CAPĂŤTULO XXX. Virgo fidelis.
Lázaro no encontrĂł arriba á su tĂo. Estaba el infeliz mancebo sumamente impresionado por el incidente ocurrido, y no cabĂa en sĂ de cĂłlera, de amargura, de sobresalto. Imposible le era tranquilizarse, tanto más, cuanto que tenĂa siempre ante la imaginaciĂłn la figura de Clara, de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas y los brazos cruzados. Dábale compasiĂłn y despuĂ©s ira, sucediĂ©ndose tan atropelladamente estos dos sentimientos, que creyĂł sentir como una ebulliciĂłn en el pecho y un vĂ©rtigo en la cabeza. A los arrebatos del encono sucedĂa el abatimiento del desengaño, ignorando al mismo tiempo si amaba aĂşn á aquella infeliz Ăł si la despreciaba.
Pasaron las horas; la noche avanzĂł, y Ă©l continuaba en la agitaciĂłn. No pensaba acostarse, ni sentĂa sueño, ni necesidad de reposo; antes al contrario, los impulsos de su naturaleza eran hacia la zozobra, la inquietud, el movimiento. Silencio lĂşgubre, no interrumpido por ruido alguno, reinaba en la casa. ParecĂa que todos dormĂan: Ă©l tan sĂłlo velaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algĂşn alivio el aire fresco de la noche, se paseĂł allĂ mucho tiempo. Dieron las nueve, las diez, las once. Al fin se detuvo, aturdido por su propio vaivĂ©n: apoyĂłse en el antepecho, y ocultando entre las manos su cabeza, estuvo de este modo un largo rato devorando su agonĂa. De pronto creyĂł sentir rumor extraño, alzĂł la cabeza, y en el fondo del corredor creyĂł ver una figura humana que avanzaba. El corazĂłn le latiĂł con tal violencia, que creyĂł que el pecho se le rompĂa. La forma aquella, que sin duda era de mujer, avanzĂł, destacándose en la obscuridad. VenĂa cubierto de una cosa enteramente blanca, que la hacĂa más fantástica, y el reflejo de la luna parecĂa despedir de sĂ cierta luz misteriosa. Cuando estuvo cerca, Lázaro la reconociĂł: era la devota cuyo semblante traĂa las señales del insomnio y la fiebre.
—¡Lázaro!—dijo con voz muy débil y muy conmovida.
—Señora—contestó con mucha sorpresa.—¿Usted aquà á estas horas? … con esa fiebre … ¿No está usted enferma?
—¿Yo? …—murmurĂł ella con una especie de extravĂo;—¿yo? … no … yo estoy buena. Estoy mejor.
—CreĂ que estarĂa usted durmiendo. Le conviene el reposo.
—Yo—contestó ella con una singular entonación que alarmó á Lázaro,—yo … yo no duermo, yo no puedo dormir. Hace muchas noches que no cierro los ojos.
—¿Pues qué tiene usted?—preguntó Lázaro mirándola con mucha atención.—Usted no está buena. Usted es una santa: pero la santidad con exceso es perjudicial, señora.
—Yo no soy santa—dijo la dama:—soy una pecadora.
—No diga usted eso, por Dios. Usted es una santa, ¡qué felicidad! ¡Tener tranquila la conciencia! Dirigir todo su amor al que no engaña, ni es falso, ni desleal: á Dios…. Esta es la mayor de las felicidades.
—Hable usted bajo—dijo la devota.
—Y luego—continuó él,—estar libre de odios, de rencores, de desengaños….
—Más bajo—indicĂł la dama, y su voz parecĂa un suspiro.
—Estar libre de rencores—prosiguió Lázaro en voz muy baja:—¡amar sin recelo, sin temor; despreciar el mundo, las traiciones, las asechanzas; hallar regocijo en las persecuciones, y sacar consuelo hasta de las desventuras!… ¡Oh, qué feliz es usted…!
DespuĂ©s de una pausa, la voz de la mujer mĂstica resonĂł como un eco lejano para decir:
—No, amigo mĂo: yo no soy feliz; soy muy desgraciada.
SĂłlo estando muy cerca de ella, como estaba el sobrino de Coletilla en aquel momento, era posible oĂr aquellas palabras.
—¡Soy muy desgraciada!—repitió con un rumor débil, sordo, apagado, como esos murmullos de rezo que turban en las horas de tranquilidad el profundo silencio de las catedrales.
