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La de Bringas: XXXIII

La de Bringas
XXXIII
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. XLII
  45. XLIII
  46. XLIV
  47. XLV
  48. XLVI
  49. XLVII
  50. XLVIII
  51. XLIX
  52. L
  53. Autor
  54. Otros textos
  55. CoverPage

XXXIII

Mal concordaban estas ideas con las que Golfín tenía de la posición y arraigo de los señores de Bringas, pues como había visto tantas veces a la feliz pareja en los teatros, en los paseos y sitios públicos, muy bien vestidos uno y otra; como además había visto a Rosalía paseando en coche en la Castellana con la marquesa de Tellería, la de Fúcar o la de Santa Bárbara, y aun creía haberla encontrado en alguna reunión elegante, compitiendo en galas y en tiesura con las personas de más alta alcurnia, suponía, dando valor a estos signos sociales, que D. Francisco era hombre de rentas, o por lo menos, uno de esos funcionarios que saben extraer de la política el jugo que en vano quieren otros sacar de la dura y seca materia del trabajo. Pero aquel Golfín era un poco inocente en cosas del mundo, y como había pasado la mayor parte de su vida en el extranjero, conocía mal nuestras costumbres y esta especialidad del vivir madrileño, que en otra parte se llamarían Misterios, pero que aquí no son misterio para nadie.

A medida que Bringas iba entrando en caja, advertía su mujer que se debilitaban aquellos raptos de cariño conyugal que tan vivamente le atacaron en los días lúgubres de su enfermedad. Observaba ella que tales exageraciones de cariño se avenían mal con la esperanza de remedio, y que cuando esta llevaba la ventaja sobre el desánimo, el niño senil, llorón y soboncito recobraba las condiciones viriles de su carácter real. Por de contado, aquello de tú serás la señora de la casa y yo el esclavo resultó ser jarabe de pico, mimitos de enfermo impertinente. Desde que mi hombre pudo gobernarse solo y pasar las horas sin sufrimiento, aunque privado de la vista, en su sillón de Gasparini, ya le había entrado como una hormiguilla de inspeccionar todo y de disponer y enterarse de las menudencias de la casa... Rosalía, por no oírle, le dejaba solo con Paquito o con Isabelita la mayor parte del día, y pretextando ocupaciones, se daba largas encerronas en el Camón, donde nuevamente empezó a funcionar Emilia en medio de un mar de trapos y cintas, cuyas encrespadas olas llegaban hasta la puerta.

Pero el economista, impaciente por mostrar a cada instante su autoridad, mandábala venir a su presencia, y allí, con ademanes ya que no con miradas de juez inexorable, hacía pública ostentación (solía estar presente Torres o algún otro amigo) de su soberanía doméstica.

«Me huele a guisote de azúcar. ¿Qué es esto? La niña me ha dicho que vio esta mañana un gran paquete traído de la tienda... ¿Por qué no se me ha dado cuenta de esto?...».

Rosalía contestaba torpemente que aquel día comería en la casa el Sr. de Pez y que este huésped no debía ser tratado como Candidita, a quien se le daba de postre medio bollo y dos higos pasados.

«Pero, hija, tú debes haber echado al fuego una arroba de canela... Está la casa apestada... Si yo estuviera bueno, no se harían estas cosas así. Seguramente habrás hecho natillas para un ejército... No se te ocurre nada. Con preguntar al cocinero cómo se hacía tal o cual cosa, él te lo hubiera mandado hecho... Y vamos a ver: ¿Qué ruido de tijeretazos es ese que he sentido hoy todo el día?... Quisiera yo ver eso, y qué faenas trae aquí esa holgazana de Emilia... ¿De qué se trata, de vestidos para la marquesa? Es mucho cuento este que tengamos aquí taller de modista para su señoría... Y dime una cosa, ¿qué vestidos le has hecho a los niños, que ayer llamaban la atención en la plaza de Oriente?».

—¡Llamando la atención!

—Sí, llamando la atención... por bien vestidos... Menos mal que sea por eso. Golfín me dijo esta mañana: «He visto ayer en el Prado a sus niños de usted tan elegantes...». Fíjate bien, ¡tan elegantes! Créelo, hija mía, esta palabrilla me ha sabido muy mal y la tengo atravesada. ¿Qué pensará de nosotros ese buen señor, cuando ve que nuestros hijos salen por ahí hechos unos corderos de rifa, como los de las personas más ricas?... Pensará cualquier disparate... Algo de esto me figuraba yo, porque ayer, en un ratito que desvendado estuve, vi que la niña tenía puestas unas medias encarnadas muy finas. ¿De dónde ha salido eso?... Y ya que las tiene, ¿por qué no se las quita al entrar en casa?... ¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?... De ello nos ocuparemos cuando yo vea claro y sin dolor, que Dios quiera sea muy pronto.

