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Lo Prohibido: II

Lo Prohibido
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Lo Prohibido
    1. Capítulo I
    2. I
    3. II
    4. III
    5. IV
    6. V
    7. VI
    8. Capítulo II
    9. I
    10. II
    11. III
    12. Capítulo III
    13. I
    14. II
    15. Capítulo IV
    16. I
    17. II
    18. III
    19. IV
    20. V
    21. Capítulo V
    22. I
    23. II
    24. Capítulo VI
    25. I
    26. II
    27. Capítulo VII
  4. Capítulo VIII —
    1. Capítulo IX
    2. I
    3. II
    4. III
    5. Capítulo X
    6. Capítulo XI
    7. I
    8. II
    9. III
    10. IV
    11. V
    12. VI
    13. VII
    14. Capítulo XII
    15. I
    16. II
    17. III
    18. Capítulo XIII
    19. I
    20. II
    21. III
    22. IV
    23. Capítulo XIV
    24. I
    25. II
    26. Capítulo XV
    27. I
    28. II
    29. Capítulo XVI
    30. I
    31. II
    32. Capítulo XVII
    33. I
    34. II
    35. Capítulo XVIII
    36. I
    37. II
    38. III
    39. IV
    40. Capítulo XIX
    41. I
    42. II
    43. III
    44. IV
    45. Capítulo XX
    46. I
    47. II
    48. III
    49. Capítulo XXI
    50. I
    51. II
    52. III
    53. IV
    54. V
    55. VI
    56. Capítulo XXII
    57. I
    58. II
    59. III
    60. IV
    61. V
    62. VI
    63. VII
    64. Capítulo XXIII
    65. I
    66. II
    67. III
    68. IV
    69. V
    70. Capítulo XXIV
    71. I
    72. II
    73. III
    74. IV
    75. V
    76. VI
    77. VII
  5. Capítulo XXVNabucodonosor
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  6. Capítulo XXVIFinal
    1. I
    2. II
    3. III
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

II

De los amigos de fuera de casa, los más fieles y constantes y los que más quería yo eran Severiano Rodríguez y Jacinto María Villalonga, el primero andaluz neto, el segundo casado con una parienta mía, ambos excelentes muchachos, de buena posición, muy cariñosos conmigo. A Severiano Rodríguez le trataba yo desde la niñez; a Villalonga le conocí en Madrid. El primero era diputado ministerial y el segundo de oposición, lo cual no impedía que viviesen en armonía perfecta, y que en la confianza de los coloquios privados se riesen de las batallas del Congreso y de los antagonismos de partido. Representantes ambos de una misma provincia, habían celebrado un pacto muy ingenioso: cuando el uno estaba en la oposición el otro estaba en el poder, y alternando de este modo, aseguraban y perpetuaban de mancomún su influencia en los distritos. Su rivalidad política era sólo aparente, una fácil comedia para esclavizar y tener por suya la provincia, que, si se ha de decir la verdad, no salía mil librada de esta tutela, pues para conseguir carreteras, repartir bien los destinos y hacer que no se examinara la gestión municipal, no había otros más pillines. Ellos aseguraban que la provincia era feliz bajo su combinado feudalismo. Por supuesto, el pobrecito que cogían en medio, ya podía encomendarse a Dios... A mí me metieron más adelante en aquel fregado, y sin saber cómo hiciéronme también padre de la patria por otro distrito de la misma dichosa región. Para esto no tuve que ocuparme de nada, ni decir una palabra a mis desconocidos electores. Mis amigos lo arreglaron todo en Gobernación, y yo con decir sí o no en el Congreso, según lo que ellos me indicaban, cumplía.

Manolito Peña, diputado también, muy decidor e inquieto, fue uno de mis íntimos. Por la amistad que tenía con mi tío y por haberle tratado con motivo de un pequeño negocio, vino también a ser mi amigo el marqués de Fúcar, viejo que tenía el prurito de remozarse y reverdecerse más de lo que consentían sus años y su respetabilidad. Raro era el día que no almorzaban conmigo Severiano Rodríguez y mi primo Raimundo. Los domingos almorzaban los que he citado, y también Pepe Carrillo, el marido de Eloísa. Luego solíamos ir todos a los toros, donde yo tenía palco y Fúcar también. De otros amigos hablaré más adelante.