—¿QuĂ© mayor consuelo—dijo Lázaro,—que vivir con el espĂritu en regiones de paz, donde no hay infamias ni perfidias? Elevarse con exaltaciĂłn y amor, disfrutar con toda pureza de las dulzuras de una comunicaciĂłn con Dios, y vivir orando, confiada en el pago de tanto amor, en la gratitud infalible del objeto amado. ¡Oh, quĂ© felicidad!
El joven aragonĂ©s tenĂa tan ocupado el ánimo con sus propias amarguras, que no atendiĂł; con la observaciĂłn y la curiosidad que el caso exigĂa, á las raras señales de alteraciĂłn fĂsica y moral que otro menos abstraĂdo hubiera visto en la santa y edificante faz de doña Paulita.
—¡Vivir en la oración!—continuó.—¡Vivir orando con los ojos del alma fijos en el eterno y leal amor! ¡Repetir incesantemente su nombre y sus alabanzas! ¡Eso si es felicidad!
—No—dijo del mismo modo la mujer perfecta;—yo no rezo, yo no puedo rezar.
—¡Ay!—exclamĂł Ă©l.—Eso lo dice usted porque en su modestia le parece que aĂşn no es bastante perfecta. Si usted conociese la miseria de otros, comprenderĂa á quĂ© inmensa altura se halla sobre los demás.
La devota bajĂł los ojos, y con gran melancolĂa y tierna voz dijo:
—¿Y quĂ© miseria hay mayor que la mĂa?
—Es usted demasiado buena. Todo el mundo sabe muy bien que usted es una santa, una verdadera santa.
—¿Quiere usted que le haga una confesiĂłn?—dijo Paula, mirándole como se mira á un confesor.—Pues yo tambiĂ©n lo creĂ; yo tambiĂ©n creĂ que era una santa; pero ya no lo creo.
—¡Ah!—exclamĂł Lázaro:—yo no necesito que nadie me diga lo que usted es para saberlo. Yo mismo lo he comprendido. Cuando una criatura tan perfecta ha descendido hasta mĂ para defenderme y disculpar mis faltas, es indudable que no es como los demás. Yo me veĂa acosado por todas partes, me trataban todos aquĂ con acritud Ăł menosprecio. Usted sola alzĂł la voz, y la ha alzado varias veces despuĂ©s en favor mĂo, para decir que no era yo tan malo como creĂan. Âżcree usted que yo he olvidado, que podrĂa, olvidar eso? No, señora. Yo serĂ© todo lo que quieran; pero no soy ingrato. Yo tendrĂ© siempre grabadas en mi memoria las palabras que usted ha pronunciado en defensa mĂa. Usted es una santa: yo lo dirĂ© á todo el mundo.
—¡Oh!—dijo la devota con la misma plañidera voz: nunca creĂ que fuera usted tan malo como decĂan. En la cara conozco yo esas cosas. No me equivoco nunca, y estoy casi segura de que le han calumniado, de que quieren agobiarle y confundirlo con acusaciones impertinentes.
—¿Eso pensó usted de m�
—SĂ: segura estoy—contestĂł ella,—de que su corazĂłn es bueno y recto; que si alguna falta ha cometido, fuĂ© por ligereza y falta de previsiĂłn. Creo tambiĂ©n que no le aman á usted como se merece.
—Señora, ¿qué ha dicho usted?—preguntó el estudiante vivamente.—Eso me parte el corazón porque es una verdad en que estaba yo pensando ahora.
—SĂ: no le aman á usted como se merece—repitiĂł Paulita.—Su tĂo es demasiado duro.
Un observador despreocupado hubiera advertido que la santa se acercĂł unas pulgadas más á Lázaro, el cual, impresionado por la verdad que oyĂł de boca de aquel oráculo, estuvo á punto de abrazarla, y lo hubiera hecho á no impedĂrselo el respeto que la jerarquĂa y decoro evangĂ©lico de la teĂłloga la infundĂan.
—Su tĂo de usted, el señor don ElĂas—continuĂł la mujer mĂstica,—observo que trata á su sobrino con demasiado rigor.
—Y otros también—dijo Lázaro, volviendo el rostro.
—¿Y cĂłmo quieren que sea buena una persona que no es amada?—dijo con admirable misticismo la dama. Cuando un ser recibe ingratitudes y desprecios, sus sentimientos se agrĂan, se esteriliza la fuente del bien y del amor que hay en todo pecho humano.—Cuando un ser no es amado, ha de ser malo por precisiĂłn.
