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Los Cien Mil Hijos de San Luis: XXVIII

Los Cien Mil Hijos de San Luis
XXVIII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Los Cien Mil Hijos de San Luis
  4. I
  5. II
  6. III
  7. IV
  8. V
  9. VI
  10. VII
  11. VIII
  12. IX
  13. X
  14. XI
  15. XII
  16. XIII
  17. XIV
  18. XV
  19. XVI
  20. XVII
  21. XVIII
  22. XIX
  23. XX
  24. XXI
  25. XXII
  26. XXIII
  27. XXIV
  28. XXV
  29. XXVI
  30. XXVII
  31. XXVIII
  32. XXIX
  33. XXX
  34. XXXI
  35. XXXII
  36. XXXIII
  37. XXXIV
  38. XXXV
  39. XXXVI
  40. Autor
  41. Otros textos
  42. CoverPage

XXVIII

Mucho me irritó la orden del señor Deán, que sin duda no esperaba a una persona amada, y entré en la iglesia consolándome de aquel percance con la idea de que en edificio tan vasto no faltarían puertas por donde salir. Pasamos al otro lado; pero en la puerta que da a la plaza de la Lonja, otro ratón de iglesia me salió al encuentro después de echar los pesados cerrojos, y también me dijo: — De orden del señor Deán.

—¡Malditos sean todos los deanes! — exclamé para mí, dirigiéndome a la puerta que da a la fachada. Allí, un viejo con gafas, sotana y sobrepelliz, se restregaba las manos gruñendo estas palabras: — Ahora, ahora va a ser ella. Señores liberales, nos veremos las caras.

Yo fui derecha a levantar el picaporte; pero también aquella puerta estaba cerrada y el sacristán viejo al ver mi cólera que no podía contener, alzó los hombros disculpándose con la orden de la primera autoridad capitular. El de las gafas añadió: — Hasta que no pase la gresca no se abrirán las puertas.

—¿Qué gresca? — La que han armado con la salida del Rey loco. Mi opinión, señora, es que ahora va a ser ella, porque hay un complot que no lo saben más de cuatro.

Volvió a restregarse las manos fuertemente, guiñando un ojo.

—¿Y a qué hora sale Su Majestad? — A las seis, según dicen; pero antes ha de correr la sangre por las calles de Sevilla como cuando la inundación de hace veinte años, la cual fue tan atroz, señora, que por poco fondean los barcos dentro de la catedral.

—¡De modo que estaré encerrada aquí hasta las seis! — exclamé llena de furor —. Esto no se puede sufrir, es un abuso, un escándalo. Me quejaré a las autoridades, al Rey.

— El Rey está loco — dijo el viejo con horrible ironía.

— Al Gobierno; me quejaré al Arzobispo. O me dejan salir o gritaré dentro de la iglesia, reclamando mi derecho.

Discurrí con agitación indecible por la iglesia, nave arriba, nave abajo, saliendo de una capilla y entrando en otra, pasando del patio al templo y del templo al patio.

Miraba a los negros muros buscando un resquicio por donde evadirme, y enfurecida contra el autor de orden tan inicua, me preguntaba para qué existían deanes en el mundo.

Los canónigos dejaban el coro y se reunían en su camarín, marchando de dos en dos o de tres en tres, charlando sobre los graves sucesos. Los sochantres y el fagotista se dirigían piporro en mano a la capilla de música, y los inocentes y graciosos niños de coro, al ser puestos en libertad iban saltando, con gorjeos y risas, a jugar a la sombra de los naranjos.

Varias veces en las repetidas vueltas que di por toda la iglesia, pasé por la capilla de San Antonio. Sin que pueda decir que me dominaban sentimientos de irreverencia, ello es que mi compungida devoción al santo había desaparecido. No le miré con aversión, pero sí con cierto enojo respetuoso, y en mi interior le decía: —¿Es esto lo que yo tenía derecho a esperar? ¿Qué modo de tratar a los fieles es este? Mi egoísmo había llegado al horrible extremo de pedir cuenta a la Divinidad de los desaires que me hacía. Irritábame contra el Cielo porque no satisfacía mis caprichos.