Con estas andróminas, Rosalía estaba, fácil es suponerlo, dada a los demonios. Procuraba apaciguarle con sutiles explicaciones de todo; mas su ingenio no llegaba a alcanzar por completo el deseado fin, por ser extraordinaria la suspicacia del buen economista y muy grande su saber en cosas y artes domésticas. A solas desahogaba la dama su oprimido corazón, pronunciando mudamente alguna frase iracunda, rencorosa: «Maldito cominero, ¿cuándo te probaré yo que no me mereces?... ¿No comprenderás nunca que una mujer como yo ha de costar algo más que un ama de llaves?... ¿No lo comprendes, bobito, ñoñito, ratoncito Pérez? Pues yo te lo haré comprender».

Hacía planes de emancipación gradual, y estudiaba frases con que pronto debía manifestar su firme intento de romper aquella tonta y ridícula esclavitud; pero todos sus ánimos venían a tierra cuando consideraba el gran bochorno que caería sobre ella, si el bobito descubría la exploración hecha en el doble fondo del arca del tesoro. ¡Cristo Padre, cómo se iba a poner!... Grandísima falta había ella cometido al sustraer aquella porción de la fortuna conyugal, pues aunque la conceptuaba muy suya, no debió tomarla sin consentimiento del propio ratoncito Pérez... Pero mayor había sido su yerro al creer que con semejante hombre se podían tener bromas de tal naturaleza. Las disculpas que en la ocasión del acto había conceptuado tan razonables, parecíanle ya vanas e impropias de una persona seria. Los móviles a que obedeció antojáronsele sin fundamento alguno, y su conciencia le arguyó poderosamente. No, no podía esperar a que su marido advirtiese la falta. Dábale una fuerte congoja sólo de pensar que la descubría; y era indispensable reponer en su sitio la malhadada cantidad, seis mil reales, pues había tomado cinco mil para Milagros y mil para desempeñar los candelabros y otras menudencias.

La necesidad de esta devolución se impuso de tal modo a su espíritu, que ya no pensaba en otra cosa. Contaba con la fuerza del pagaré y con la palabra de la marquesa. Esta la tranquilizó el día 22, diciéndole: «Todo está arreglado. Puede usted descuidar». Pero entre tanto, Rosalía pasaba la pena negra, temiendo a cada instante una catástrofe y discurriendo toda clase de industrias y maquinaciones para evitarla. Hasta entonces el bobito persistía en la buena costumbre de dar a su mujer las llaves para que ella sacase de la arqueta el dinero. Pero una tarde antójasele volver a las andadas y sacar el funesto cajoncillo, y lo abre y empieza a manosear lo que dentro había... ¡Ay, Dios, mío qué trance, qué momento! A la Pipaón un color se le iba y otro se le venía. Estaba lela y su terror impedíale tomar una resolución.

«Tú... siempre enredando... No haces caso de lo que dice D. Teodoro... ¡Qué hombre!... Dame acá la caja».

—Quita allá, calamidad—dijo Bringas defendiendo su tesoro con ademán enérgico.

Contó los centenes de oro uno por uno; tocó las dos onzas, el reloj viejo que había sido de su padre, una cadena y medallón antiquísimos... Como no faltaba nada, no había peligro mientras no fuese alzado el doble fondo... Rosalía sintió impulsos de gritar «¡que se quema la casa!», u otra barbaridad semejante; pero no se atrevió porque estaba presente Paquito. Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte por donde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó a todos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aun se cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien de aquel apuro. Pero cuando ya D. Francisco metía la uña en el huequecillo de la madera, hubo en su espíritu un cambio de intención que debió de ser milagroso... Retirando sus dedos cerró la arqueta. A Rosalía le volvió el alma al cuerpo, y sus pulmones respiraron de nuevo. Había estado en un tris... Sin duda no le pasaba por la imaginación a su marido la idea ni aun la sospecha del desfalco, y aunque solía repasar los billetes sólo por gusto, en aquella ocasión no lo hizo sabe Dios por qué. Quizás todas aquellas invocaciones que la señora hizo a los santos obtuvieron buena acogida, y algún ángel inspiró al ratoncito Pérez la idea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros.

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