—¡QuĂ© discreciĂłn, quĂ© discreciĂłn, señora!—exclamĂł el joven con entusiasmo.—Ya fuĂ© usted mi consuelo otras veces. La consideraba á usted santa; pero ahora veo que su sabidurĂa iguala á su virtud, y á su lado me encuentro tan pequeño, que me da vergĂĽenza.
—SĂ: una persona á quien se trata con tanta dureza no puede ser buena—dijo Paula.—El amor hace prodigios; hace de los hombres incultos y malos, hombres mansos y buenos; hace de los melancĂłlicos y descreĂdos, seres felices, creyentes y cariñosos.
—¡Qué ciencia la de usted! Esa es la ciencia que sólo pertenece á la santidad. ¡Dichosa quien puede ver las miserias de la tierra desde tan grande altura, y puede juzgar serenamente de todo! Usted sà que conoce el mundo.
—No, Lázaro: yo no sé lo que es el mundo.
-¡Oh! Entonces es usted más feliz todavĂa.
—Yo—dijo la mujer perfecta, despuĂ©s de una pausa en que mirĂł al cielo fijamente como quien lee alguna cosa,—yo pasĂ© mi niñez en la austera casa de mis tĂos, recibiendo de personas devotas la más ejemplar educaciĂłn. Desde que tuve uso de razĂłn aprendà á orar; mis primeras palabras fueron el rezo. Los primeros años de mi vida pasaron en un convento, donde me vi rodeada de Madres santas y cariñosas que me enseñaron el camino de la perfecciĂłn. Mi juventud fuĂ© pasando de este modo en ocupaciones devotas. Hace quince años que estoy rezando sin cesar, y casi sin notario. He vivido en Dios desde la cuna: no sĂ© lo que soy, no sĂ© si he vivido.
—¡Dios mĂo, quĂ© ángel es usted!—dijo Lázaro.—¡QuĂ© perfecciĂłn! Yo la admiro á usted y la venero, señora.
—No soy digna de veneración, sino de lástima—contestó con mucha amargura.
Y diĂł un suspiro profundĂsimo que parecĂa sacar al espacio los misterios encerrados en el Sancta sanctorum de su pecho.
—¡Digna de lástima!—exclamó el aragonés sorprendido.—¿Pues qué puede usted apetecer? ¿Qué la preocupa? Algún escrúpulo de conciencia, el deseo de mayor perfección. Yo sà que soy desgraciado; yo, señora, no debiera estar en el mundo.
—¿Pero quĂ© tiene usted?—preguntĂł Paula con mucho interĂ©s.—DĂgamelo usted todo. ÂżNo dice usted que le he consolado otras veces? Ahora le consolarĂ© si me descubre una nueva desventura. CuĂ©nteme usted.
—Mis desdichas no son para contadas. Además, usted es demasiado buena para oirlas. Se horrorizará usted y se turbarĂa la paz serena de su espĂritu.
—¡Oh! no: cuénteme usted. Tal vez alguna falta muy grave. No importa; cuéntemela usted, que yo se la perdono antes de saberla.
—Falta mĂa no es.
—¿Falta de otro? ÂżA ver?—dijo la mĂstica con ansiosa curiosidad.
—Deje usted para mĂ todas esas amarguras, señora. Eso es para mĂ; es un triste patrimonio de que solo puede disfrutar mi corazĂłn, hecho para eso.
—¿QuĂ© es, Lázaro?… ¡Ah! Todo lo comprendo: su tĂo de usted es muy cruel. No le quiere á usted. Mas no hay que apurarse por eso, amigo mĂo. No todos le tratarán á usted con el mismo rigor. Alguien le amará.
—No, no me importa—manifestó Lázaro, cuyas penas se recrudecieron en aquel momento;—No me importa que me traten con desdén, que me aborrezcan todos, que me detesten. Yo no he nacido para otra cosa.
—Está usted muy agitado. ¿Y delante de mà se desespera usted de ese modo?—dijo la devota con suave acento do reprensión.
—Perdóneme usted, señora; no sé lo que digo. Usted es demasiado buena, y no comprende estas cosas. Usted no conoce el mundo. Usted no conoce cuanta iniquidad, cuanta perfidia, cuánto desengaño, cuánto cinismo hay en él. Usted no conoce más que lo bueno, no conoce más que á Dios.
