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La Primera República: XXVIII

La Primera República
XXVIII
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XXVIII
  31. XXIX
  32. Autor
  33. Otros textos
  34. CoverPage

XXVIII

Ya no vi más, porque el divino forjador me sacó del patinillo, no sé cómo ni por dónde, y me encontré con él en lo alto de una calleja de tan áspera pendiente que más parecía despeñadero. Pensaba yo en los volatines que tenía que hacer para el descenso, cuando el titán me cogió en brazos, como si yo fuera un monigote de papel, y me bajó hasta un rellano donde había un pretil. Debajo del pretil se veía la muralla, y más abajo el mar.

Nos sentamos los dos. No pude yo expresar mi estado de espíritu más que con un suspiro, tan hondo y grande como si con él echara toda mi alma. El atleta me miró atentamente, y sus labios de mármol pronunciaron estas palabras desgarradoras: «Floriana es mi novia...».

Ni para temblar me quedaron fuerzas después de oído esto. El corazón se me achicaba, y llegué a sentirlo del tamaño de una nuez cuando el varón estatuario remató así su concepto: «Mi novia es, y ningún mortal puede aspirar a su amor... Te lo digo en el lenguaje vulgar de tu tiempo, y traduzco el lenguaje eterno, para que pueda ser por ti fácilmente comprendido. Las divinidades que gobiernan el mundo han dispuesto que el Fuego plasmador se una en coyunda estrecha con la Feminidad graciosa y fecunda, para engendrar la felicidad de los pueblos futuros. Antes que acabe esta generación se ha de ver en pos de Floriana un enjambre de mil niñas, que al llegar a la edad juvenil encarnarán la belleza, la ternura, la gracia y sutileza educativa que has admirado en la excelsa regidora de esa humilde escuela. Cada una de esas mil criaturas, hijas de Floriana, dará al mundo otras mil. Ya puedes comprender que con un millón de maestras como esta que has visto, tu patria y las patrias adyacentes serán regeneradas, ennoblecidas y espiritualizadas hasta consumar la perfecta revolución social».

Atontado escuché... Hallábame, como si dijéramos, henchido de resignación... Nada se me ocurría que pudiera ser digna respuesta a predicción tan sublime... Yo, Tito Liviano, el hombre raquítico, enclenque, de ruin naturaleza, residuo miserable de una raza extenuada, politicastro que pretendía reformar el mundo con discursos huecos, con disputas doctrinales, fililíes retóricos y dogmáticos requilorios, me sentí tan humillado, que anhelé con toda mi alma huir de la comparación con aquel ser titánico de infinita grandeza... Me levanté, y con la frase más vulgar del lenguaje de mi tiempo le dije: «Ya debo retirarme. Adiós, señor».

Al dar el primer paso vi bajo mis pies una escalera quebrada, empinadísima, en cuyo fondo adiviné un abismo. Viéndome perplejo, el hermoso gigante tiró de mí diciendo: «Por aquí bajarás mejor». Se volvió hacia la muralla y me arrojo por un inmenso talud o escarpa de inconmensurable altura. «¡Adiós, Tito —me dije—, que aquí pereces!...». Contra lo que pensaba, descendí con suave rapidez como si la pendiente fuera de algodones, y caí de pie en la playa, sano y salvo, sin contusión ni rozadura, sin polvo ni el menor desperfecto en mi ropa.

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