XXIX
— Duendecillo, ¿querrás hacerme creer que no supiste lo que llevabas?
— No lo supe. Verás: al caer de aquella tarde, cuando no hacÃa una hora que yo habÃa vuelto con la tartera llena de tocino del cielo, el Sr. Tajón me mandó a Getafe para que allà estuviese con mi padre hasta que se me ordenara venir. Mucho me dio que cavilar tal determinación. ¿Será por esto? ¿será por lo otro? Yo sospechaba... algo veÃa yo; pero nada con claridad. Pues señor: viene de repente el gran tronicio de aquella mojiganga que llamaron del Relámpago... Empiezan a prender gente, y los primeritos que caen son mis señores y el tuyo, y me los mandan desterrados qué sé yo dónde. Mi padre y yo nos vimos perdidos, porque a los Escolapios de Getafe no les llegaba la camisa al cuerpo, temiendo que allá podrÃa llegar la quema... A Madrid nos vinimos. Mi padre se escondió en casa de unos boteros amigos suyos de la calle de Segovia; yo, no sabiendo qué hacerme, pues a Palacio no habÃa de volver ni atada, pensé que no hallarÃa refugio mejor que el Convento, y allà me metÃ... Ya te contaré otro dÃa mi vida en Jesús, donde la mayor desdicha fue hacer mi primer conocimiento con esa perra boticaria... Hoy, por completar esta historia mÃa palaciega, bien triste, te diré que en el Convento, andando dÃas, supe que la noche del tocino del cielo... asà marco yo aquella fecha condenada... hubo en Palacio rebullicio y mucho miedo, del cual nada me tocó, gracias a Dios, por estar yo en Getafe... Por orden del señor Mayordomo Mayor se registraron muchas viviendas del piso segundo... Porteros y azafatas, y hasta damas fueron registradas, obligándolas a enseñar el pecho y a levantarse las enaguas, mismamente como registran a las cigarreras al salir de la fábrica, por si se llevan tabaco escondido...
— Ya era tarde para esos registros... ¡ay qué risa! Hija, para contrabandista no tienes precio.
— Te lo aseguro, Rosenda: no supe lo que llevaba... pienso que no serÃa cosa buena. Déjame que suspire un poco. El recordar mi vida de Palacio me pone aquà un peso, una opresión...! Nunca he sido más inútil que en aquel tiempo; nunca me he sentido más sola; nunca me han aburrido tanto las máscaras, pues máscaras me parecÃan cuantas personas traté en aquella casa... Tanto me amarga este recuerdo, que no he contado los lances de aquella mi vida boba más que a dos personas: a TomÃn, a poco de conocerle, y hoy a ti. A la boticaria, nada o muy poco de esto le conté, porque con esa maldita nunca tuve yo verdadera confianza... siempre la temÃa, siempre de ella desconfiaba... No sirvo yo para esa vida de los palacios grandes, grandes... Las personas me parecen figuras que han salido de los tapices, y que hablando y moviéndose siguen siendo de trapo... En todo no ves más que vanidad, mentira, y todo se te confunde y se te vuelve del revés; llegas a no saber si los criados parecen señorones o los señorones parecen criados.
—¡Quita allá, tonta...! — dijo la Capitana con franco regocijo —. Cada una debe mirar por su adelanto... Pues a mà me gustarÃa meterme en esa vida. Para eso he nacido yo, para vivir con suposición entre personas encumbradas, para pasar el rato curioseando, viendo lo que se traen estos y los otros, y poniendo mis manos en cualquier enredillo... VerÃan en mà un capeo superior... Pronto me buscarÃan para las suertes de más cuidado.
— No te compongas, Rosenda. Tu Don Paco no te llevará a la Casa Grande, si antes no enviuda y se casa contigo.
— Es de la CofradÃa del Qué Dirán y de la santÃsima Opinión.
—¡Quién les habÃa de decir a los Tajones, cuando los desterraron, que pronto habÃan de volver a sus puestos y a sus intrigas! — dijo Cigüela cavilosa —. Esto prueba que en esa casa no hay idea de justicia, ni formalidad para nada. Sólo una persona serÃa justa si la dejaran, y es la Reina; pero no la dejan: la tienen metida en un fanal pintado de mentiras para que no vea la justicia ni la verdad. Asà anda todo...».
Cayó en tristes meditaciones, de las que con trabajo la sacó su amiga. «Ya ves tú si soy desgraciada — dijo la pobre mujer suspirando —. Ni en Palacio hay justicia, ni yo me veo con fuerza para entrar en busca de ella. ¡Valiente caso me harÃan!... No hay salvación para mÃ.»
— Todo es posible, querida mÃa — le dijo Rosenda —, si sigues por el caminito que yo te señalo. Lo primero, casarte, antes hoy que mañana... después estableceros en Madrid; después libertad...
