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Nazarín: II

Nazarín
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  4. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  5. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
  6. Cuarta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
  7. Quinta parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II

— Pues por el perdón, ¡toma! — le dijo otra vez el Parricida, pegándole, aunque menos fuerte.

— Y por el desprecio, ¡toma!

Y todos, menos uno, cayeron sobre él, y le golpearon entre risas burlescas, en la cara, en el cráneo, en el pecho y hombros. Más que crueldad y saña, revelaba aquella acometida en conjunto una burla pesada y brutal, de gente zafia, porque los golpes no eran fuertes, aunque sí lo bastante para poblar de cardenales el cuerpo del infeliz sacerdote. Éste, luchando en su interior con más bravura que la primera vez, invocando a Dios fervorosamente, llamando a sí todo el vigor de sus ideas, y atizando el fuego de piedad que ardía en su alma, se dejó pegar, y no articuló protesta ni lamento. Cansáronse los otros de su infame juego, y le dejaron tendido, exánime, sobre las losas. Nazarín no profería palabra alguna: oíase tan sólo su fatigosa respiración. Los criminales callaban también, como si en sus almas se determinara una reacción de seriedad contra las bárbaras y descomedidas burlas. Esa mezcla siniestra de risa y cólera que caracteriza las chanzas brutales, a veces sangrientas, de los criminales empedernidos, suelen tener un rechazo de melancolía negra. En la pausa que se produjo no se oía más que el ardiente respirar de Nazarín y los formidables ronquidos del mendigo anciano que dormía con angélico y profundísimo sueño, ajeno a todas aquellas trifulcas. Soñaba quizá que ponían en sus manos los treinta y seis millones de su hermano de América.

El primero que rompió con palabras la pausa silenciosa fue Nazarín, que se incorporó con todos los huesos doloridos, y les dijo:

— Ahora, sí; ahora..., con vuestros nuevos ultrajes, ha querido el Señor que yo recobre mi ser, y aquí me tenéis en toda la plenitud de mi mansedumbre cristiana, sin cólera, sin instintos de odio y venganza. Conmigo habéis sido cobardes; pero en otras ocasiones habréis sido valientes, y hasta héroes, que también hay héroes en el crimen. Ser león no es cosa fácil; pero es más difícil ser cordero, y yo lo soy. Sabed que os perdono de todo corazón, porque así me lo manda Nuestro Padre que está en los Cielos; sabed también que ya no os desprecio, porque Nuestro Padre me manda que no os desprecie, sino que os ame. Por hermanos queridos os tengo, y el dolor que siento por vuestras maldades, por el peligro en que os veo de perderos eternamente, es un dolor tan vivo, y del tal modo dolor y amor me encienden el alma, que si yo pudiera, a costa de mi vida, conseguir ahora vuestro arrepentimiento, sufriría gozoso los más horribles martirios, el oprobio y la muerte.

Nuevo silencio, más lúgubre que el anterior, porque los ronquidos del anciano ya no se oían. Pasado un breve rato de aquella expectación solemne, que era como el fermentar de las conciencias removidas, agitándose y revolviéndose sobre sí mismas, salió una voz. Era la del criminal que llamamos el Sacrílego, el único que en los insultos y acometidas al pobre clérigo andante había permanecido mudo y quieto. Habló así, sin moverse del rincón en que yacía tumbado:

— Pues yo digo que esto de afrentar y dar de morradas a un hombre indefenso no es de caballeros, ¡vaya!, y digo más: digo que no es de personas decentes, y si me pinchan, os declaro que es propio de canallas y granujas. ¡Ea!, si a alguno le pica, que se rasque, pues a poner los ajos en su lugar nadie me gana. Lo justo, justo es, y lo que se ve con las razones naturales debe decirse. Conque..., ya lo saben, y saben también que mantengo lo que digo, aquí o en dondequiera.

— Cállate, poca lacha — dijo uno del grupo levantisco —, que ya te conocemos. ¡Vaya con la defensa que le sale al Papamoscas!