—Esa desesperación que usted manifiesta, Lázaro, no es nada buena. Eso le llevará á usted al infortunio y á la muerte.
—Quiere usted, con su inmensa bondad, aplicarme á mĂ los consuelos de la religiĂłn: eso no es para mĂ, no lo merezco.
—Usted lo merece todo, consuelo, amistad, amor. Yo sé lo que merece, y, por lo tanto, lo tendrá. Sentimientos como los de usted no han de estar olvidados tanto tiempo.
—¡Bendita sea usted mil veces! Pero se equivoca, eso no es para mĂ.
—Usted merece amor y todo lo que el corazĂłn puede dar. Usted se llama desventurado, y su agitaciĂłn, Lázaro, no tiene fundamento alguno. Hay males peores, males que nacen de repente en el corazĂłn y crecen con tanta rapidez, que no dan esperanza de remedio. Todo lo que á la persona rodea entonces, todo lo que está dentro y fuera de sĂ, se vuelve en su daño. La vida es un peso insoportable: le molesta lo presente, le da hastĂo lo pasado y terror lo porvenir.
La devota hablaba con voz muy baja, y con grave y tristĂsimo son. La noche habĂa obscurecido, y los ojos de Paulita, que siempre en momentos dados habĂan tenido brillo extraordinario, resplandecĂan aquella noche como dos ascuas fosforescentes, cuya luz hacĂan más penetrante y siniestra la obscuridad de sus párpados, ennegrecidos por el insomnio, la fiebre y la excitaciĂłn moral de que estaba poseĂda.
—¡Ay de aquellos que no se han conocido, que se han engañado á sĂ mismos y han dejado torcerse á la naturaleza y falsificarse el carácter sin reparar en ello! Esos, cuando lo callado hable, cuando lo oculto salga, cuando lo disfrazado se descubra, serán vĂctimas de los más espantosos sufrimientos. Se sentirán nacer de nuevo en edad avanzada; notarán que han vivido muchos años sin sentido; notarán que el nuevo ser originado por una tardĂa transformaciĂłn se desarrolla intolerante, orgulloso, pidiendo todo lo que le pertenece, lo que es suyo, lo que una vida ficticia y engañosa no le ha sabido dar; pidiendo sentimientos que el viejo ser, el ser inerte, indiferente y frĂo, no ha conocido. ¡QuĂ© luchas tan terribles resultan de este despertar tardĂo! ¡Oh, esto es espantoso!
Tenemos datos para creer que la devota no dijo esto con las mismas palabras empleadas en nuestro escrito. Pero si el lector lo encuentra inverosĂmil, si no le parece propio de la boca en que lo hemos puesto, considĂ©relo dicho por el autor, que es lo mismo. Ella dijo algo parecido á esto, siendo el mismo pensamiento, aunque distintas las frases.
Indudablemente estas confesiones de la devota son, como habrá el lector comprendido, bastante obscuras, y no dan todavĂa ninguna luz acerca de la crisis que indudablemente agitaba aquel purĂsimo y perfecto espĂritu. Lo cierto es que una gran transformaciĂłn se verificaba en su carácter. Lázaro, la verdad sea dicha, no entendiĂł muy bien las solemnes y como sibilĂticas palabras que oyĂł de los trĂ©mulos labios de la santa: y Ă©l atribuyĂł la obscuridad de tal explicaciĂłn á la influencia de las lecturas mĂsticas en la manera de expresarse aquella señora y á los hábitos de un estilo más discreto que claro, como acontece generalmente en las personas absorbidas por la contemplaciĂłn. AsĂ es que se limitĂł á contestar:—SĂ, señora; es espantoso.
—¡QuĂ© terrible es el amor en sus exigencias!—dijo la santa,—sobre todo cuando se cree ofendido, cuando pide el pago de una gran deuda que con Ă©l se ha contraĂdo, cuando no transige ni espera, sino que se presenta exigiĂ©ndolo todo de una vez.
—¡SĂ: quĂ© terrible es esto!—contestĂł Lázaro.—¡Feliz es usted, que no lo conoce más que de oĂdas!
