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Los Cien Mil Hijos de San Luis: XXX

Los Cien Mil Hijos de San Luis
XXX
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  1. Portada
  2. Información
  3. Los Cien Mil Hijos de San Luis
  4. I
  5. II
  6. III
  7. IV
  8. V
  9. VI
  10. VII
  11. VIII
  12. IX
  13. X
  14. XI
  15. XII
  16. XIII
  17. XIV
  18. XV
  19. XVI
  20. XVII
  21. XVIII
  22. XIX
  23. XX
  24. XXI
  25. XXII
  26. XXIII
  27. XXIV
  28. XXV
  29. XXVI
  30. XXVII
  31. XXVIII
  32. XXIX
  33. XXX
  34. XXXI
  35. XXXII
  36. XXXIII
  37. XXXIV
  38. XXXV
  39. XXXVI
  40. Autor
  41. Otros textos
  42. CoverPage

XXX

Amanecía, y multitud de hombres de mal aspecto vagaban por la calle. Veíanse gitanos desarrapados, y muchos guapos de la Macarena y de Triana. Mi criada tuvo miedo; pero yo no. Repetidas veces nos vimos obligadas a variar de rumbo para evitar el encuentro de algunos grupos en que se oía el ronco estruendo de ¡vivan las caenas!, ¡muera la nación! Llegamos por fin al río. Ya el día había aclarado bastante, y desde la puerta de Triana vimos la chimenea del vapor que despedía humo.

— Si esos barcos de nueva invención humean al andar — dije —, el vapor se marcha ya.

Desde la puerta de Triana a la Torre del Oro se extendía un cordón de soldados de artillería. En la puerta de Jerez había cañones. Nada de esto me arredraba, porque mi exaltación me infundía grandes alientos, y hablando al oficial de artillería logré pasar hasta la orilla, donde algunas tablas sostenidas sobre pilotes servían de muelle. El vapor bufaba como animal impaciente que quiere romper sus ligaduras y huir. Multitud de personas se dirigían al embarcadero. Reconocí a Canga— Argüelles, a Calatrava, a Beltrán de Lis, a Salvato, a Galiano y a otros muchos que no eran diputados.

— Él se irá también — pensé —. Vendrá aquí de seguro... Pero no, no creo que se me pueda escapar.

Una idea grandiosa cruzó por mi mente, una de esas ideas napoleónicas que yo tengo en momentos de gravedad suma. Ocurriome embarcarme también en el vapor, si le veía partir. No tenía equipaje; ¿pero qué me importaba? Mariana se quedaría para llevarlo después.

Acerqueme a Calatrava, que se asombró mucho de verme.

— Quiero un puesto en el vapor — le dije.

—¿También usted se marcha...? ¿De modo que...? — Temo ser perseguida. Estoy muerta de miedo desde ayer. Me han amenazado con anónimos atroces.

—¿Ha preparado usted su equipaje? — He preparado lo más preciso: el viaje es corto. Mi criada se queda para arreglar lo que dejo aquí.

— También nosotros dejamos nuestros equipajes porque no caben en el vapor. Irán en aquella goleta.

—¿Me hace usted un sitio, sí o no? —¿Un sitio? Sí señora. Dejando el equipaje... El Gobierno ha fletado el buque.

Puede usted venir.

Esto se llama proceder pronto y con energía... Pero observé a todos los que llegaban, y no le vi. A cada instante creía verle aparecer.

— No puede tardar — dije, después que di mis órdenes a Mariana —. Ahora sí que es mío.

Mariana hacía objeciones muy juiciosas; pero yo a nada atendía. Estaba ciega, loca.

—¿Y si no se embarca? — me dijo mi criada —. Todavía no ha venido...

— Pero ha de venir... A ver si está por ahí el duque del Parque.

Miramos las dos en todos los grupos y no vimos al Duque.

—¿El señor duque del Parque no va a Cádiz? — pregunté a Salvato.

