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La Batalla de los Arapiles: XX

La Batalla de los Arapiles
XX
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. XLII
  45. XLIII
  46. Autor
  47. Otros textos
  48. CoverPage

XX

—¡Un hombre, un ladrón! —gritó Santorcaz.

—El ladrón eres tú —afirmé adelantando con resolución.

—¡Oh! Te conozco, te conozco... —exclamó el anciano levantándose no sin trabajo de su asiento y arrojando a un lado almohadas y cojines.

Inés al verme lanzó un grito agudísimo, y abrazando a su padre:

—No le hagas daño —dijo— se marchará.

—Necio —gritó él—. ¿Qué buscas aquí? ¿Cómo has entrado?

—¿Qué busco? ¿Me lo preguntas, malvado? —exclamé poniendo todo mi rencor en mis palabras—. Vengo a quitarte lo que no es tuyo. No temas por tu miserable vida, porque no me ensañaré en ese infeliz cuerpo a quien Dios ha dado el merecido infierno con anticipación; pero no me provoques, ni detengas un momento más lo que no te pertenece, reptil, porque te aplasto.

Al mirarme, los ojos de Santorcaz envenenaban y quemaban. ¡Tanta ponzoña y tanto fuego había en ellos!

—Te esperaba... —gritó—. Sirves a mis enemigos. Hijo del pueblo que comes las sobras de la mesa de los grandes, sabe que te desprecio. Enfermo e inválido estoy; mas no te temo. Tu vil condición y el embrutecimiento que da la servidumbre te impulsarán a descargar sobre mí la infame mano con que cargas la litera de los nobles. Desprecio tus palabras. Tu lengua, que adula a los poderosos e insulta a los débiles, sólo sirve para barrer el polvo de los palacios. Insúltame o mátame; pero mi adorada hija, mi hija que lleva en sus venas la sangre de un mártir del despotismo, no te seguirá fuera de aquí.

—Vamos —grité a Inés ordenándole imperiosamente que me siguiera, y despreciando aquel gárrulo estilo revolucionario que tan en boga estaba entonces entre afrancesados y masones—. Vamos fuera de aquí.

Inés no se movía. Parecía la estatua de la indecisión. Santorcaz, gozoso de su triunfo, exclamó:

—¡Lacayo, lacayo! Di a tus indignos amos que no sirves para el caso.

Al oír esto, una nube de sangre cubrió mis ojos; sentí llamas ardientes dentro de mi pecho, y abalancéme hacia aquel hombre. El rayo, al caer, debe de sentir lo que yo sentí. Alargó su brazo para coger una pistola que en la cercana mesa había, y al dirigirla contra mi pecho, Inés se interpuso tan violentamente, que si dispara, hubiérala muerto sin remedio.

—¡No le mates, padre! —gritó.

Aquel grito, el aspecto del anciano enfermo, que arrojó el arma lejos de sí, renunciando a defenderse, me sobrecogieron de tal modo, que quedé mudo, helado y sin movimiento.

—Dile que nos deje en paz —murmuró el enfermo abrazando a su hija—. Sé que conoces hace tiempo a ese desgraciado.

La muchacha ocultó en el pecho del padre su rostro lleno de lágrimas.

—Joven sin corazón —me dijo Santorcaz con voz trémula—. Márchate; no me inspiras ni odio ni afecto. Si mi hija quiere abandonarme y seguirte, llévatela.

Clavó en su hija los ojos ardientes, apretando con su mano huesosa, no menos dura y fuerte que una garra, el brazo de la infeliz joven:

—¿Quieres huir de mi lado y marcharte con ese mancebo? —añadió soltándola y empujándola suavemente lejos de sí.

Di algunos pasos hacia adelante para tomar la mano de Inés.

—Vamos —le dije—. Tu madre te espera. Estás libre, querida mía, y se acabaron para ti el encierro y los martirios de esta casa, que es un sepulcro habitado por un loco.

—No, no puedo salir —me dijo Inés corriendo al lado del anciano, que le echó los brazos al cuello y la besó con ternura.

—Bien, señora —dije con un despecho tal, que me sentí impulsado a no sé qué execrables violencias—. Saldré. Nunca más me verá usted; nunca más verá usted a su madre.

—Bien sabía yo que no eras capaz de la infamia de abandonarme —exclamó el anciano llorando de júbilo.

Inés me lanzó una mirada encendida y profunda, en la cual sus negras pupilas, al través de las lágrimas, dijéronme no sé qué misterios, manifestáronme no sé qué enigmáticos pensamientos que en la turbación de aquel instante no pude entender. Ella quiso sin duda decirme mucho; pero yo no comprendí nada. El despecho me ahogaba.

—Gabriel —dijo el anciano recobrando la serenidad—. Aquí no haces falta. Ya has oído que te marches. Supongo que habrás traído escala de cuerda; mas para que bajes más seguro, toma la llave que hay sobre esa mesa, abre la puerta que hay en el pasillo, y por la escalera que veas baja al patio. Te ruego que dejes la llave en la puerta.

Viendo mi indecisión y perplejidad, añadió con punzante y cruel ironía:

—Si puedo serte útil en Salamanca, dímelo con franqueza. ¿Necesitas algo? Parece que no has comido hoy, pobrecillo. Tu rostro indica vigilias, privaciones, trabajos, hambre... En la casa del hombre del estado llanono falta un pedazo de pan para los pobres que vienen a la puerta. ¿Sucede lo mismo en casa de los nobles?

Inés me miró con tanta compasión, que yo la sentí por ella, pues no se me ocultaba que padecía horriblemente.

—Gracias —respondí con sequedad—; no necesito nada. El pedazo de pan que he venido a buscar no ha caído en mi mano; pero volveré por él... Adiós.

Y tomando la llave, salí bruscamente de la estancia, de la escalera, del patio, de la horrible casa; pero padre, hija, estancia, patio y casa, todo lo llevaba dentro de mí.

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