23 de Febrero.
¿Qué es esto, Equis de mi vida? ¿Está escrito que yo he de volverme loco, y que seas tú quien me remate?
Vamos por partes. Hoy, cuando estaba disponiendo mis bártulos, cae sobre mí como un aerolito, mejor dicho, como si desde Orbajosa me arrojasen un canto rodado, el insigne hijo de esa localidad, D. Juan Tafetán, el cual, después de saludarme en tono lacrimoso, participándome que le han limpiado el comedero, y que viene a solicitar con mi ayuda ¡Dios nos asista!, su reposición, me entrega un encarguillo que le diste para mí.
El paquete... Pero no; he dicho que vayamos por partes, y por partes hemos de ir.
Pues las quejas que del afligido pecho de Tafetán salieron, partirían una roca.
Díjome que esa gente está furiosa contra mí por la indiferencia rayana, en menosprecio, con que, de algún tiempo acá, he mirado los asuntos del distrito. Los encumbrados Polentinos, así como los humildes Licurgos, hállanse acordes en ponerme de hoja de perejil, porque he permitido con mi incuria que los de la oposición se hayan montado sobre los nuestros. Estos, es decir, los que fueron míos, celebraron la semana pasada un patriótico meeting para convenir en la forma y manera de darme una silba si tengo la frescura de presentarme en la metrópoli del ajo. ¡Y yo que, en el colmo de la inocencia, creí o temí que saldría a recibirme la música del pueblo con sus desacordados trompetones! ¡Y ya me figuraba oír el restallido de los cohetes que a los aires lanzaría, en homenaje a mi persona, la diestra mano de Frasquito González!
Pero dime tú, ¿es cierto lo que me cuenta este pobre hombre, con el cual no sé qué hacer ni dónde ponerlo, ni cómo consolarle en su tribulación de cesante? ¿Es cierto, di, que en toda esta temporada de angustias, fiebre y diligencias policiacas, no he contestado ni una sola carta de los caciques y gente menuda del distrito? ¿Es cierto que en esto que llamaremos interregno se ha resuelto la cuestión del emplazamiento de la estación del ferrocarril, situándola en Valdegañanes, y dejando a nuestra Urbs Augusta a diecisiete kilómetros de la línea? ¡Bueno se va a poner El Impulsor, que decía no hace mucho que el ferrocarril llamaba a las puertas de Orbajosa con el alerta de las locomotoras, esos centinelas avanzados de la civilización! ¿Y es cierto (el cabello se me eriza al escribirlo) que los de Valdegañanes, esas lumbreras apagadas del obscurantismo, amenazan con arrancar de cuajo el juzgado y llevárselo a su término? ¿Es cierto que nuestros enemigos, envalentonados por mi abandono, han secado la fuente de los Chorrillos, llevándose el caudaloso real de agua al abrevadero de Penitentes de San Bartolomé de Abajo? ¿Es cierto que me birlaron el peatón de Fuente los Tojos, y el estanco del tío Majavacas, y que me han dejado cesante a este sin ventura Tafetán? Cierto debe de ser, pues se trae una cara tan compungida que ni la de la Magdalena se le iguala. Pues con estos golpes y la destitución en masa del Ayuntamiento de Villahorrenda, veo por tierra, o a punto de derrumbarse, eso que los representantes del país llamamos el altarito, o sea mi poder político en el pedazo de España que tuvo la honra de elegirme su esclavo y opresor. Ante tal cúmulo de desastres, querido Equis, resuelvo aplazar la visita a mis electores, con el doble objeto de ver si puedo poner algún puntal al consabido altarejo, y de librarme de la serenata que mis siervos y tiranos ¡ay dolor!, me tienen preparada.
Y vamos a lo otro, pues dije que iríamos por partes, y por partes ¡vive Dios!, iremos. Tafetán me entrega un grueso paquete, que me parece, al pasar de sus temblorosas manos a las mías, una caja de bizcochos borrachos. Y he aquí que me digo: "¡Por dónde se le ocurre a este tonto ahora mandarme bizcochos borrachos! ¡Ah! ¡Es que necesito medicina dulce y narcótica! ¡Qué talento tiene este Equis!...". Pues señor, abro el mamotreto y me encuentro que contiene papeles.
¡Ajajá! Cinco cuadernos manuscritos, de igual tamaño próximamente, y muy cosiditos con hilo encarnado. Los hojeo con febril curiosidad. Lo primero que me llama la atención es la letra. Yo conozco esta letra... Pero, señor, ¿de quién es esta condenada letra? De Equis no es, y sin embargo me es familiar, familiarísima... Y de una sorpresa grande pasamos a otra mayor. Figúrate cuál sería mi asombro al ver los nombres de Augusta, Orozco, Federico, Malibrán, corriendo en medio de las hojas, pasadas velozmente por mis dedos. Lo que más me maravilla es que la disposición de los nombres a la cabeza de trozos más o menos largos de texto, parece indicar que el contenido de los cuadernos está en diálogo dramático. Me fijo en el encabezamiento de uno de ellos, y veo que dice: Jornada tercera. La portada del primero es lo que remata mi estupor, y desconfío de mis ojos cuando leo: REALIDAD, novela en cinco jornadas. Abro tanta boca que el mismo Tafetán, haciendo un paréntesis en su consternación de cesante con nueve hijos, se ríe de mí.
