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Ya cercano el día, iban los alborotadores camino del cielo, más contentos que unas Pascuas, dando brincos por esas nubes, y eran millones de millones, todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas y cortas que batían más rápidamente que los más veloces pájaros de la tierra. La bandada que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar los ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como cuando el firmamento se llena de nubes.
"A prisa, a prisa, caballeritos, que va a ser de día, — dijo uno —, y el Abuelo nos va reñir si llegamos tarde. No valen nada los Nacimientos de este año... ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos...! Celinina iba con ellos, y como por primera vez andaba en aquellas altitudes, se atolondraba un poco." "Ven acá, — le dijo uno —, dame la mano y volarás más derecha... Pero ¿qué llevas ahí? — Esto — repuso Celinina oprimiendo contra su pecho dos groseros animales de barro.— Son pa mí, pa mí.
— Mira, chiquilla, tira esos muñecos. Bien se conoce que sales ahora de la tierra.
Has de saber que, aunque en el Cielo tenemos juegos eternos y siempre deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche para que enredemos un poco en los Nacimientos. Allá arriba se divierten también esta noche, y yo creo que nos mandan abajo porque les mareamos con el gran ruido que metemos... Pero si Padre Dios nos deja bajar y andar por las casas, es a condición de que no hemos de coger nada; y tú has afanado eso.
Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió: — Pa mí, pa mí.
— Mira, tonta, — añadió el otro —, que si no haces caso nos vas a dar un disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en esta nube. Al fin Celinina cedió, y bajando, entregó a la tierra su hurto.