— El señor Duque no se ha atrevido a votar el destronamiento.

—¿Y qué? — Que los que no votaron no se creen en peligro y seguirán en Sevilla.

— De modo que Su Excelencia...

— No tengo noticia de que se embarque con nosotros.

— Venga usted — me dijo Calatrava alargándome la mano para llevarme a la cubierta del buque.

— Entre usted, amigo, entre usted, que aún tengo que decir algo a mi criada.

— Parece que vacila usted...

— En efecto... sí... no estoy decidida aún.

No, no podía entrar en aquel horrible bajel que iba a partir, silbando y espumarajeando, sin llevar al que turbaba mi vida. Yo les vi entrar uno tras otro, les conté; ni uno solo escapó a mi observación, y ¡él no estaba! ¡Siempre ausente, siempre lejos de mí, siempre en dirección diametralmente opuesta a la dirección de mis ideas y de mi apasionada voluntad! Esto era para enloquecer completamente, y digo completamente, porque yo estaba ya bastante loca. Mi desvarío insensato aumentaba como la fiebre galopante del enfermo solicitado por la muerte.

Se embarcaron ¡ay!, vi al horrendo vapor separarse del muelle, vi moverse las paletas de sus ruedas, machacando y rizando el agua, le oí silbar y mugir echando humo, hasta que emprendió su marcha majestuosa río abajo.

No yendo él, no podía causarme aflicción quedarme en tierra. Él estaba también en Sevilla.

— Ahora — dije —, ahora no es posible que le pierda otra vez. Si tengo actividad e ingenio, pronto saldré de esta angustiosa situación.

No quise detenerme como el vulgo que se extasiaba contemplando el humo del vapor que conducía hacia el postrer rincón de España el último resto del liberalismo. Como aquel humo en los aires, así se desvanecía en el tiempo la Constitución... Pero en mi mente no podían fijarse ni por un instante estas ideas.

Me era forzoso pensar en otras cosas y en la realidad de mi ya insoportable desdicha. ¿A dónde debía ir? En los primeros momentos después del embarque no pude determinarlo, y vagué breve rato por la ribera, hasta que me obligaron a huir los excesos de la salvaje muchedumbre, que se precipitó sobre los equipajes de los diputados, apoderándose de ellos y saqueándolos en presencia de la poca tropa que había quedado en el muelle.

Al mismo tiempo sentí el clamor de las campanas echadas a vuelo en señal de que Sevilla había dejado de pertenecer al Gobierno constitucional, y en cuerpo y alma pertenecía ya al absolutismo. ¡Cambio tan rápido como espantoso! El pronunciamiento se hizo entre berridos salvajes, en medio del saqueo y del escándalo, al grito de ¡muera la Nación! La verdad es que los alborotadores hacían poco daño a las personas; pero sí robaban cuanto podían. Al entrar por la puerta de Jerez, procuré apartarme lo más posible de la turbulenta oleada que marchaba hacia el corazón de Sevilla, con objeto, según oí, de destrozar el salón de sesiones y el café del Turco, donde se reunían los patriotas.

Lejos de desmayar yo con las muchas contrariedades, el insomnio y el continuo movimiento, parecía que la misma fatiga me daba prodigiosos alientos. No sentía el más ligero cansancio, y mi cerebro, como una llama cada vez más viva, hallábase en ese maravilloso estado de actividad que es para los poetas, para los criminales y para los que se ven en peligro la rápida inspiración del momento. Yo sentía en mí un estro grandioso, avivado por mis contrariadas pasiones, mi rencor y mi despecho. Tenía la penetrante vista del genio y había llegado a ese momento sublime en que los más profundos secretos de nuestro destino se nos muestran con claridad espantosa. Mi pensamiento, como la aguja magnética de una brújula, señalaba con insistencia la casa del marqués de Falfán.

—¡Oh, allí, allí... he de encontrar la solución de este horrible problema!

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