—¿De oĂdas?—dijo ella.—SĂ—añadiĂł despuĂ©s de una breve pausa,—he oĂdo lo que dicen los amantes; pero la mayor parte de ellos encuentran en los accidentes del mundo mil medios para poder conservar la vida en la lucha terrible. SĂłlo algunos, segĂşn dicen, por circunstancias especiales de carácter y posiciĂłn, tienen el triste privilegio de morir irremisiblemente sin victoria y sin defensa.
—¡Oh, cómo lee en mi corazón!—pensó el estudiante muy conmovido, y sin comprender la profundidad psicológica de aquellas palabras, ni su aplicación y significado en aquel momento.
—Usted no comprende esas cosas, Lázaro.—¿Que no?—dijo Ă©ste.—¿Que no? Desgraciadamente las comprendo. Para usted, sĂ; para usted, que es una criatura perfecta, una escogida de Dios, están veladas estas dolorosas miserias. Usted no ve estos horrores. ¡Dichosa ceguera la de aquellos cuyos ojos cerrĂł Dios al venir al mundo!
—Es verdad … no lo sĂ© …—dijo Paula con una ironĂa tan marcada, que fuĂ© preciso todo el extravĂo de Lázaro para no notarlo.—No lo sĂ©, no entiendo de eso. Soy una tonta devota.
Estas Ăşltimas palabras, dichas con cierto despecho fueron bastantes á fijar la atenciĂłn del interlocutor. Este no contestĂł ni preguntĂł más sobre el asunto que trataban; acercĂłse á la dama, que se habĂa apartado de Ă©l retrocediendo, y notĂł que lloraba. ¡Oh confusiĂłn de confusiones!
—Pero ¿qué tiene usted, señora?—le dijo.—Nada, nada, nada—contestó con una graduación descendente. El último nada sólo lo oyeron los labios con que fué pronunciado.
—¡Usted está enferma y ha salido usted de su cuarto á esta hora! Eso no es bueno, señora. Se va usted á poner peor.
—Es verdad, estoy enferma—dijo ella acercándose.¡enferma para siempre!
—¡Enferma para siempre! Usted padece, y es, sin duda, por efecto de su excesiva devociĂłn. Usted aspira al cielo: ¿á quĂ© otra cosa podĂa aspirar un alma tan bella?
—SĂ—dijo Paula con voz muy triste:—no quiero más que reposar en paz.
—¡Qué bella es la muerte!—dijo Lázaro patéticamente:—sólo ella nos puede consolar. Por mi parte, señora, le digo á usted con franqueza que quisiera morirme en estos momentos.
—¡Morir!-exclamó la devota con repentino arrebato de interés, y acercándose más, mucho más al joven.—¡Morir, no! Usted debe vivir. Quién sabe lo que Dios le tiene á usted reservado en el mundo.
—¿A m�
—SĂ: tal vez dĂas de felicidad al lado de personas que le amen. ¡Oh, cuántos seres existirán tal vez que se crean felices sĂłlo con que usted lo sea! Yo sĂ© que los habrá.
—¡Qué buena es usted, señora!—repitió Lázaro.—Para mà no puede haber nada de eso. O no merezco otra cosa, ó estoy maldito de Dios.
—¡Ay! no diga usted tales cosas—exclamó ella, juntando las manos.
—Perdóneme usted, señora: no sé lo que me digo. A pesar de todo, usted me consuela, y hallo en su presencia no sé que grata expansión. No podré nunca olvidar que sólo usted se atrevió á defenderme cuando todos me acusaban.
Al decir esto, Lázaro no pudo menos de advertir que la santa dejĂł caer pesadamente los brazos, y mirĂł al cielo. Su rostro, de color suavemente moreno y sin ningĂşn matiz rojo en las mejillas, estaba en aquellos momentos pálido y sombreado por la proyecciĂłn de sus cabellos, cuya magnitud, belleza y negrura no era comparable sino á la intensidad tenebrosa de sus ojos negros que, despuĂ©s de la metamorfosis, habĂan adquirido una expresiĂłn desconocida. No sabemos si fuĂ© efecto de la casualidad Ăł si lo hizo de intento; pero es lo cierto que, contra su costumbre, tenĂa simplemente la cabeza cubierta con un pañuelo, y que durante el diálogo sus magnĂficos cabellos, tesoro disimulado por el misticismo, se desataron y cayeron gradualmente por la espalda. Nunca habĂa visto Lázaro una cabellera igual: parecĂa en la obscuridad de la noche una toca negra que descendĂa hasta la cintura. Mientras hablaba, la santa solĂa apartarse á un lado y otro de la frente las dos ramas principales de aquel encanto, que naciĂł en aquella noche en el calor de una confidencia apenas intentada. Lázaro, que observĂł largo rato á la dama, notĂł que lloraba, y que, apartándose de Ă©l lentamente, se apoyĂł en la pared con muestras de gran postraciĂłn y abatimiento.
