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Doña Perfecta: Capítulo 5. ¿Habrá desavenencia?

Doña Perfecta
Capítulo 5. ¿Habrá desavenencia?
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Notes

table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Doña Perfecta
  4. Capítulo 1. ¡Villahorrenda...!, ¡cinco minutos...!
  5. Capítulo 2. Un viaje por el corazón de España
  6. Capítulo 3. Pepe Rey
  7. Capítulo 4. La llegada del primo
  8. Capítulo 5. ¿Habrá desavenencia?
  9. Capítulo 6. Donde se ve que puede surgir la desavenencia cuando menos se espera
  10. Capítulo 7. La desavenencia crece
  11. Capítulo 8 A toda prisa
  12. Capítulo 9. La desavenencia sigue creciendo y amenaza convertirse en discordia
  13. Capítulo 10. La existencia de la discordia es evidente
  14. Capítulo 11. La discordia crece
  15. Capítulo 12. Aquí fue Troya
  16. Capítulo 13. Un casus belli
  17. Capítulo 14. La discordia sigue creciendo
  18. Capítulo 15. Sigue creciendo, hasta que se declara la guerra.
  19. Capítulo 16. Noche
  20. Capítulo 17. Luz a oscuras
  21. Capítulo 18. Tropa
  22. Capítulo 19. Combate terrible.— Estrategia.
  23. Capítulo 20. Rumores.— Temores.
  24. Capítulo 21. Desperta ferro
  25. Capítulo 22. ¡Desperta!
  26. Capítulo 23. Misterio
  27. Capítulo 24. La confesión
  28. Capítulo 25. Sucesos imprevistos.— Pasajero desconcierto.
  29. Capítulo 26. María Remedios
  30. Capítulo 27. El tormento de un canónigo
  31. Capítulo 28. De Pepe Rey a D. Juan Rey
  32. Capítulo 29. De Pepe Rey a Rosarito Polentinos
  33. Capítulo 30. El ojeo
  34. Capítulo 31. Doña Perfecta
  35. Capítulo 32. De D. Cayetano Polentinos a un su amigo de Madrid
  36. Capítulo 33
  37. Autor
  38. Otros textos
  39. CoverPage

Capítulo 5. ¿Habrá desavenencia?

Poco después, Pepe se presentaba en el comedor.

—Si almuerzas fuerte —le dijo doña Perfecta con cariñoso acento— se te va a quitar la gana de comer. Aquí comemos a la una. Las modas del campo no te gustarán.

—Me encantan, señora tía.

—Pues di lo que prefieres: ¿almorzar fuerte ahora o tomar una cosita ligera para que resistas hasta la hora de comer?

—Escojo la cosa ligera para tener el gusto de comer con ustedes; y si en Villahorrenda hubiera encontrado algún alimento, nada tomaría a esta hora.

—Por supuesto, no necesito decirte que nos trates con toda franqueza. Aquí puedes mandar como si estuvieras en tu casa.

—Gracias, tía.

—¡Pero cómo te pareces a tu padre! —añadió la señora, contemplando con verdadero arrobamiento al joven mientras este comía—. Me parece que estoy mirando a mi querido hermano Juan. Se sentaba como te sientas tú, y comía lo mismo que tú. En el modo de mirar sobre todo sois como dos gotas de agua.

Pepe la emprendió con el frugal desayuno. Las expresiones así como la actitud y las miradas de su tía y prima le infundían tal confianza, que se creía ya en su propia casa.

—¿Sabes lo que me decía Rosario esta mañana? —indicó doña Perfecta, fija la vista en su sobrino—. Pues me decía que tú, como hombre hecho a las pompas y etiquetas de la corte y a las modas del extranjero, no podrás soportar esta sencillez un poco rústica en que vivimos y esta falta de buen tono, pues aquí todo es a la pata la llana.

—¡Qué error! —repuso Pepe, mirando a su prima—. Nadie aborrece más que yo las falsedades y comedias de lo que llaman alta sociedad. Crean ustedes que hace tiempo deseo darme, como decía no sé quién, un baño de cuerpo entero en la naturaleza; vivir lejos del bullicio, en la soledad y sosiego del campo. Anhelo la tranquilidad de una vida sin luchas, sin afanes, ni envidioso ni envidiado, como dijo el poeta. Durante mucho tiempo mis estudios primero y mis trabajos después me han impedido el descanso que necesito y que reclaman mi espíritu y mi cuerpo; pero desde que entré en esta casa, querida tía, querida prima, me he sentido rodeado de la atmósfera de paz que deseo. No hay que hablarme, pues, de sociedades altas ni bajas, ni de mundos grandes ni chicos, porque de buen grado los cambio todos por este rincón.

Esto decía cuando los cristales de la puerta que comunicaba el comedor con la huerta se oscurecieron por la superposición de una larga opacidad negra. Los vidrios de unos espejuelos despidieron, heridos por la luz del sol, fugitivo rayo; rechinó el picaporte, abriose la puerta y el señor Penitenciario penetró con gravedad en la estancia. Saludó y se inclinó, quitándose la canaleja hasta tocar con el ala de ella al suelo.

—Es el señor Penitenciario de esta Santa Catedral —dijo Doña Perfecta—, persona a quien estimamos mucho y de quien espero serás amigo. Siéntese usted, Sr. D. Inocencio.

Pepe estrechó la mano del venerable canónigo y ambos se sentaron.

—Pepe, si acostumbras fumar después de comer no dejes de hacerlo —manifestó benévolamente doña Perfecta—, ni el señor Penitenciario tampoco.