— Sale porque le da gana, y a mucha honra — manifestó el otro con sombría calma, levantándose —. Porque, aunque malo, siempre defendí al pobre, y nunca le pegué al caído, y cuando he visto a uno con hambre me he quitado el pan de la boca. La necesidad lleva a un hombre a ser lo que somos; pero el quitar algo de lo ajeno no estorba para la compasión.

— Cállate, fulastre, que no tienes alma más que para ofender a tus amigos — le dijo el Parricida —, y siempre tiras a lo santurrón. Por algo no haces tú más que raterías de iglesia, en lo que no se expone la pelleja, porque las imágenes no dicen nada cuando ven que les quitan la plata, y el Santísimo Copón y la Custodia se dejan coger sin decir "Jesús". Mala pata, desagradecido, ¿qué sería de ti sin nosotros? ¡Y vienes aquí a pintarla de guapo y temerón!... ¡Cállate pronto, si no quieres que...!

— Echa, echa bravatas ahora que no tenemos armas. Así eres tú siempre. Pero yo quiero verte fuera, en terreno libre y con manos y cuerpos libres, para decirte que ofender y castigar a un pobre sin defensa, que es bueno y pacífico de su natural y con nadie se mete,, no lo hacen más que los cobardes como tú, ¡mal hijo, mal hermano, animal, que no naciste de hombre y mujer!

Fuéronse uno sobre otro con igual furia, y los demás corrieron a separarles.

— Déjenmele — gritaba el Parricida —, y le arranco de un bocado el corazón.

Y el otro:

— Chillas porque sabes que no te dejan... Siempre que quieras, te saco a paseo todas las entrañas, que ni los cuervos las quieren.

Y plantándose en medio del calabozo con aire arrogante y provocativo, prosiguió así:

— ¡Ea! Caballeros, a callar y oigan lo que les digo. Sepan y entiendan todos que a este buen hombre que está aquí yo le defiendo, lo mismo que si fuera mi padre; sepan que entre tantos pillos, desalmados y ladrones, hay un ladrón decente que, como tiene alma de hombre cristiano, se pone de parte de este que calla cuando le insultáis, que aguanta cuando le maltratáis, y que en vez de ofenderos os perdona. Y para que se enteren y rabien, les digo también que este hombre es bueno, y yo por santo le declaro, y aquí estoy yo para responder a todo el que lo ponga en duda. A ver, pillería, ¿hay alguien que me niegue lo que digo? Que salga el que lo niegue, y si salen todos a la vez, aquí estoy.

Con tan enfática entereza hablaba el Sacrílego, que los otros no chistaron, y, espantados, miraban su rostro, que a la claridad de la luna confusamente se distinguía. Algunos, los menos fieros, empezaron a evadir la cuestión con chirigotas. El Parricida mordiéndose los labios, masticaba palabras soeces y amenazadoras. Echándose en el suelo como un perro indolente, tan sólo dijo:

— Alborota, niño, alborota, para que entren los guardias y me echen a mí la culpa, como siempre, y paguemos justos por pecadores.

— Tú eres el que alborota, mala sangre — dijo el Sacrílego paseándose a lo largo, dueño ya del terreno —. Escandalizas porque sabes que los guardias siempre me echan a mí de todas las camorras. Lo dicho, dicho: este buen hombre es un santo de Dios, y yo lo sostengo delante de toda la canalla del mundo; un santo de Dios, abran las orejas y oigan, un santo de Dios, y el que le toque al pelo de la ropa se verá conmigo aquí y en dónde quiera.

Oyeron al fin los civiles el escándalo, y desde la estancia próxima abrieron para imponer silencio.

— Es una broma, guardia — dijo el Parricida —. De ellos tiene la culpa el clérigo maldito, que se mete a predicarnos y no nos deja dormir.

— No es verdad — afirmó con resolución el Sacrílego —. El clérigo no es culpado ni ha hecho lo que éste dice. El que predicaba soy yo.