No quiero dejar de decir algo de mi excelso pariente, el tío Serafín, brigadier de marina retirado, que me visitaba con frecuencia. Era un solterón viejo que se pasaba la vida paseando. Todas las mañanas infaliblemente, lloviera o venteara, iba al relevo de la guardia de Palacio; después daba un vistazo a los mercados y se corría hacia la calle de Sevilla para arreglar su remontoir por la hora del reloj de Ganter; daba dos o tres vueltas a la Puerta del Sol, iba a almorzar a su casa, tomaba café en el Suizo nuevo, y por la tarde, después de andar un poco a pie inspeccionando las obras de las casas en construcción, hacía en cualquier tranvía un recorrido de diez o doce kilómetros, de pie en la plataforma delantera. Por las noches iba al Círculo de la Juventud, del cual era socio, y después se le veía invariablemente en la primera o segunda pieza de Eslava.

Pocos hombres existen de presencia más noble que mi tío Serafín, de un aspecto más venerable y al mismo tiempo más simpático. Conserva admirablemente la urbanidad atildada de la generación anterior, y tiene cierto empeño en inculcar los preceptos de ella a los jóvenes con quienes trata. Es enemigo declarado de la grosería y de las malas formas. Es muy pulcro, pero un poco anticuado en el vestir. La moda no ha tenido influjo en él para hacerle abandonar un inmenso y pesado carrik que le acompaña desde Noviembre a Mayo, ni la bufanda espesa que le da dos vueltas al cuello, sirviendo de base a aquella hermosísima cabeza de Cristóbal Colón, siempre echada atrás, cual si el hábito de mirar al cielo, para tomar alturas con el sextante, le hubiera deformado el pescuezo.

Las visitas de mi tío fueron al principio muy gratas. Tenía unos modos tan afables, respiraba todo él tanta nobleza y caballerosidad, que habría deseado tenerle siempre en mi casa. Pero cuando empecé a advertir el pícaro defecto de aquel excelente hombre, ya me daba tristeza verle entrar. Su hermano Rafael me había dado noticias de aquella maña feísima de sustraer disimuladamente los objetos que le gustaban y guardárselos en los bolsillos del carrik. Creo que él mismo no se daba cuenta de lo que hacía; que sus hurtos eran un fenómeno neuropático, un acto irresponsable, independiente de toda idea moral. En la época en que le daba por visitarme, cada día echaba yo de menos algo, bien un libro, bien un pequeño bronce, un cenicero, arandela o cualquier otra fruslería. Por nada del mundo le hubiera yo dado a entender que conocía al ladrón. Lo que hacía era vigilarle y estar muy atento a sus manos, pues él, cuando se sentía observado, no hacía de las suyas. ¡Pobre don Serafín Bueno de Guzmán! ¡Que así se envileciera un hombre que había realizado actos de heroísmo en la vida militar, y en la privada otros no menos dignos de alabanza; un hombre que tenía ideas tan puras y hermosas sobre la justicia, sobre el derecho, y que había sabido darlas a conocer con algo más que con palabras! Otras chifladuras de mi tío no me maravillaban por ser propias de solterones viejos. El que en edad madura había sido un galanteador de alto vuelo, en la vejez perseguía a las criadas bonitas, o que a él le parecían tales, pues debemos creer que las aberraciones del gusto andarían a la par con la afición senil. Sus paseos matinales y crepusculares eran una cacería activa, febril, casi siempre infructuosa. Decía Raimundo que cuando se lo encontraba en la calle al anochecer, camino de su casa, tarareando entre dientes y con las manos a la espalda, era señal de que la jornada había sido mala y de que el incansable ojeador no había descubierto ninguna de aquellas reses bravas que perseguía.

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