aventuró Fortunata a decir que su marido debía dejarse de píldoras, y decidirse a ir a San Sebastián a tomar baños de mar. Mostrándose muy apático, dijo el pobre chico que lo mismo era tomarlos en Madrid con las algas marinas del Cantábrico, a lo que respondió su mujer con energía: «Eso de las algas es conversación, y aunque no lo fuera, lo que más importa es tomar las brisas».

Picando con el tenedor en el plato, para coger los garbanzos uno a uno, la señora de Jáuregui se decía lo siguiente: «Te veo venir… buena pieza. Ya sé yo las brisas que tú quieres. Después de zarandearte aquí, quieres zarandearte allá, porque se te va el amigo… Sí, lo sé por Casta. Los señores de la Plazuela de Pontejos se marchan mañana. Pero yo te respondo, picaronaza, de que con esa no te sales… ¡A San Sebastián nada menos! Estás fresca… Ya te daré yo brisas… ».

Vino luego doña Casta con Olimpia a proponerles dar un paseo al Prado. Rubín vacilaba; pero su mujer se negó resueltamente a salir. Fuese doña Lupe con sus amigas, y Fortunata y Maxi estuvieron solos hasta media noche en la sala, a oscuras, con los balcones abiertos, a causa del calor que reinaba, hablando de cosas enteramente apartadas de la realidad. Él proponía los temas más extravagantes, por ejemplo: «¿Cuál de nosotros dos se morirá primero? Porque yo estoy muy delicado; pero con estos achaques, quizás tenga tela para muchos años. Los temperamentos delicados son los que más viven, y los robustos están más expuestos a dar un estallido». Hacía ella esfuerzos por sostener plática tan soporífera y desagradable. Otra proposición de Maxi: «Mira una cosa; si yo no estuviera casado contigo, me consagraría por entero a la vida religiosa. No sabes tú cómo me seduce, cómo me llama… Abstraerse, renunciar a todo, anular por completo la vida exterior, y vivir sólo para adentro… este es el único bien positivo; lo demás es darle vueltas a una noria de la cual no sale nunca una gota de agua».

Fortunata decía a todo que sí, y aparentando ocuparse de aquello, pensaba en lo suyo, meciéndose en la dulce oscuridad y la tibia atmósfera de la sala. Por los balcones entraba muy debilitada la luz de los faroles de la calle. Dicha luz reproducía en el techo de la habitación el foco de los candelabros, con las sombras de su armadura, y esta imagen fantástica, temblando sobre la superficie blanca del cielo raso, atraía las miradas de la triste joven, que estaba tendida en una butaca con la cabeza echada hacia atrás. Maxi volvió a machacar: «Si no fuera por ti, no se me importaría nada morirme, Es más, la idea de la muerte es grata en mi alma. La muerte es la esperanza de realizar en otra parte lo que aquí no ha sido más que una tentativa. Si nos aseguraran que no nos moriríamos nunca, pronto se convertiría uno en bestia, ¿no te parece a ti?».

—¿Pues qué duda tiene?—respondía la otra maquinalmente, dejando a su idea revolotear por el techo.

—Yo pienso mucho en esto, y me entregaría desde luego a la vida interior, si no fuera porque está uno atado a un carro de afectos, del cual hay que tirar.

—¡Ay, Dios mío, la que me espera mañana!—pensó la esposa. Era probado: Siempre que su marido estaba por las noches muy dado a la somnolencia espiritual, al día siguiente le entraba la desconfianza furibunda y la manía de que todos se conjuraban contra él.

Poco después de esto, dijo Maxi que se quería acostar. Fortunata encendió luz, y él fue hacia la alcoba, arrastrando los pies como un viejo. Mientras su mujer le desnudaba, el pobre chico la sorprendió con estas palabras, que a ella le parecieron infernal inspiración de un cerebro dado a los demonios: «Veremos si esta noche sueño lo mismo que soñé anoche. ¿No te lo he contado? Verás. Pues soñé que estaba yo en el laboratorio, y que me entretenía en distribuir bromuro potásico en papeletas de un gramo… a ojo. Estaba afligido, y me acordaba de ti. Puse lo menos cien papeletas, y después sentí en mí una sed muy rara, sed espiritual que no se aplaca en fuentes de agua. Me fui hacia el frasco del clorhidrato de morfina y me lo bebí todo. Caí al suelo, y en aquel sopor… Tú vete haciendo cargo… en aquel sopor se me apareció un ángel y me dijo, dice: 'José, no tengas celos, que si tu mujer está encinta, es por obra del Pensamiento puro… '. ¿Ves qué disparates? Es que ayer tarde trinqué la Biblia y leí el pasaje aquel de… ».

Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia.

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