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El Amigo Manso: XLVII. No me dejaba a sol ni sombra

El Amigo Manso
XLVII. No me dejaba a sol ni sombra
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. Yo no existo
  4. II. Yo soy Máximo Manso
  5. III. Voy a hablar de mi vecina
  6. IV. Manolito Peña, mi discípulo.
  7. V. ¿Quién podrá pintar a doña Cándida?
  8. VI. Se llamaba Irene
  9. VII. Contento estaba yo de mi discípulo
  10. VIII. ¡Ay mísero de mí!
  11. IX. Mi hermano quiere consagrarse al país
  12. X. Al punto me acordé de Irene
  13. XI. ¿Cómo pintar mi confusión?
  14. XII. ¡Pero qué poeta!
  15. XIII. Siempre era pálida
  16. XIV. ¿Pero cómo, Dios mío, nació en mí aquel propósito?
  17. XV. ¿Qué leería?
  18. XVI. ¿Qué leía usted anoche?
  19. XVII. La llevaba conmigo
  20. XVIII. Verdaderamente, señores...
  21. XIX. El reloj del comedor dio las ocho
  22. XX. ¡Me parecía mentira!
  23. XXI. Al día siguiente...
  24. XXII. Esto marcha
  25. XXIII. ¡La historia en un papelito!
  26. XXIV. ¡Tiene usted que hablar!
  27. XXV. Mis pensamientos me atormentaban...
  28. XXVI. Llevose el dedo a la boca imponiéndome silencio
  29. XXVII. La de Irene domina a las otras tres
  30. XXVIII. Habla Peñita
  31. XXIX. ¡Oh, negra tristeza!
  32. XXX. ¿Con que se nos va usted?
  33. XXXI. ¡Es una hipócrita!
  34. XXXII. Entre mi hermano y yo fluctuaba una nube
  35. XXXIII. ¡Dichoso corazón humanitario!
  36. XXXIV. ¡Y al fin entré por tu puerta, casa misteriosa!
  37. XXXV. Proxenetes
  38. XXXVI. ¡Esta es la mía!
  39. XXXVII. Anochecía
  40. XXXVIII. ¡Ah!, traidor, embustero!
  41. XXXIX. Quedeme solo delante de mi sopa
  42. XL. Mentira, mentira.
  43. XLI. La pícara se sentó con la espalda a la luz
  44. XLII. ¡Qué amargo!
  45. XLIII. Doña Javiera me acometió con furor
  46. XLIV. Mi venganza
  47. XLV. Mi madre...
  48. XLVI. ¿Se casaron?
  49. XLVII. No me dejaba a sol ni sombra
  50. XLVIII. La boda se celebró
  51. XLIX. Aquel día me puse malo
  52. L. ¡Que vivan, que gocen! Yo me voy.
  53. Autor
  54. Otros textos
  55. CoverPage

XLVII. No me dejaba a sol ni sombra

Bendiciones mil a mi cariñosa vecina, que sin duda se había propuesto hacerme agradable la vida y reconciliarme con lo humano. ¡Ley de las compensaciones, te desconocerán los que arrastran una vida árida, en las estepas del estudio; pero los que una vez entraron en las frescas vegas de la realidad...! Abajo las metafísicas, y sigamos.

Fatigadillo estaba yo una mañana cuando... tilín. Era Ruperto, que me pareció más negro que la misma usura.

"Mi ama, que vaya luego...".

— Ya me cayó que hacer. ¿Qué ocurre? Voy al instante.

Hallé a Lica muy alarmada porque en el largo espacio de tres días no había ido yo a su casa. En verdad era caso extraño; me disculpé con mis quehaceres, y ella me puso de ingrato y descastado que no había por donde cogerme.

"Pues verás para lo que te he llamado, chinito. Es preciso que acompañes a D. Pedro...".

—¿Y quién es D. Pedro?

—¡Ay qué fresco! Es el padre de Robustiana, ese señor tan bueno... Es preciso que le busques papeleta para ver la Historia Natural.

—¡Qué más Historia Natural que él y toda su familia!

