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Lo Prohibido: IV

Lo Prohibido
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Lo Prohibido
    1. Capítulo I
    2. I
    3. II
    4. III
    5. IV
    6. V
    7. VI
    8. Capítulo II
    9. I
    10. II
    11. III
    12. Capítulo III
    13. I
    14. II
    15. Capítulo IV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. Capítulo V
    22. I
    23. II
    24. Capítulo VI
    25. I
    26. II
    27. Capítulo VII
  4. Capítulo VIII —
    1. Capítulo IX
    2. I
    3. II
    4. III
    5. Capítulo X
    6. Capítulo XI
    7. I
    8. II
    9. III
    10. IV
    11. V
    12. VI
    13. VII
    14. Capítulo XII
    15. I
    16. II
    17. III
    18. Capítulo XIII
    19. I
    20. II
    21. III
    22. IV
    23. Capítulo XIV
    24. I
    25. II
    26. Capítulo XV
    27. I
    28. II
    29. Capítulo XVI
    30. I
    31. II
    32. Capítulo XVII
    33. I
    34. II
    35. Capítulo XVIII
    36. I
    37. II
    38. III
    39. IV
    40. Capítulo XIX
    41. I
    42. II
    43. III
    44. IV
    45. Capítulo XX
    46. I
    47. II
    48. III
    49. Capítulo XXI
    50. I
    51. II
    52. III
    53. IV
    54. V
    55. VI
    56. Capítulo XXII
    57. I
    58. II
    59. III
    60. IV
    61. V
    62. VI
    63. VII
    64. Capítulo XXIII
    65. I
    66. II
    67. III
    68. IV
    69. V
    70. Capítulo XXIV
    71. I
    72. II
    73. III
    74. IV
    75. V
    76. VI
    77. VII
  5. Capítulo XXVNabucodonosor
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  6. Capítulo XXVIFinal
    1. I
    2. II
    3. III
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

IV

Pues como dije, Severiano trató de ver si aquel pobre anciano infantil podía disponer de algún dinero. El resultado fue muy singular. Primero le manifestó mi tío con espontáneo arranque que le era fácil proporcionarme un millón de reales. Severiano puso cada ojo como un puño al oír tal ofrecimiento. Media hora después, hablando de lo mismo, D. Rafael se asombró de oír a mi amigo lo del millón, y le dijo: «Usted está en babia, Sr. de Rodríguez, o se ha vuelto tonto o no entiende el castellano. Yo indiqué a usted que podía poner a la disposición de José María mil reales... ni más ni menos».

Raimundo no me visitaba tanto como a mi parecer debía esperarse de sus obligaciones de gratitud hacia mí. Pero las más de las noches iba un rato tan trigonométricamente trastrocado como siempre, se me sentaba al lado y empezaba a hacer chistes para distraerme. Pero ocurría una cosa muy rara, y era que ya no me hacían gracia maldita las ingeniosidades de aquel juglar de la frase. Sabíanme todas las suyas a fiambre pasado, a manjar sin sazón. Era un amaneramiento y un repetir de fórmulas que se me sentaban en la boca del estómago. Yo no me reía ni pizca, para que se marchase pronto y me dejara en paz.

Aquella noche, después de acostarme y de haber dormido un poco, vi a Eloísa andar por mi cuarto. Ni yo sabía qué hora era, ni estaba seguro de hallarme despierto. La vi pasar como una aparición por detrás del tablero inferior de la cama, venir hacia mí por el costado derecho, inclinarse para mirarme, retirarse después, dar la vuelta, los ojos siempre fijos en mí. Y francamente, pareciome hermosísima. Ni le dije nada, ni ella a mí tampoco. Cerré los ojos y la sentí en cuchicheos con Severiano. Parecía que disputaban. Me dormí y la visión se borró en mi cerebro. A la mañana siguiente, la impresión permanecía y pregunté a mi amigo de qué hablaba con la prójima. A lo que contestó: «Nada, tonterías; no me acuerdo...».

Importábame más otra cosa, y sobre ello caímos con verdadero afán. «Creo que al fin se arreglará esto con la ayuda de todos los amigos —me dijo—. Pasado mañana vencen las Pastoriles letras. No te ocupes de ello, y déjame a mí... Desde ahora te aseguro que serán pagadas. Cómo, no lo sé; pero tú no has de quedar mal». Curiosidad tuve de saber cómo se arreglaba. Y ved aquí a la solícita y prudente María Juana venir a mí con los ocho mil duros, muy tapaditos, en un lío de billetes envuelto en su pañuelo, y dármelos, acompañando el don de estas palabras: «No puedes figurarte qué fatigas representa para mí este favor que te hago. Lo menos seis meses tendré que estar diciendo mentiras a Medina, y cree que esto me lastima mucho. Mentir a Cristóbal es escupir al Cielo, hijo mío. Pero es forzoso hacerlo y se hace. Si te salvo de la deshonra, esta idea tranquilizará mi conciencia, que está, puedes suponerlo, bastante alborotada. Se irá calmando con la meditación de los males que nos trae el apartarnos del camino derecho, y con practicar la mayor suma de buenas obras... Con que entérate. Supongo que la facultad de contar dinero no se te habrá ido, pobre niño inválido. Y si gobiernas bien con tu mano derecha, no estaría de más que me hicieras un recibo...».

