CapĂtulo 8 A toda prisa
Poco despuĂ©s la escena habĂa cambiado. Don Cayetano, encontrando descanso a sus sublimes tareas en un dulce sueño que de Ă©l se amparĂł, dormĂa blandamente en un sillĂłn del comedor. Doña Perfecta andaba por la casa tras sus quehaceres. Rosarito, sentándose junto a una de las vidrieras que a la huerta se abrĂan, mirĂł a su primo, diciĂ©ndole con la muda oratoria de los ojos:
—Primo, siĂ©ntate aquĂ junto a mĂ, y dime todo eso que tienes que decirme.
Pepe Rey, aunque matemático, lo comprendió.
—Querida prima —dijo Pepe—, ¡cuánto te habrás aburrido hoy con nuestras disputas! Bien sabe Dios que por mi gusto no habrĂa pedanteado como viste; pero el señor canĂłnigo tiene la culpa… ÂżSabes que me parece singular ese señor sacerdote?…
—¡Es una persona excelente! —repuso Rosarito, demostrando el gozo que sentĂa por verse en disposiciĂłn de dar a su primo todos los datos y noticias que necesitase.
—¡Oh!, sĂ, una excelente persona. ¡Bien se conoce!
—Cuando le sigas tratando, conocerás…
—Que no tiene precio. En fin, basta que sea amigo de tu mamá y tuyo para que tambiĂ©n lo sea mĂo —afirmĂł el joven—. ÂżY viene mucho acá?
—Toditos los dĂas. Nos acompaña mucho —repuso Rosarito con ingenuidad—. ¡QuĂ© bueno y quĂ© amable es! ¡Y cĂłmo me quiere!
—Vamos, ya me va gustando ese señor.
—Viene también por las noches a jugar al tresillo —añadió la joven—, porque a prima noche se reúnen aquà algunas personas, el juez de primera instancia, el promotor fiscal, el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador de contribuciones, el sobrino de D. Inocencio…
—¡Ah! Jacintito, el abogado.
—Ese. Es un pobre muchacho más bueno que el pan. Su tĂo le adora. Desde que vino de la Universidad, con su borla de doctor… porque es doctor de un par de facultades, y sacĂł nota de sobresaliente… ÂżquĂ© crees tĂş?, ¡vaya!… pues desde que vino, su tĂo le trae aquĂ con mucha frecuencia. Mamá tambiĂ©n le quiere mucho… Es un muchacho muy formalito. Se retira temprano con su tĂo; no va nunca al Casino por las noches, no juega ni derrocha, y trabaja en el bufete de D. Lorenzo Ruiz, que es el primer abogado de Orbajosa. Dicen que Jacinto será un gran defendedor de pleitos.
—Su tĂo no exageraba al elogiarle —dijo Pepe—. Siento mucho haber dicho aquellas tonterĂas sobre los abogados… Querida prima, Âżno es verdad que estuve inconveniente?
—Calla, si a mà me parece que tienes mucha razón.
—¿Pero de veras, no estuve un poco… ?
—Nada, nada.
—¡Qué peso me quitas de encima! La verdad es que me encontré, sin saber cómo, en una contradicción constante y penosa con ese venerable sacerdote. Lo siento mucho.
—Lo que yo creo —dijo Rosarito, clavando en él sus ojos llenos de expresión cariñosa— es que tú no eres para nosotros.
—¿Qué significa eso?
—No sé si me explico bien, primo. Quiero decir, que no es fácil te acostumbres a la conversación ni a las ideas de la gente de Orbajosa. Se me figura… es una suposición.
—¡Oh!, no: yo creo que te equivocas.
—Tú vienes de otra parte, de otro mundo, donde las personas son muy listas, muy sabias, y tienen unas maneras finas y un modo de hablar ingenioso, y una figura… Puede ser que no me explique bien. Quiero decir que estás habituado a vivir entre una sociedad escogida; sabes mucho… Aquà no hay lo que tú necesitas; aquà no hay gente sabia, ni grandes finuras. Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho y al fin tendrás que marcharte.
La tristeza que era normal en el semblante de Rosarito se mostrĂł con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey sintiĂł una emociĂłn profunda.
—Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquĂ la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquĂ. Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.
