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Doña Perfecta: Capítulo 30. El ojeo

Doña Perfecta
Capítulo 30. El ojeo
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Doña Perfecta
  4. Capítulo 1. ¡Villahorrenda...!, ¡cinco minutos...!
  5. Capítulo 2. Un viaje por el corazón de España
  6. Capítulo 3. Pepe Rey
  7. Capítulo 4. La llegada del primo
  8. Capítulo 5. ¿Habrá desavenencia?
  9. Capítulo 6. Donde se ve que puede surgir la desavenencia cuando menos se espera
  10. Capítulo 7. La desavenencia crece
  11. Capítulo 8 A toda prisa
  12. Capítulo 9. La desavenencia sigue creciendo y amenaza convertirse en discordia
  13. Capítulo 10. La existencia de la discordia es evidente
  14. Capítulo 11. La discordia crece
  15. Capítulo 12. Aquí fue Troya
  16. Capítulo 13. Un casus belli
  17. Capítulo 14. La discordia sigue creciendo
  18. Capítulo 15. Sigue creciendo, hasta que se declara la guerra.
  19. Capítulo 16. Noche
  20. Capítulo 17. Luz a oscuras
  21. Capítulo 18. Tropa
  22. Capítulo 19. Combate terrible.— Estrategia.
  23. Capítulo 20. Rumores.— Temores.
  24. Capítulo 21. Desperta ferro
  25. Capítulo 22. ¡Desperta!
  26. Capítulo 23. Misterio
  27. Capítulo 24. La confesión
  28. Capítulo 25. Sucesos imprevistos.— Pasajero desconcierto.
  29. Capítulo 26. María Remedios
  30. Capítulo 27. El tormento de un canónigo
  31. Capítulo 28. De Pepe Rey a D. Juan Rey
  32. Capítulo 29. De Pepe Rey a Rosarito Polentinos
  33. Capítulo 30. El ojeo
  34. Capítulo 31. Doña Perfecta
  35. Capítulo 32. De D. Cayetano Polentinos a un su amigo de Madrid
  36. Capítulo 33
  37. Autor
  38. Otros textos
  39. CoverPage

Capítulo 30. El ojeo

Una mujer y un hombre penetraron después de las diez en la posada de la viuda de Cuzco, y salieron de ella dadas las once y media.

—Ahora, señora doña María —dijo el hombre—, la llevaré a usted a su casa, porque tengo que hacer.

—Aguarde V., Sr. Ramos, por amor de Dios —repuso ella—. ¿Por qué no nos llegamos al Casino a ver si sale? Ya ha oído Vd… Esta tarde estuvo hablando con él Estebanillo, el chico de la huerta.

—¿Pero Vd. busca a D. José? —preguntó el Centauro de muy mal humor—. ¿Qué nos importa? El noviazgo con doña Rosarito paró donde debía parar, y ahora no hay más remedio sino que la señora tiene que casarlos. Esa es mi opinión.

—Usted es un animal —dijo Remedios con enfado.

—Señora, yo me voy.

—Pues qué, hombre grosero, ¿me va Vd. a dejar sola en medio de la calle?

—Si Vd. no se va pronto a su casa, sí señora.

—Eso es… me deja Vd. sola, expuesta a ser insultada… Oiga Vd., Sr. Ramos. D. José saldrá ahora del Casino, como de costumbre. Quiero saber si entra en su casa o sigue adelante. Es un capricho, nada más que un capricho.

—Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van a dar las doce.

—Silencio —dijo Remedios—, ocultémonos detrás de la esquina… Un hombre viene por la calle de la Tripería alta. Es él.

—Don José… Le conozco en el modo de andar.

Se ocultaron y el hombre pasó.

—Sigámosle —dijo María Remedios con zozobra—. Sigámosle a corta distancia, Ramos.

—Señora…

—Nada más sino hasta ver si entra en su casa.

—Un minutillo nada más, doña Remedios. Después me marcharé.

Anduvieron como treinta pasos, a regular distancia del hombre que observaban. La sobrina del Penitenciario se detuvo al fin, y pronunció estas palabras.

—No entra en su casa.

—Irá a casa del brigadier.

—El brigadier vive hacia arriba, y D. Pepe va hacia abajo, hacia la casa de la señora.

—¡De la señora! —exclamó Caballuco andando a prisa.

Pero se engañaban; el espiado pasó por delante de la casa de Polentinos, y siguió adelante.

—¿Ve Vd. cómo no?

—Sr. Ramos, sigámosle —dijo Remedios oprimiendo convulsamente la mano del Centauro—. Tengo una corazonada.

—Pronto hemos de saberlo, porque el pueblo se acaba.

—No vayamos tan a prisa… puede vernos… Lo que yo pensé, Sr. Ramos; va a entrar por la puerta condenada de la huerta.

—¡Señora, Vd. se ha vuelto loca!

—Adelante, y lo veremos.

La noche era oscura y no pudieron los observadores precisar dónde había entrado el señor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mohosas que oyeron, y la circunstancia de no encontrar al joven en todo lo largo de la tapia, les convencieron de que se había metido dentro de la huerta. Caballuco miró a su interlocutora con estupor. Parecía lelo.

—¿En qué piensa Vd… ? ¿Todavía duda Vd.?

—¿Qué debo hacer? —preguntó el bravo lleno de confusión—. ¿Le daremos un susto?… No sé lo que pensará la señora. Dígolo porque esta noche estuve a verla, y me pareció que la madre y la hija se reconciliaban.

—No sea Vd. bruto… ¿Por qué no entra Vd.?

—Ahora me acuerdo de que los mozos armados ya no están ahí, porque yo les mandé salir esta noche.

—Y aún duda este marmolejo lo que ha de hacer. Ramos, no sea Vd. cobarde y entre en la huerta.

—¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?

—Salte Vd. por encima de la tapia… ¡Qué pelmazo! Si yo fuera hombre…

—Pues arriba… Aquí hay unos ladrillos gastados por donde suben los chicos a robar fruta.

—Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puerta principal para que despierte la señora, si es que duerme.

El Centauro subió, no sin dificultad. Montó a caballo breve instante sobre el muro, y después desapareció entre la negra espesura de los árboles. María Remedios corrió desalada hacia la calle del Condestable, y cogiendo el aldabón de la puerta principal, llamó… llamó con toda el alma y la vida tres veces.

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