¿Pero qué es esto, Equis de todos los demonios? ¿Qué drama es este, o qué novela, y quién la ha escrito? ¿Has sido tú? ¿Es un bromazo que me das?... ¡Anda, anda! Leo la lista de personajes, escrita en la primera hoja, y me encuentro a toda mi gente. Equis, Equis, explícate, por tu vida, si no quieres que yo acabe de perder la razón. ¿Por qué no acompaña al paquete una carta tuya, informándome del por qué de este extrañísimo y misterioso escrito? ¡Pero si yo conozco la letra... la he visto mil veces, y no puedo en este momento, por el trastorno de mi cabeza, recordar a quién pertenece!... ¡Ah!, ya caigo en ello. La letra es tuya, tuya, desfigurada. No me lo niegues. Tú, que eres de la familia de los Merlines; tú, que posees un poder de adivinación no concedido a todos los mortales; tú, que sabes ver la cara interna de los hechos humanos cuando los demás no vemos más que la cara exterior, y penetrar en las vísceras de los caracteres, cuando los demás sólo vemos y tocamos la epidermis; tú, Equisillo diabólico, has sacado esta Realidad de los elementos indiciarios que yo te di, y ahora completas con la descripción interior del asunto la que yo te hice de la superficie del mismo. De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres, el cuerpo, destinado a ser continente, pero aún vacío, de un ser para cuya creación me faltaban fuerzas. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea con el alma; a la verdad aparente que a secas te referí, añades la verdad profunda, extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos el ser completo y vivo. ¿Es esto así? Dime sí o no, y mientras me arrojo como un hambriento sobre tu Realidad, carguen contigo los demonios, y conmigo también.
De Equis a Infante Orbajosa 24 de Febrero.
Gandul: recibo la tuya, y me apresuro a explicarte el por qué del manuscrito que te llevó el buen Tafetán. Pero ven acá, tonto, ¿es posible que no reconozcas tu letra? ¡Si es tuya, grandísimo idiota! ¿A tal punto has llegado en tu desvarío cerebral que ni conoces tu propia escritura? A esto me contestarás que tú no has compuesto tal drama ni cosa que lo valga, y temerás sin duda que mis explicaciones aumenten el barullo de tu infeliz cabeza. Verás como no; verás cómo te tranquilizas al saber de qué modo natural y sencillo se produjo esa REALIDAD que tanto te pasma, saliendo de tu letra sin que tú pusieras en ella la mano.
Pues verás, hijo mío, qué fenómeno tan fácilmente comprensible para un sabio perspicuo, como lo eres tú, formado en la escuela de la Peri y de otras filósofas peri... patéticas. Atiende bien. Guardaba yo tu correspondencia, perfectamente liada con balduque, en una arca donde suelo meter, para que no me los roben estos pillos, los ajos de la última cosecha. Guardo también cebollas, alguna calabaza, sartas de guindillas, simiente de anís y otros productos de este prolífico suelo. Ya ves que tus cartas estaban en buena compañía. Yo les había puesto un rotulito que decía La Incógnita.
Pues anteayer se me antojó releerlas. Abro mi arca, y... puf. Sin juramento me puedes creer que salía de allí un olor de mil demonios. Echo mano al paquete, y me lo encuentro transformado en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra, que recibistes por el buen Tafetán. Comprendiendo que debes leerlo tú antes que nadie, refrené mi curiosidad y allá te fueron las cinco jornadas. Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.
Qué, ¿lo dudas todavía, y persistes en que yo...? No, hijo, no tengo ese saber de adivinación que me atribuyes. El fenómeno que hoy admiras es tan natural como el más corriente que en la Naturaleza puedes advertir uno y otro día. Cuando quiero obtener la verdad del un caso, cojo los datos aparentes y públicos; los escribo en varias hojas de papel, los meto en el arca de los ajos, y a los tres días, hora más, hora menos, ya está hecho.
Aún dudas, ¿verdad? Pues si quieres que yo te crea tu pasión por Augusta, tienes que creerme la sobrenatural y ajosa metamorfosis de tus cartas en novela dramática.
Tu invariable
Equis X.
P. D. Se me olvidaba decirte que haces bien en no venir. Todas las referencias tafetánicas son ciertas. Si pareces por acá, te aguarda una silba en la cual tomaremos parte todos los habitantes de esta ciudad excelsa, lo mismo los brutos que los ilustrados, entre los cuales tengo la inmodestia de contarme. Se han vendido ya en el pueblo cuarenta docenas y media de silbatos. Iré de simple testigo, a presenciar la justa cólera de los ciudadanos, y tu vergüenza y humillación. No te chiflaré, pues ya sabes que yo no toco pito.
Madrid. Noviembre de 1888.— Febrero de 1889.