Pero, ¡maldita hora!, quien a mí me irritaba verdaderamente era el Deán tirano que mandaba encerrar a la gente porque se le antojaba. Desde que le vi salir del coro en compañía del Arcediano, moviéndose muy lentamente a causa del peso de su descomunal panza, le tuve por un realistón furibundo, sin que por esto me fuese menos antipático. ¿Por qué habían cerrado las puertas? Por poner el sagrado recinto a salvo de una invasión plebeya, e impedir que el bullicio de los vivas y mueras turbase la santa paz de la casa de Dios. A pesar de su celo no pudo el señor Deán conseguirlo, y desde el patio oíamos claramente los gritos de la muchedumbre y el paso de la caballería. La Giralda cantó las cinco, cantó las seis, y aquella deplorable situación no cambiaba ni las puertas se abrían, ni se desvanecía el rumor del pueblo. Yo creo que si aquello se prolonga demasiado, me atrevo a decir dos palabras al buen canónigo encerrador. Por fin no era yo sola la impaciente: otras muchas personas, encerradas como yo, se quejaban igualmente, y todos nos dirigíamos en alarmante grupo al sacristán; pero sin conseguir nada.

— Cuando Su Majestad haya salido de Sevilla — nos respondía —, o se arma la de San Quintín, o todo quedará tranquilo.

Por fin, después de las siete, la puerta del Perdón se abrió y vimos las Gradas y la gente que iba y venía sin tumulto. Yo me arrojé a la calle como se arrojaría en el agua aquel cuyos vestidos ardieran. Miraba a un lado y otro; me comía con los ojos a cuantos pasaban; caminé apresuradamente hacia la Lonja y hasta el Alcázar; mi cabeza se movía sin cesar, dirigiendo la vista a todo semblante humano. ¡Afán inútil!... Yo buscaba y rebuscaba, y mi hombre no aparecía en ninguna parte... Ya se ve... ¡Las siete de la tarde! Se cansaría de aguardarme... tendría que hacer...

Volví de nuevo a la catedral, recorrila toda, salí, di la vuelta por la Lonja; pero ¡ay!, si diera la vuelta a toda la tierra, creo que tampoco le encontrara; ¡tal era la horrible insistencia de mi desgracia! Y sin embargo, hasta en las baldosas del piso, en el aire y en el sonido, hallaba no sé qué indicio misterioso de que él me había aguardado allí largas horas. Esto era para morir.

Después de mucho correr, senteme en un banco de piedra junto a la Lonja. Tanto me enfadaba la gente que veía regresar del Alcázar y de la puerta de San Fernando, que si las llamas de furor que abrasaban mi pecho fueran materiales, de buena gana hubiera vomitado fuego sobre los que pasaban ante mí. Venían de ver partir al Rey loco. Muchos se lamentaban de que se tratase de tal suerte al Soberano de Castilla.

¡Menguados!, ¿por qué no tomaban las armas? Sí, ¿por qué no las tomaban? Me habría gustado ver a todos los habitantes de Sevilla destrozándose unos a otros.

La Giralda cantó otra hora, no sé cuál, y entonces me decidí a tomar nueva resolución.

— Vamos a su casa — dije a Mariana.

— Es de noche, señora — repuso.

La infeliz no quería alejarse mucho de la casa. Pero no le contesté y nos pusimos en camino para la calle del Oeste.

—¿Y si no está? — indicó mi criada —. Porque es muy posible que con estas cosas...

—¿Qué cosas? — Estas revoluciones, señora.

— Si no hay nada.

— Pues... como se han llevado al Rey después de volverle loco... En el patio de la catedral decía uno que tendremos revolución mañana, cuando se marche el Gobierno; porque el Gobierno se marchará.

— Déjalo ir: no nos hace falta. Date prisa.

— Pues yo creo que nos llevaremos otro chasco.

— Si no está en su casa le esperaré.

—¿Y si no vuelve hasta muy tarde? —¡Hasta muy tarde le esperaré! —¿Y si no vuelve hasta mañana? — Hasta mañana le esperaré. No me muevo de su casa hasta que le vea. Ahora, ahora sí que no se me escapa, ¿concibes tú que se me pueda escapar?

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