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Juan Martín el Empecinado: XVI

Juan Martín el Empecinado
XVI
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. Autor
  37. Otros textos
  38. CoverPage

XVI

Minora canamus.

El Empecinadillo tenía más de dos años, casi tres; andaba regularmente, y despechado al fin, muy tarde por cierto y no sin malas noches y peores días, por mamá Santurrias, comía como un descosido. Todo era poco para él; pero teniendo a su favor la compasión del ejército entero, recibía mil golosinas de este y del otro.

El Empecinadillo hablaba; pero ¡qué lenguaje tan escogido el suyo! Así como la generalidad de los niños empiezan diciendo papá y mamá, él había empezado por los más abominables y horrendos vocablos del idioma. Sus palabrotas soeces, pronunciadas a medias, servían de diversión a la tropa. También decía malchen, fuego, apunten y otras voces marciales. Últimamente empezaba a ejercitarse en el discurso, expresando juicios claramente, y hasta podía sostener un diálogo tirado, siempre que se estimulase su incipiente locuacidad con horribles palabrotas.

El Empecinadillo hacía diversas gracias. Tenía un palito que le servía de escopeta para hacer el ejercicio, y otro palito más pequeño, pendiente de la cintura, el cual era su sable. Montaba a caballo en el garrote de mamá Santurrias, y cuando salía en medio del corrillo con la mano izquierda en la brida y agitando en la derecha el sable, su aspecto era terrible. Nos reíamos mucho con él, y nos le comíamos a besos.

El Empecinadillo pronunciaba los nombres de todos los oficiales, desfigurándolos con su torpe lengua. Con todos hacía buenas migas, menos con uno que le inspiraba mucho miedo. Era éste mosén Antón. En el varonil y rudo carácter del cíclope, las gracias infantiles eran como rasguños con que se quiere desmoronar una montaña. Jamás se acercó al corrillo en que nos entreteníamos viendo al Empecinadillo hacer el ejercicio. Este, al verle de lejos, huía de su temerosa figura, y le llamaba el coco.

Cuando el Empecinadillo no se quería dormir en el alojamiento y nos importunaba con sus chillidos, le decíamos: "que viene Trijueque" y callaba. Era el único medio de llamarle al orden y el solo freno de aquella alma tan impetuosa como traviesa.

Pero cuando el feísimo guerrillero se separó de nosotros, el Empecinadillo, como un individuo para quien desaparece la ley moral y el freno coercitivo de las reglas sociales, no conoció límites a su desvergüenza. Hacía lo que le daba la gana. Rompía las cacerolas del rancho, destapaba los pellejos de vino para ver correr el líquido: se emborrachaba, se subía como un gato a las sillas de los caballos cuando estaban sin jinetes; se caía rompiéndose la cabeza; hacía las aguas menores en el escaso fuego a cuyo amor nos calentábamos; escondía o perdía cuanto se hallaba al alcance de su mano; vaciaba el tintero del escribiente en la olla donde se cocía la cecina; cogía las piedras de chispa para jugar; agujereaba con una navaja el parche de los tambores, dando a estos instrumentos de guerra ronco y apagado sonido; traía siempre medio loco al Sr. Moscaverde, cerrajero de la partida, el cual componía las llaves de los fusiles, y en más de una ocasión se encontró sin herramientas; quitaba además la paja a los caballos, a los soldados los cartuchos, y a todos la paciencia con sus diabluras sin fin. Recibía sí, más azotes que un condenado a galeras; pero como buen soldado, hecho a penas y dolores, no perdía su buen humor con los castigos.

Se me ocurre nombrar a este personaje, porque, recuerdo que lo llevé en la perilla de mi cabalgadura desde Cabrera hasta cerca de Castejón, y por más señas, que me volvió loco por todo el camino haciéndome preguntas, mientras sus piernecitas espoleaban sin cesar la cruz del animal. Convengo con mis oyentes en que es en mí puerilidad casi indisculpable detenerme en contar las hazañas de este héroe, menos importantes sin duda que las de aquel cuyo nombre va al frente de esta relación; pero yo quiero que aquí, como en la Naturaleza, las pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas, encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia.

Y dicho esto, voy a contar lo que ocurrió cuando encontramos a D. Juan Martín.

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