A la sazón el buen D. Inocencio sacaba de debajo de la sotana una gran petaca de cuero, marcado con irrecusables señales de antiquísimo uso, y la abrió desenvainando de ella dos largos pitillos, uno de los cuales ofreció a nuestro amigo. De un cartoncejo que irónicamente llaman los españoles wagon, sacó Rosario un fósforo, y bien pronto ingeniero y canónigo echaban su humo el uno sobre el otro.

—¿Y qué le parece al Sr. D. José nuestra querida ciudad de Orbajosa? —preguntó el canónigo, cerrando fuertemente el ojo izquierdo, según su costumbre mientras fumaba.

—Todavía no he podido formar idea de este pueblo —dijo Pepe—. Por lo poco que he visto, me parece que no le vendrían mal a Orbajosa media docena de grandes capitales dispuestos a emplearse aquí, un par de cabezas inteligentes que dirigieran la renovación de este país, y algunos miles de manos activas. Desde la entrada del pueblo hasta la puerta de esta casa he visto más de cien mendigos. La mayor parte son hombres sanos y aun robustos. Es un ejército lastimoso cuya vista oprime el corazón.

—Para eso está la caridad —afirmó D. Inocencio—. Por lo demás, Orbajosa no es un pueblo miserable. Ya sabe Vd. que aquí se producen los primeros ajos de toda España. Pasan de veinte las familias ricas que viven entre nosotros.

—Verdad es —indicó doña Perfecta— que los últimos años han sido detestables a causa de la seca; pero aun así las paneras no están vacías, y se han llevado últimamente al mercado muchos miles de ristras de ajos.

—En tantos años que llevo de residencia en Orbajosa —dijo el clérigo, frunciendo el ceño— he visto llegar aquí innumerables personajes de la Corte, traídos unos por la gresca electoral, otros por visitar algún abandonado terruño o ver las antigüedades de la catedral, y todos entran hablándonos de arados ingleses, de trilladoras mecánicas, de saltos de aguas de bancos y qué sé yo cuántas majaderías. El estribillo es que esto es muy malo y que podía ser mejor. Váyanse con mil demonios; que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten, y mucho mejor sin oír ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandezas y maravillas de otras partes. Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, ¿no es verdad, señor D. José? Por supuesto, no se crea ni remotamente que lo digo por Vd. De ninguna manera. Pues no faltaba más. Ya sé que tenemos delante a uno de los jóvenes más eminentes de la España moderna, a un hombre que sería capaz de transformar en riquísimas comarcas nuestras áridas estepas… Ni me incomoda porque usted me cante la vieja canción de los arados ingleses y la arboricultura y la selvicultura… Nada de eso; a hombres de tanto, de tantísimo talento, se les puede dispensar el desprecio que muestran hacia nuestra humildad. Nada, amigo mío, nada, señor D. José, está Vd. autorizado para todo, para todo, incluso para decirnos que somos poco menos que cafres.

Esta filípica, terminada con marcado tono de ironía, y harto impertinente toda ella, no agradó al joven; pero se abstuvo de manifestar el más ligero disgusto y siguió la conversación, procurando en lo posible huir de los puntos en que el susceptible patriotismo del señor canónigo hallase fácil motivo de discordia. Este se levantó en el momento en que la señora hablaba con su sobrino de asuntos de familia y dio algunos pasos por la estancia.

Era esta, vasta y clara, cubierta de antiguo papel, cuyas flores y ramos, aunque descoloridos, conservaban su primitivo dibujo, gracias al aseo que reinaba en todas y cada una de las partes de la vivienda. El reloj, de cuya caja colgaban al descubierto, al parecer, las inmóviles pesas y el voluble péndulo, diciendo perpetuamente que no, ocupaba con su abigarrado horario el lugar preeminente entre los sólidos muebles del comedor, completando el ornato de las paredes una serie de láminas francesas que representaban las hazañas del conquistador de Méjico, con prolijas explicaciones al pie, en las cuales se hablaba de un Ferdinand Cortez y de una Donna Marine tan inverosímiles como las figuras dibujadas por el ignorante artista. Entre las dos puertas vidrieras que comunicaban con la huerta, había un aparato de latón, que no es preciso describir desde que se diga que servía de sustentáculo a un loro, el cual se mantenía allí con la seriedad y circunspección propias de estos animalejos, observándolo todo. La fisonomía irónica y dura de los loros, su casaca verde, su gorrete encarnado, sus botas amarillas y por último las roncas palabras burlescas que suelen pronunciar, les dan un aspecto extraño y repulsivo entre serio y ridículo. Tienen no sé qué rígido empaque de diplomáticos. A veces parecen bufones, y siempre se asemejan a ciertos finchados sujetos que por querer parecer muy superiores, tiran a la caricatura.

Era el Penitenciario muy amigo del loro. Cuando dejó a la señora y a Rosario en coloquio con el viajero, llegose a él, y dejándose morder con la mayor complacencia el dedo índice, le dijo:

—Tunante, bribón, ¿por qué no hablas? Poco valdrías si no fueras charlatán. De charlatanes está lleno el mundo de los hombres y el de los pájaros.

Luego cogió con su propia venerable mano algunos garbanzos del cercano cazuelillo y se los dio a comer. El animal empezó a llamar a la criada pidiéndole chocolate, y sus palabras distrajeron a las dos damas y al caballero de una conversación que no debía de ser muy importante.

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Capítulo 6. Donde se ve que puede surgir la desavenencia cuando menos se espera
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