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Tormento: XL

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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. XXXI
  34. XXXII
  35. XXXIII
  36. XXXIV
  37. XXXV
  38. XXXVI
  39. XXXVII
  40. XXXVIII
  41. XXXIX
  42. XL
  43. XLI
  44. Autor
  45. Otros textos
  46. CoverPage

XL

A las cinco menos cuarto D. Francisco buscaba en el andén del Norte a su primo para darle un cariñoso adiós y media docena de abrazos muy apretados.

«Allí están, en aquel coche reservado—le dijo Felipe, a quien encontró con una cesta, una sombrerera y varias otras cosillas propias de viaje».

El están sorprendió un poco al insigne Thiers; pero Agustín no le dio tiempo a discurrir mucho sobre aquel extraño plural.

«Mira a quién me llevo conmigo»—le dijo, señalando al fondo del coche.

Desconcertado, Thiers masculló algunas palabras; pero luego se repuso, y como no acostumbraba hallar censurable nada de lo que su poderoso primo hacía, concluyó por sonreírse y mirar el asunto por el cristal de la indulgencia.

«¿Qué tal, hija, estás mejor? ¿Vas bien?... Cuida de abrigarte, porque aún no estás fuerte del todo. En el puerto hay mucha nieve. Por Dios, Agustín, que se abrigue bien. Y tú, ten cuidado, que tampoco estás bien de salud. Creo que os pondrán caloríferos... Amparito, que te tapes bien, hija».

—No hay cuidado. Hará el viaje con toda felicidad—dijo Caballero—, y el cambio de aires le sentará maravillosamente.

—También yo lo creo así. ¿Lleváis merienda? Si lo hubieras dicho se te podría haber preparado en casa una botella de buen caldo.

Después los dos primos hablaron un poco, sin que nadie se enterase de lo que dijeron. Amparito, en el opuesto ángulo del coche, atendía a las maniobras de la estación, y observaba sin chistar los viajeros que afanados corrían a buscar puesto, los vendedores de refrescos, de libros y periódicos, las carretillas que trasportaban equipajes, y el ir y venir presuroso del jefe y los empleados. Deseaba que el tren echara a correr pronto. La inmensa dicha que sentía parecíale una felicidad provisional, mientras la máquina estuviera parada.

«Adiós... adiós... que os divirtáis mucho... que escribas, Agustín... Cierra, cierra la puertezuela... Y no os estéis mucho por allá... Adiós... buen viaje. Cuidado cómo dejas de escribir. Estaremos con muchísima pena mientras no sepamos... Adiós, adiós».

Un tren que parte es la cosa del mundo que más semejanza tiene con un libro que se acaba. Cuando los trenes vuelvan, abríos y páginas nuevas.

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