—¡No, Rosenda, no hay libertad que valga, ni casorio, ni nada de eso! — exclamó Lucila en una erupción repentina de su pena latente —. Yo no me caso... No puedo, no quiero engañar a ese buen hombre... Prefiero la miseria, y todos los males que pudieran venir sobre mû. Se levantó, y con las manos en la cabeza recorrió la estancia con incierto paso, diciendo: «Que no me caso, que no, que no... Pues TomÃn está vivo, tengo que consagrarme a buscarle... Has de decirme pronto si es D. Francisco Tajón quien le ha visto, y dónde, y has de decirme cuándo saldrá TomÃn para Puerto Rico... Tú sabes más, más de lo que me has dicho, Rosenda; te lo conozco en la cara, te lo leo en los ojos...»
— Si quieres que yo sea tu amiga — dijo la otra, que para sosegarla fue tras ella, y la enlazó del brazo —, no me pidas cosa ninguna contraria a lo que creo tu bien. Y no vuelvas a decir disparate como ese de 'no me caso', porque... Ya sabes que gracias a Dios soy de caballerÃa; y que las gasto pesadas... Con que... ándate con tiento.
— Dime dónde está TomÃn; dÃmelo pronto — exclamó Lucila, con todo el brÃo de voluntad que su renovada pena le daba —. Mira, Rosenda, que yo, gracias a Dios, soy de artillerÃa; mira que no veo, que no puedo ver nada por encima de lo que es mi pasión, mi ser, mi vida... DÃmelo pronto.
— No quiero; no sé nada... A ver quién puede más.
— Rosenda, no eres amiga — gritó Lucila alzando la voz con tonos iracundos —, o lo eres también falsa y traidora, como la boticaria... Si no me contestas a lo que te pregunto, hablaré con el Sr. Tajón.
—¿SÃ...? Me parece bien — replicó Rosenda, que ideó desarmarla con un chiste —. Pero ven prevenida: tráete un candelero de bronce... para igualarle el testuz, marcándole el sitio del pitorro izquierdo...».
No producÃa Rosenda con su humorismo todo el efecto que buscaba; pero algo se amansó Lucila oyendo aquellos disparates. «No bromees — le dijo —, que esto es muy serio». Insistió la moza, con la terquedad de los enamorados, tan parecida a la de los locos. No pudiendo la otra calmar su ansiedad con negativas, se formó rápidamente un plan de respuesta que al propio tiempo satisficiera los anhelos de su amiga, y la desviara de la torcida senda. Mujer de cabeza ligera, o si se quiere ligerÃsima, desmoralizada y sin otra mira ya que ir derivando su frivolidad hacia el positivismo y el vivir regalado, no era mala persona en el fondo, y su viciada naturaleza ocultaba un corazón bueno. Viendo cuán fácilmente se levantaban en el alma de su amiga las llamadas del mal extinguido incendio, sintió pesar de haber atizado el fuego con la noticia referente a TomÃn. La mejor enmienda de su error no era desmentir o retirar lo dicho, sino agregarle alguna caritativa falsedad que a la buena moza le quitara el gusto y la intención de arriesgadas aventuras. Como Domiciana, levantó un artificio lógico, pero con idea benévola y mirando al bien de la infortunada mujer. «Pues te empeñas en saberlo — dijo —, en Palacio está el hombre, con destino, que ahora no recuerdo; pero me informaré... Ya ves que allà es mayor locura que en parte alguna pretender cogerle, como se coge un perrito extraviado, y llevártele contigo. Piensa en los estorbos que allà te saldrán, en el sin fin de personas odiosas y antipáticas que encontrarÃas».
Calló Cigüela, vencida de estas razones, y su dolor, imposibilitado de manifestarse en actos, se condensó en lo Ãntimo... A los sollozos siguió un llorar ardiente, sin tregua. Rosenda la consolaba, ya con nuevas razones, ya con cuchufletas... «Si quieres, cambiamos: dame a D. Vicente con TomÃn detrás de la cortina, y yo te doy a mi D. Paco con su pisar de loro...»
—¿Ves, ves lo desgraciada que soy? — decÃa Lucila cuando el llanto le permitió el uso de la palabra —. A donde quiera que voy, Dios me dice: 'alto; de aquà no se pasa...'. Dos caminos tengo: o matarme o casarme... No sé cuál es peor.
— Yo no vacilarÃa... Me casarÃa primero... y después a pensar en matarme... pero sin prisa, que estas cosas deben hacerse después de bien maduradas...
— Pero antes de casarme ¿no te parece que debo dar algunos pasos, a la calladita, por ver de ponerme al habla con TomÃn?... ¡Le escribiré una carta!
