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Juan Martín el Empecinado: XXXIII

Juan Martín el Empecinado
XXXIII
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Notes

table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. Autor
  37. Otros textos
  38. CoverPage

XXXIII

Figuraos cuál sería mi indignación, cuando en la plaza de Cifuentes (media hora después de la partida de mosén Antón) vi que se me acercaba con semblante risueño y sin duda con el injurioso intento de abrazarme, el señor D. Pelayo en persona. El infame me dijo riendo con toda la desvergüenza tunesca de las Universidades de aquel tiempo.

— Al fin Dios me depara el gustazo de ver sano y salvo al Sr. de Araceli. ¡Qué inaudita alegría! ¿Cómo va de salud, señor y dueño mío? —¡Ah, miserable ladrón falsario! — exclamé con violenta ira, cogiéndole por el cuello y arrojándole al suelo con intento de deshacer contra las piedras tan execrable reptil.

—¡Oh! — dijo con dolor —, me ha deshecho usted las rodillas, querido señor mío. Ya, ya comprendo la causa de su disgustillo, poca cosa, una broma mía.

— Ahora mismo vas a morir, infame, estrellado contra estas piedras — grité golpeándole sin piedad.

— Perdón, perdón, Sr. de Araceli, perdón para este delincuente. Déjeme usted decir dos palabras, dos palabricas, y luego será más amigo mío que Pílades lo fue de Orestes.

— Dime, ¿te cogieron con mosén Antón? — Quia: yo vine esta mañana. Cuando vi la cosa mal parada allá, me abracé a las banderas de la patria y entré en Cifuentes gritando: "¡Viva el Empecinado y Fernando VII...!". Otros cuatro y yo pedimos perdón al general, diciendo que nos habían engañado.

— Truhán redomado. Ahora mismo vas a dejar de existir, si no me dices a dónde llevasteis tú, Santorcaz y demás bandidos a la desgraciada joven que robasteis en esta villa.

— Sr. de Araceli — repuso —, déjeme usted respirar un poco y diré lo que sé... por piedad, quietas las manos. Pues por la salvación de mi alma, señor y dueño mío, juro y rejuro que no sé dónde está aquella hermosa señorita. Si miento que me muera aquí mismo.

— Tú saliste con ellos de la venta.

— Es cierto; pero como había llegado a mí noticia que D. Juan Martín estaba en Cíbicas, vi la cosa mal parada y corrí a presentarme a él. Pregunte usted al mismo general si no me le presenté de madrugada.

— Mientes como un bellaco y vas a morir.

— Señor, querido señor Araceli, por el que murió en la cruz, juro que digo la verdad. ¿Sabe usted quién puede informarle del pueblo a donde llevaron a la novia de usted?... ¡hermosa novia a fe mía! —¿Quién lo sabe? — Mosén Antón. ¿Por qué no le preguntó usted? —¿Mosén Antón fue con Santorcaz? — Sí, Trijueque condujo el convoy hasta no sé qué pueblo donde parece que la dejaron y luego regresó.

—¡Y ese desgraciado huyó sin decirme nada! — exclamé con viva inquietud —. Corro a buscarle.

Salí precipitadamente del pueblo, internándome en la sierra por la misma senda que había seguido el cura guerrillero. Como principiaba a anochecer y concluía oscurísima la tarde, era inútil que tratase de buscarle con la vista delante de mí. Corriendo, grité varias veces: —¡Mosén Antón, mosén Antón! Pero nadie me respondía. A un cuarto de legua de Cifuentes y cuando me disponía a regresar creyendo que el cura había tomado dirección distinta, divisé un bulto negro, un cuerpo y los jirones de la hopalanda agitada por el viento. ¡Qué horror! Todo esto colgaba, sacudiéndose aún de las ramas de una poderosa encina.

—¡Judas! — exclamé con pavor alzando la vista para observar aquel despojo.

Recé un Padre Nuestro y me volví a Cifuentes.

Diciembre de 1874.

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