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La de Bringas: XXXI

La de Bringas
XXXI
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. XLII
  45. XLIII
  46. XLIV
  47. XLV
  48. XLVI
  49. XLVII
  50. XLVIII
  51. XLIX
  52. L
  53. Autor
  54. Otros textos
  55. CoverPage

XXXI

Viendo a su esposo tan decaído y maltrecho se reverdeció en Rosalía el cariño de otros tiempos; y el aprecio en que siempre le tenía depurábase de caprichosas malquerencias para resurgir grande y cordial, tocando en veneración. Agasajaba en su pensamiento la vanidosa dama al buen compañero de su vida durante tantos años, el cual, si no le había proporcionado satisfacciones muy vivas del amor propio, tampoco le había dado disgustos. Recordaba entonces aquella existencia matrimonial prosaica y tranquila, llena de escaseces y de goces sencillos, que si aisladamente parecían de poco valor, apreciados en total ofrecían a la memoria un conjunto agradable. Al lado de Bringas no había gozado ella ni comodidades, ni representación, ni placeres, ni grandeza, ni lujo, nada de lo que le correspondía por derecho de su hermosura y de su ser genuinamente aristocrático; pero en cambio, ¡qué sosiego y qué dulce correr de los días, sin ahogos ni trampas, ni acreedores! No deber nada a nadie era el gran principio de aquel hombre pedestre, y con él fueron tan cursis como honrados y tan pobretes como felices. Seguramente, si a ella le hubiera tocado un hombre como Pez, estaría en posición más brillante... «Pero Dios sabe—pensó muy cuerdamente—, las agonías que se pasan en esas casas donde se gasta siempre más de lo que se tiene. Eso hay que verlo de cerca y pasarlo y sentirlo para conocerlo bien».

Ello es que Rosalía, con la agravación del mal de su marido se acercaba moral y mentalmente a él, apretando los lazos matrimoniales. La atracción de la desgracia obraba este prodigio, y el hábito de compartir todo el contingente de la vida, así en lo adverso como en lo venturoso. ¡Y con qué celo le cuidaba! ¡Qué manos las suyas tan sutiles para curar! ¡Con qué gracia y arte derramaba el bálsamo de palabras tiernas sobre el espíritu del enfermo! Él estaba tan agradecido, que no cesaba de alabar a Dios por el bien que le concedía, inspirando a su compañera aquel admirable sentimiento del deber conyugal. Alegrías íntimas endulzaban su pena y penetrado de religioso ardor, consideraba que los cuidados de su mujer eran fiel expresión de la asistencia divina. Sólo estaba abatido cuando ella, por razón de sus quehaceres, se apartaba de su lado; y a cada instante la llamaba para la menor cosa, rogándole que abreviase lo más posible sus ocupaciones para consagrarse a él.

En todo este tiempo, Rosalía dio de mano a las galas suntuarias. No tenía tiempo ni tranquilidad de espíritu para pensar en trapos. Estos yacían sepultos en los cajones de las cómodas, esperando ocasión más propicia de mostrarse. Ni se le ocurría a ella componerse... ¡Buenos estaban los tiempos para pensar en perifollos! ¿Era hastío verdadero del lujo o abnegación? Algo había de una y de otra cosa. Si era abnegación, esta llegaba al extremo de presentarse delante del Sr. de Pez con el empaque casero más prosaico que se podría imaginar. La única presunción que conservaba era la de llevar siempre su mejor corsé para que no se le desbaratase el cuerpo. Pero su peinado era primitivo, y en su bata se podían estudiar por inducción todas las incidencias del gobierno de una casa pobre. Una tarde había dicho a D. Manuel: «No me mire usted. Estoy hecha un espantajo». Y él le había contestado: «Así, y de todas maneras, siempre está usted preciosa», galantería que ella agradeció mucho.

La debilidad del cuerpo trae necesariamente flojedades lamentables al carácter más entero. Una enfermedad prolongada remeda en el hombre los efectos de la vejez, asimilándole a los niños, y el buen Bringas no se libró de este achaque físico-moral. El abatimiento encendía en él ardores de ternura, y la ternura se traducía en cierto entusiasmo mimoso.