Con cuatro ternos y la amenaza de predicar con las culatas de los fusiles, calló toda la pillería, y un silencio disciplinario reinó en la prisión. Mucho después de esto, cuando ya el Parricida y consortes dormían con estúpido sueño, pesada sedación de su barbarie, Nazarín se echó dónde antes había estado el Sacrílego. Éste se le puso al lado, sin hablar con él, como si un respeto supersticioso le atara la lengua. Adivinó esta confusión el sacerdote, y le dijo:

— Dios sabe cuánto te agradezco tu defensa. Pero no quiero que te comprometas por mí.

— Señor, lo hice porque me salió de dentro — replicó el ladrón de iglesias —. No me lo agradezca, que esto nada vale.

— Has sentido compasión de mí; te ha indignado por la crueldad con que me trataban. Esto significa que tu alma no está todavía viciada, y, si quieres, aún puedes salvarte.

— Señor — afirmó el otro con aflicción sincera —, yo soy muy malo y no merezco ni tan siquiera que usted hable conmigo.

— ¿Tan malo, tan malo eres?

— Mucho, muchísimo.

— A ver, a ver: ¿cuántos robos has hecho? ¿Habrán sido... cuatrocientos mil?

— No tantos... En sagrado nada más que tres, y uno de ellos de cosa poca, nada...: una vara de San José.

— ¿Y muertes? ¿Habrán sido ochenta mil muertes?

— Dos nada más: una, por venganza, pues me ofendieron; otra, porque me acosaba el hambre. Éramos tres los que...

— Las malas compañías no han traído nunca cosa buena. ¿Y qué, al mirar para atrás y representarte tus delitos, sientes satisfacción de haberlos cometido?

— No, señor.

— ¿Los miras con indiferencia?

— Tampoco.

— ¿Sientes pena?

— Sí, señor... A veces, un poquito de pena nada más... Vienen los otros y pensando todos en cosas malas, la penita se me borra... Pero otras veces la pena es grande..., y esta noche, grandísima.

— Bien. ¿Tienes madre)

— Como si no la tuviera. Mi madre es muy mala. Por robo y muerte de una criatura, hace diez años que está en el presidio de Alcalá.

— ¡Anda con Dios! ¿Qué familia tienes?

— Ninguna.

— ¿Y te gustaría variar de vida..., no ser criminal, no tener ningún peso sobre tu conciencia?

— Me gustaría..., pero uno no puede... Le arrastran... Luego la necesidad.

— No pienses en la necesidad ni hagas caso de ella. Si quieres ser bueno, basta con que digas: quiero serlo. Si abominas de tus pecados, por tremendos que éstos sean, Dios te los perdonará.

— ¿Está seguro de eso, señor...?

— Segurísimo.

— ¿Es de verdad? ¿Y qué tengo que hacer?

— Nada.

— ¿Y con nada se salva uno?

— Sólo con arrepentirse y no volver a pecar.

— No puede ser tan fácil, no puede ser. Y penitencia... tendré que hacer mucha.

— Sólo soportar la desgracia, y si la justicia humana te condena, resignarte y sufrir tu castigo.

— Pero me mandarán a presidio, y en presidio aprende uno cosas peores que las que sabe. Que me dejen libre y seré bueno.

— En la libertad, lo mismo que en la condena, podrás ser lo que quieras. Ya ves: en la libertad has sido malísimo. ¿Por qué temes serlo en la prisión? Padeciendo se regenera el hombre. Aprende a padecer, y todo te será fácil.

— ¿Me enseñará usted?

— Yo no sé que harán de mí. Si estuvieras conmigo, te enseñaría.

— Yo quiero estar con usted, señor.

— Es muy fácil. Piensa en lo que te digo y estarás conmigo.

— ¿Nada más que con pensarlo?

— Nada más. Ya ves que fácil.

— Pues pensaré.

Cuando esto decían, penetraba por las altas rejas la luz del alba.

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