—Pero usted llora—dijo, arrepentido de haber hablado tanto y deteniéndola;—usted está muy agobiada. ¿Por qué no ha reposado usted?
—Yo no puedo reposar, yo no puedo dormir—murmuró la devota con voz más bronca y grave que de ordinario.
—¿Por qué salió usted á estas horas estando as�
—Me ahogaba, y he tenido que salir á respirar el aire.
—Pero usted llora. Por Dios, ¿qué tiene Usted?
La enferma no contestĂł.
—¿Está usted muy enferma, muy enferma?—continuó Lázaro.
—SĂ—dijo ella de un modo imperceptible.
—¿Hace mucho?—Hace poco.
—Señora, retĂrese usted, yo se lo suplico. Sus manos parecen de fuego, su frente quema.
Lázaro le tomó las manos, y notó en ellas un calor excesivo; se atrevió á ponerle la mano en la frente, y creyó tocar un cuerpo inflamado. Al mismo tiempo la santa temblaba, como si su cuerpo recibiera la impresión del hielo.
—Usted tiene frĂo, tiene convulsiones—dijo;—retĂrese usted.
Ella continuaba en la misma actitud; cerró los ojos como quien siente un pesado sueño, é inclinó la cabeza, buscando apoyo. Lázaro tuvo miedo; estuvo por llamar; la asió por un brazo, y dispuesto á hacerla retirar, le dijo:
—Vamos, señora, es muy tarde. Usted no se encuentra bien aquĂ. Vamos, Âżquiere usted que se llame á algĂşn mĂ©dico?
—No—dijo ella, abriendo los ojos y mirándole con cierta ironĂa.—No: Âżpara quĂ© un mĂ©dico?
—Su salud es muy preciosa—dijo Lázaro, por cuya cabeza pasĂł rápidamente una sospecha.—ConsĂ©rvela usted bien; será siempre mi mayor alegrĂa saber que usted está buena y disfrutando de la salud necesaria para hacer el bien. No me voy de aquĂ sin la seguridad de que queda usted enteramente buena.
—¡Marcharse usted!—exclamĂł ella con un repentino movimiento que la animĂł.—SĂ, marcharme.
—¡Usted se va!—continuĂł con otro movimiento que tenĂa algo de salto y poniendo siniestro brillo en sus ojos.
—SĂ, naturalmente.
Al oĂr esto, la devota, con instantánea fuerza, le asiĂł con su mano convulsa el brazo, y estrechándole violentamente, dijo:
—No, ¡no se irá usted!
En el mismo momento en que esto decĂa, se sintiĂł que abrĂan la puerta de la calle. Era ElĂas que entraba; se le sentĂa subir. VenĂa alumbrado por una linterna, y como de costumbre, hablando solo.
—RetĂrese usted—dijo con viveza la mĂstica.—¿Y usted se queda aquĂ?
—RetĂrese usted á su cuarto. Que no le vea levantado. Échese usted en la cama. Finja que duerme.—¿Pero usted? …
—Vamos. Entre usted en su cuarto. Que ya llega … Pronto.
Lázaro se retirĂł, empujado por ella precipitadamente. EntrĂł corriendo en su cuarto antes que Coletilla llegara, y arrojándose en el lecho, fingiĂł que dormĂa. El fanático entrĂł poco despuĂ©s y se acostĂł murmurando. Cuando apagĂł la luz, Lázaro se incorporĂł en su lecho con mucha cautela, y asomándose por una ventana que daba al corredor, mirĂł hacia afuera. AĂşn estaba allĂ la dama con el rostro vuelto hacia la ventana. Lázaro se volviĂł á acostar, y pasado un cuarto de hora en que cavilĂł cuanto puede cavilar cabeza humana, se asomĂł de nuevo y viĂł la misma figura blanca, inmĂłvil en el mismo sitio y con los dos terribles ojos negros fijos en la ventana. Aquello le acabĂł de confundir. PasĂł mucho tiempo mirando cada cinco minutos, y siempre veĂa la misma figura, hasta que al fin ya no mirĂł más porque le daba miedo.