«Hijita, no me digas que eres mujer. Yo te digo que eres un ángel... Mira, hasta ahora no se ha hecho en la casa más voluntad que la mía. Has sido una esclava. De hoy en adelante no se hará más que tu voluntad. El esclavo seré yo».

El primer día de lo que llamaremos el reinado de Golfín, D. Francisco se hizo traer a la cama la caja del dinero, para sacar por sí mismo, como de costumbre, el del gasto diario. Pero bien pronto aquella ternura mimosa, o más bien pueril pasividad de que antes hablé, le inspiró confianzas que nunca había tenido. «No es preciso, hijita, que traigas el cajoncillo. Toma la llave y saca lo que te parezca prudente». La señora así lo hacía. En lo que no se descuidaba después Bringas era en pedir las llaves y guardarlas debajo de su almohada, porque todos los entusiasmos y aun la flaqueza senil o infantil tienen su límite.

De este modo pudo Rosalía explorar libremente el tesoro secreto. Revolvió, contó y recontó todo lo que había en el doble fondo, pasmándose del caudal allí guardado. Su marido tenía mucho más de lo que ella sospechaba; era un capitalista. Había cinco billetes de cuatro mil reales, que componían mil duros, y después un pico en billetes pequeños que sumaban tres mil setecientos. Los cinco billetes grandes formaban el más elegante cuadernillo que la dama había visto en su vida. Al examinar aquello, renacieron los rencorcillos y las quejas que diferentes veces habían perturbado su espíritu... ¡Quien tal poseía la privaba de ponerse un vestido nuevo! ¡El dueño de aquella suma se empeñaba en vestir a su mujer como una ama de cura!... ¡Oh, qué hombre más ñoño!... Si, como él decía, en lo sucesivo iba a ser ella verdadera señora de la casa, precisábale variar de temperamento, mostrarse más exigente, y dar a las economías de la familia un empleo más adecuado a la dignidad de la misma... Guardar dinero de aquel modo, sin obtener de él ningún producto, ¿no era una tontería? ¡Si al menos lo diera a interés o lo emplease en cualquiera de las Sociedades que reparten dividendos...!

El descubrimiento del tesoro sacó las ideas de Rosalía de aquel círculo de modestia y abnegación en que las había encerrado la enfermedad de su marido. Este le dijo en un rapto de entusiasmo: «Cuando me ponga bueno, te compraré un vestido de gro, y para el invierno, si sigo bien, tendrás uno de terciopelo. Es preciso que te luzcas alguna vez, no con los regalos de la Reina y de las amigas, sino con el producto de mi economía y de mi honrado trabajo».

Y ella empezó a considerar que si el tesoro no le pertenecía por entero, la mayor parte de él debía estar en sus manos. «Bastante me he privado, bastantes escaseces he sufrido para que ahora, teniéndolo, pase los ahogos que paso. Si no quiere dármelo, ya le haré entender la consideración que me debe». En esta situación de espíritu la cogió una mañana Milagros, con tan buena suerte, que parecía que la Providencia lo había preparado todo para satisfacción de la dichosísima marquesa. Sucedió que aún no había esta concluido de anunciar con suspiros y ayes la inminencia de su catástrofe, cuando Rosalía con decidido tono le dijo:

«¿Usted me firma un pagaré comprometiéndose a devolverme dentro de un mes la cantidad que yo le dé ahora? Porque mientras más amigas, más formalidad. ¿Usted me da un interés de dos por ciento al mes? ¿Usted añade al pagaré los seiscientos reales aquellos?... Porque una cosa es la amistad, amiga mía, y el negocio... Yo creo que usted no se ofenderá...».

No hay para qué añadir que la Tellería dijo a todo que sí con expresiones sinceras y ardorosas. No creerla habría sido como poner en duda la luz del día.

«Pues con esas condiciones le daré a usted cuatro mil realitos»,—declaró Rosalía con ínfulas de prestamista».

Los que han tenido la dicha de ver, ora realmente, ora en extática figuración, el cielo abierto y en él las cohortes de ángeles voladores cantando las alabanzas del Señor, no ponen de seguro una cara más radiante que la que puso Milagros al oír aquel venturoso anuncio. Pero...

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