—¡Escribirle! — contestole Rosenda con buena sombra —. No es mala idea; pero debes aguardar a que tu maestro te enseñe la letra bien clara y la perfecta ortografÃa...
— No te burles... ¿Y no será fácil cogerle cuando salga para Puerto Rico?... Todo está en averiguar la hora de salida, y... Pero nada de esto puedo hacer sin que me ayude alguien...».
Interrumpidas por Ansúrez, que bruscamente llegó, las dos mujeres callaron. Lucila limpió sus lágrimas, mientras Rosenda se enteraba de los recados que traÃa el buen celtÃbero.
Despachó este en cuatro palabras, ávido de desembuchar las graves noticias que de la calle traÃa. «Prepárense — les dijo en el tono solemne que usaba —, para saber del grande suceso que a estas horas va retumbando por todo el mundo, de pueblo en pueblo. ¿Están preparadas? Pues oigan: El Sr. D. Luis Napoleón, que era, como se dice, Presidente de la República de los franceses, ha dado un puntapié a la Constitución de allá, y se quiere nombrar a sà mismo... aciértenlo... pues Emperador de la Francia... que es como ser sucesor del otro Napoleón, que fue Primero... y lo que yo no entiendo es que no habiendo tenido Segundo, tengan ahora Tercero».
Oyó Lucila con desprecio la noticia, pues maldito lo que le importaba que cayesen Repúblicas y se levantaran Imperios; pero Rosenda, a quien algo se le alcanzaba de tales cosas, dijo que si el Sr. Ansúrez no venÃa bebido, y era verdad la especie, ello era muy grave, y traerÃa cola...
—¡Cola! — exclamó Ansúrez —. Tan grande será, que por mucho que arrastre, no le veremos el fin. En la Puerta del Sol, junto al Principal habÃa tanta gente que aquello parecÃa el pregón de la Bula, y en los corrillos leÃan un parte escrito que ha venido de ParÃs por los signos de las torres, el cual dice que Emperador es ya el caballero, o lo será pronto, porque falta todavÃa el requisito de ser votado por toda la plebe de Francia... Según lo que por ahà corre, es ahora seguro que vuelve a mandarnos el de Loja, quiéranlo o no Palacio y las monjitas, porque el Napoleón, D. Luis, es gran amigote de Narváez... como que a comer y cenar le convidaba todos los dÃas, y andaban siempre de bracete por los paseos y bolÃvares... Esto se dice, y si es verdad, yo me alegro, porque ya se va poniendo esto muy al son de la clerecÃa. Bueno es que se muden las tornas, y cambien las aguas, para que lo seco se moje y lo mojado se seque; bueno será que se limpien muchos comederos, y se llenen otros que ha tiempo están vacÃos...
—¡Ay! no, amigo Ansúrez — dijo Rosenda con cierta inquietud —: deje usted los comederos como están... ¿Pero se dice por ahà que tendremos trastornos?
— Y tales serán que lo alto se suba más, y lo bajo se precipite hasta los profundos abismos; pues sabido es que cuando Francia estornuda, España dice Jesús, como que las dos naciones están tan unidas por fuera y por dentro como la nariz y la boca... En fin, señora, ya sabe lo que ocurre, y mi hija y yo nos vamos, que es hora ya de tocar a retirada».
Despidiose Lucila de su amiga y partió con su padre, abatida, silenciosa, llevando en sà algo para ella de más peso y magnitud que el nuevo Imperio que a punto estaba de levantarse. Recorrido habÃan ya largo trecho, cuando Lucila, parándose, dijo al celtÃbero: «Padre, cuando yo estaba en el Convento, siempre que venÃan noticias de alguna trifulca en Francia, decÃan las Madres: 'esos demonios de franceses nos van a traer acá un cataclismo'. Usted, que con su talento natural ve tan claras todas las cosas, dÃgame: ¿cree que habrá en España cataclismo?»
— Hijita, deja que pueda hacerme cargo de lo que resulte en Francia de ese voto que ha de dar la plebe. El echar a rodar Napoleón el Trono de la República, para poner las gradas del Imperio, quiere decir que no se quieren las pasteleras libertades... ¿Pues qué hará en vista de esto el Progreso...? Sacará clavos con los dientes antes que humillarse... Veremos, y vengan dÃas, de donde podamos sacar el juicio de las cosas.
— Porque yo quiero que haya cataclismo, padre, mucho cataclismo; que los injustos caigan y sean pisoteados por los sedientos de justicia; que los que cometieron tropelÃas sean hechos polvo, y que los buenos se alegren. Justicia quiero, y habiendo justicia, habrá paz. ¿Esto cómo se llama? ¿Se llama República; se llama Imperio?».