—Vamos a suponerlo…
—En ese caso tengo la firme convicciĂłn de que entre tĂş y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá una armonĂa perfecta. Sobre esto no puedo engañarme. El corazĂłn me dice que no me engaño.
Rosarito se ruborizĂł; pero esforzándose en hacer huir su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquĂ y allĂ, dijo:
—No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo he de encontrar siempre bien todo lo que piensas, tienes razón.
—Rosario —exclamĂł el joven—. Desde que te vi, mi alma se sintiĂł llena de una alegrĂa muy viva… he sentido al mismo tiempo un pesar, el pesar de no haber venido antes a Orbajosa.
—Eso sà que no lo he de creer —dijo ella, afectando jovialidad para encubrir medianamente su emoción—. ¿Tan pronto?… No vengas ahora con palabrotas… Mira, Pepe, yo soy una lugareña, yo no sé hablar más que cosas vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia; yo apenas sé tocar el piano; yo…
—¡Oh, Rosario! —exclamó con ardor el joven—. Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.
EntrĂł de sĂşbito la madre. Rosarito que nada tenĂa que contestar a las Ăşltimas palabras de su primo, conociĂł, sin embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre, hablĂł asĂ:
—¡Ah!, se me habĂa olvidado poner la comida al loro.
—No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ah� Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.
La señora se sonreĂa con bondad maternal, señalando a su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales aparecĂa.
—Vamos allá —dijo Pepe levantándose.
Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia la vidriera.
—Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles —afirmó doña Perfecta— te enseñará cómo se hacen los injertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van a trasplantar.
—Ven, ven —dijo Rosarito desde fuera.
Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron entre el follaje. Doña Perfecta les vio alejarse, y después se ocupó del loro. Mientras le renovaba la comida, dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:
—¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una caricia al pobre animalito.
Luego en voz alta añadiĂł, creyendo en la posibilidad de ser oĂda por su cuñado:
—Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?… ¡Cayetano!
Sordo gruñido indicĂł que el anticuario volvĂa al conocimiento de este miserable mundo.
—Cayetano…
—Eso es… eso es… —murmuró con torpe voz el sabio— este caballerito sostendrá como todos la opinión errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré…
—Pero Cayetano…
—Pero Perfecta… ¡Bah! ¿También ahora sostendrás que he dormido?
—No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal disparate!… ¿Pero no me dices qué te parece ese joven?
D. Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca para bostezar más a gusto, y después entabló una larga conversación con la señora.
Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia, pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosarito en la huerta aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención.
En la tarde del siguiente dĂa ocurrieron sĂ cosas que no deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad. Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada de la tarde, despuĂ©s de haber discurrido por distintos parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma ni sentidos más que para verse y oĂrse.
—Pepe —decĂa Rosario—, todo lo que me has dicho es una fantasĂa, una cantinela, de esas que tan bien sabĂ©is hacer los hombres de chispa. TĂş piensas que como soy lugareña creo cuanto me dicen.
—Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrĂas que jamás digo sino lo que siento. Pero dejĂ©monos de sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen sino a falsear los sentimientos. Yo no hablarĂ© contigo más lenguaje que el de la verdad. ÂżEres acaso una señorita a quien he conocido en el paseo o en la tertulia y con la cual pienso pasar un rato divertido? No. Eres mi prima. Eres algo más… Rosario, pongamos de una vez las cosas en su verdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venido aquĂ a casarme contigo.
Rosario sintiĂł que su rostro se abrasaba y que el corazĂłn no le cabĂa en el pecho.
—Mira, querida prima —añadiĂł el joven— te juro que si no me hubieras gustado, ya estarĂa lejos de aquĂ. Aunque la cortesĂa y la delicadeza me habrĂan obligado a hacer esfuerzos, no me hubiera sido fácil disimular mi desengaño. Yo soy asĂ.
—Primo, casi acabas de llegar —dijo lacĂłnicamente Rosarito, esforzándose en reĂr.
—Acabo de llegar y ya sĂ© todo lo que tenĂa que saber; sĂ© que te quiero, que eres la mujer que desde hace tiempo me está anunciando el corazĂłn, diciĂ©ndome noche y dĂa… «ya viene, ya está cerca; que te quemas».
Esta frase sirviĂł de pretexto a Rosario para soltar la risa que en sus labios retozaba. Su espĂritu se desvanecĂa alborozado en una atmĂłsfera de jĂşbilo.