Presteme a ello con el mayor gusto, y aun le ofrecí interés, que rechazó escandalizada. «Por ningún caso —me dijo—, y ni el reintegro de la suma aceptaría, si no fuera porque me será difícil justificar la inversión de ella, si algún día se entera Cristóbal y... Parte de este dinero es mío, parte de una amiga que me lo entregó para que se lo colocáramos, y algo es de lo que Medina me ha dado para los gastos de la casa, muebles y otras cosillas».

Muy agradecido estaba yo; pero el rasgo de Camila, del cual no tuve noticia hasta el día siguiente, fue la emoción más grande y placentera que recibí en aquel caso. ¡Pobre borriquita! ¡pobre Cacaseno de mi alma! ¡Cómo se portaban conmigo y qué lección me daban los dos! Cuando Severiano me lo dijo, lloré, podéis creérmelo. Porque mi sensibilidad lacrimal era muy grande, y a la menor emoción me corrían ríos por la cara. Si esto es infantil o canino o un simple fenómeno de debilidad nerviosa, lo ignoro; lo que sé es que el corazón se me hacía un ovillo cuando Severiano me contó lo que a la letra copio: «Camila me ha ofrecido empeñar sus pocas alhajas para venir en tu socorro. No sé si te dije que Constantino ha vendido, con el mismo fin, el caballo que le regalaste. Dicen que ahora que eres pobre te han de devolver todo lo que tú les distes cuando eras rico».

«¡Pobrecillos... ángeles de Dios... niños de mi corazón!... —exclamé rompiendo a hablar aunque de una manera estropajosa—. Te juro que van a ser mis herederos... Para ellos, sí, todo lo que se salve del naufragio... Pero mira, tú; si se puede arreglar de otro modo, no admitas las ofertas de esos pedazos de mi alma...».

—Eso lo veremos. Difícil será el arreglo, si cada cual no viene con su glóbulo, como dice mi ilustre amigo, el sabio entre los sabios, D. Isidro Barragán.

Y el propio Constantino, que poco después se presentó, no quiso admitir mis expresiones de agradecimiento, transmitidas por el lápiz y por los exagerados mohines de mi cara. Lo que hacían por mí hacíanlo de buena voluntad. Cierto que yo les había perjudicado con mis malas intenciones; pero marido y mujer, en presencia de mi situación lastimosa, me habían perdonado de todo corazón. La noche de mi ataque, cuando subí y llamé a la puerta, hallábase él tan irritado con mi pesadez que en un tris estuvo que saliera y nos pegáramos en la escalera. Cuando me sintieron caer asustáronse mucho. Uno y otro pensaron que yo me moría aquella noche, y les acometió remordimiento de conciencia y estuvieron muy intranquilos hasta el día siguiente. Dios había querido que yo viviese; mas a ellos toda la ojeriza que me tenían se les disipó al verme como me veían. Camila y él hablaron de perdonarme. Ambos lo propusieron y simultáneamente se felicitaban de este cristiano pensamiento. «Nos ha dañado en nuestra opinión, pero bien caro lo paga —había dicho Camila con inocencia de niña de escuela—. No seamos más papistas que el Papa, ni más justicieros que la justicia de Dios. ¿No estamos bien tranquilos en nuestra conciencia? ¿No sabemos tú y yo, como este es día, que ni él pudo conquistarme, ni había tales carneros, ni Cristo que lo fundó...? Pues si hay algún necio que crea otra cosa, déjalo y con su pan se lo coma». Corolario de estas generosas palabras, las más juiciosas, las más cristianas y quizás las más elocuentes en su sencillez que yo había oído en mi vida, fue la idea de asistirme en mi enfermedad y de socorrerme en mi pobreza. Me impresionó tanto, tanto lo que aquel bruto me dijo con su lenguaje sin retóricas y su lealtad sin estudio, que le di un fuerte abrazo y le besé como a un niño. Lo mismo habría hecho con su mujer, sin reparo ni malicia alguna. Sí, eran mis hijos; serían mis herederos, si algo podía salvar de entre los escombros de mi fortuna.

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