— No seas sencillo. Es un buen sujeto. Acompáñale a ver Madrid, pues el pobre señor no ha visto nada. A uno de los chicos hay que colocarlo...

—A todos los colocaremos... en medio de la calle.

—¡Chinchoso! El ama es muy buena. Máximo, buena mano tuviste... Si no hay otro como tú...

—¿Y José María?

—¿Ese? Otra vez en lo mismo. Ya no se le ve por aquí. Parece que lo del marquesado está ya hecho.

— Saludo a la señá marquesa.

—A mí... esas cosas...

No obstante su modestia y bondad, lo de la corona le gustaba. La humanidad es como la han hecho, o como se ha hecho ella misma. No hay idea que la tuerza.

"Yo quiero mi tranquilidad — añadió —. José María está cada vez más relambido... pero con unas ausencias, chinito... Ya se acabó lo de la comisión de melazas, y ahora entra lo de la comisión de mascabados".

A poco vimos aparecer a mi hermano, y lo primero que me dijo, de muy mal talante, fue esto:

"Mira, Máximo, tú que has traído aquí esta tribu salvaje, a ver cómo nos libras de ella. Esto es la langosta, la filoxera; no sé ya qué hacer. Me vuelven loco. También tú tienes unas cosas... El uno pide papeletas, y me va a buscar al Congreso, la otra pide destinos para sus dos lobatos... En fin, encárgate tú, que los trajiste, de sacudir de aquí esta plaga".

"Los pobres — murmuró Lica —, son tan buenos...".

— Pues ponerles en la calle — indiqué yo.

—¡No, no, que se le retira la leche! — exclamó con espanto Manuela —. Habla bajo, por Dios... Pueden oír...

Hablando bajito, quise dar una noticia de sensación, y anuncié la boda de Manuel Peña. Manuela se persignó diferentes veces. Mi hermano, atrozmente inmutado, no dijo más que:

"Ya lo sabía".

Disimulaba medianamente su ira, tomando un periódico, dejándolo, encendiendo cigarrillos. Después, como, al ir a su despacho, tropezara en el pasillo con el célebre D. Pedro, que sombrero en mano le pedía no sé qué gollería, montó en súbita cólera, sin poder contenerse...

"Oiga usted, don espantajo — le dijo a gritos —, ¿cree usted que estoy yo aquí para aguantar sus necedades? A la calle todo el mundo; váyase usted al momento de mi casa, y llévese toda su recua...".

¡Dios mío la que se armó! El titulado D. Pedro o tío Pedro, pues sólo mi cuñada le daba el don, dijo que a él no le faltaba nadie; su digna esposa se atrevió a sostener que ella era tan señora como la señora; los chicos salieron escapados por la escalera abajo, y Robustiana empezó a llorar a lágrima viva. Muerta de miedo estaba Lica, que casi de rodillas me pidió pusiera paz en aquella gente y librara a mi ahijado de un nuevo y grandísimo peligro. En tanto sentíamos a José María dando patadas en su cuarto, en compañía de Sainz del Bardal, a quien llamaba idiota por no sé que descuido en la redacción de una carta.

"Al fin se le hace justicia", pensé; y no tuve más remedio que amansar a D. Pedro y a su mujer, diciéndoles mil cosas blandas y corteses, y llevándoles aquella misma tarde a ver la Historia Natural. A los chicos tuve que comprarles botas, sombreros, petacas y bollos. Lica hizo un buen regalo a la madre del ama. Yo llevé al café por la noche al hotentote del papá; y por fin, al día siguiente, con obsequios y mercedes sin número, buenas palabras y mi promesa formal de conseguir la cartería y estanco del pueblo para el hijo mayor, logramos empaquetarles en el tren, pagándoles el viaje y dándoles opulenta merienda para el camino.

¡Cuándo acabarían mis dolorosos esfuerzos en pro de los demás!

"Esto es una cosa atroz — dije para mí, parodiando a doña Cándida —. Bienaventurado es aquel que enciende una vela a la caridad y otra al egoísmo".

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