—Tú te empeñas en que no vales nada —continuó Pepe— y eres una maravilla. Tienes la cualidad admirable de estar a todas horas proyectando sobre cuanto te rodea la divina luz de tu alma. Desde que se te ve, desde que se te mira, los nobles sentimientos y la pureza de tu corazón se manifiestan. Viéndote se ve una vida celeste que por descuido de Dios está en la tierra; eres un ángel y yo te adoro como un tonto.
Al decir esto parecĂa haber desempeñado una grave misiĂłn. Rosarito viose de sĂşbito dominada por tan viva sensibilidad, que la escasa energĂa de su cuerpo no pudo corresponder a la excitaciĂłn de su espĂritu, y desfalleciendo, dejose caer sobre una piedra que hacĂa las veces de asiento en aquellos amenos lugares. Pepe se inclinĂł hacia ella. NotĂł que cerraba los ojos, apoyando la frente en la palma de la mano. Poco despuĂ©s la hija de doña Perfecta Polentinos, dirigĂa a su primo, entre dulces lágrimas, una mirada tierna, seguida de estas palabras:
—Te quiero desde antes de conocerte.
Apoyadas sus manos en las del joven, se levantĂł y sus cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un paseo de adelfas. CaĂa la tarde y una dulce sombra se extendĂa por la parte baja de la huerta, mientras el Ăşltimo rayo del sol poniente coronaba de resplandores las cimas de los árboles. La ruidosa repĂşblica de pajarillos armaba espantosa algarabĂa en las ramas superiores. Era la hora en que despuĂ©s de corretear por la alegre inmensidad de los cielos, iban todos a acostarse, y se disputaban unos a otros la rama que escogĂan por alcoba. Su charla parecĂa a veces recriminaciĂłn y disputa, a veces burla y gracejo. Con su parlero trinar se decĂan aquellos tunantes las mayores insolencias, dándose de picotazos y agitando las alas, asĂ como los oradores agitan los brazos cuando quieren hacer creer las mentiras que pronuncian. Pero tambiĂ©n sonaban por allĂ palabras de amor; que a ello convidaban la apacible hora y el hermoso lugar. Un oĂdo experto hubiera podido distinguir las siguientes:
—Desde antes de conocerte te querĂa, y si no hubieras venido me habrĂa muerto de pena. Mamá me daba a leer las cartas de tu padre, y como en ellas hacĂa tantas alabanzas de ti, yo decĂa: «este debiera ser mi marido». Durante mucho tiempo, tu padre no hablĂł de que tĂş y yo nos casáramos, lo cual me parecĂa un descuido muy grande. Yo no sabĂa quĂ© pensar de semejante negligencia… Mi tĂo Cayetano, siempre que te nombraba decĂa: «Como ese hay pocos en el mundo. La mujer que le pesque, ya se puede tener por dichosa… ». Por fin tu papá dijo lo que no podĂa menos de decir… SĂ, no podĂa menos de decirlo: yo lo esperaba todos los dĂas…
Poco después de estas palabras, la misma voz añadió con zozobra:
—Alguien viene tras de nosotros.
Saliendo de entre las adelfas, Pepe vio a dos personas que se acercaban, y tocando las hojas de un tierno arbolito que allĂ cerca habĂa, dijo en alta voz a su compañera:
—No es conveniente aplicar la primera poda a los árboles jĂłvenes como este, hasta su completo arraigo. Los árboles reciĂ©n plantados no tienen vigor para soportar dicha operaciĂłn. TĂş bien sabes que las raĂces no pueden formarse sino por el influjo de las hojas, asĂ es que si le quitas las hojas…
—¡Ah! Sr. D. José —exclamó el Penitenciario con franca risa, acercándose a los dos jóvenes y haciéndoles una reverencia—. ¿Está Vd. dando lecciones de horticultura? Insere nunc Melibœe piros, pone ordine vites, que dijo el gran cantor de los trabajos del campo. Injerta los perales, caro Melibeo, arregla las parras… ¿Con que cómo estamos de salud, Sr. don José?
El ingeniero y el canĂłnigo se dieron las manos. Luego este volviose y señalando a un jovenzuelo que tras Ă©l venĂa, dijo sonriendo:
—Tengo el gusto de presentar a Vd. a mi querido Jacintillo… una buena pieza… un tarambana, señor don José.