XXII
Dicho y hecho: desde la mañana del dÃa siguiente, D. Mauro pareció dispuesto a llevar adelante su bestial propósito, el de precipitar el martirio de Inés, casándola consigo mismo, como él decÃa en su bárbaro lenguaje. La táctica de amabilidad y de astuta dulzura, recomendada por el licenciado Lobo, se consideró inútil, siendo sustituida por un sistema de terror, que ponÃa en fecundo ejercicio las facultades todas de doña Restituta. Antes de partir a la reunión donde D. Mauro y otros dos comerciantes debÃan ponerse de acuerdo para la subasta del abastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plantear por sà mismo el nuevo sistema.
Dispuso que Inés no saldrÃa de su cuarto ni para comer, que los vidrios y maderas de la ventanilla que daba a la calle de la Sal, se cerraran, asegurándolas por dentro con fuertÃsimos clavos, y que se colocara un centinela de vista dentro de la misma pieza, cuya misión a nadie podÃa corresponder más propiamente que a Restituta.
Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, ni hablarla, ni prevenirla, porque todo indicaba que aquella tenaz vigilancia no concluirÃa sino cuando los Requejos vieran satisfecho su ardiente anhelo de casar a la muchacha consigo mismos. Por último, llegaron las vejaciones ejercidas contra Inés hasta el extremo de notificarle enérgicamente que no verÃa la luz del sol sino para ir a casa del señor vicario a tomar los dichos. La situación de Inés era por lo tanto insostenible y tan crÃtica, que me decidà a intentar resueltamente y sin esperar más tiempo, su anhelada libertad.
Para hacer algo de provecho, era indispensable aprovechar un dÃa en que ambas fieras, macho y hembra, salieran a la calle a cualquier negocio, pues pensar en la fuga mientras nuestros carceleros estuviesen en la casa, era pensar en lo excusado.
D. Mauro, ocupado en su contrata, salÃa con frecuencia; pero Restituta, imperturbable como esfinge faraónica, no se movÃa de la casa, ni del cuarto, ni de la silla. Para vencer tan formidable dificultad, discurrà a fuerza de cavilaciones el siguiente medio.
Mi seductora ama tenÃa la costumbre, harto lucrativa, de asistir a todas las almonedas que se anunciaban en el Diario, y hacÃalo con la benemérita intención de pescar muebles, colchones, ropas, adornos de sala y otros objetos, que adquiridos por poco precio, vendÃa después en dos o tres prenderÃas de la calle de Tudescos, que eran de su exclusiva pertenencia, aunque no lo pareciese. Hacia el 15 de Abril tuvo noticia de un ajuar completo de ricos muebles puestos en almoneda en una casa de la plazuela de Afligidos. HabÃales ella visto y examinado, y aunque le parecieron de perlas, no los tomó porque la dueña, que era viuda de un consejero de Indias, no se resignaba a entregar su única fortuna casi de balde.
Regatearon: Restituta ofreció una cantidad alzada; mas no fue posible la avenencia, y volviose aquella a su casa sin aflojar los cordones de la bolsa, aunque harto se le conocÃa su desconsuelo por haber dejado escapar negocio de tal importancia. Pues bien, sobre aquella almoneda, sobre aquel regateo, sobre este desconsuelo, fundé yo el edificio de la invención que debÃa quitarme de delante a mi señora doña Restituta por unas cuantas horas.
Era un domingo, dÃa 1º de Mayo. Salà por la mañana, y dirigiéndome a mi antigua casa, buscáronme allà una mujer que se encargó de llevar a doña Restituta el recado que puntualmente le di. Estaba el ama, a las cuatro de la tarde, sentada en el cuarto de la costura, cuando se presentó mi comisionada en la casa, diciendo que la señora de la plazuela de Afligidos consentÃa en dar los muebles a la señora de la calle de la Sal, por el precio que esta habÃa tenido el honor de ofrecer.
Dio un salto en su asiento Restituta, y al punto su acalorada imaginación ilusionose con las pingües ganancias que iba a realizar. Se vistió con aquella ligereza viperina que le era propia, y después de cerrar el balcón y la puerta de la habitación de Inés, tuvo la condescendencia incomparable de entregarme la llave de la puerta que conducÃa a la escalerilla principal: encargó a Juan de Dios el mayor cuidado, y salió.
Cuando la vi salir, respiré con indecible desahogo. Pareciome que huÃa para siempre, llevada en alas de vengadores demonios.
Ya no podÃa perder un instante, y dije a mi amiga desde fuera.
— Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, y aguarda un momento.
La única contrariedad consistÃa ya en que Juan de Dios descubriese mi intriga, oponiéndose a nuestra fuga; pero yo contaba con la facilidad que ha existido siempre para cegar por completo a quien ya tiene ante los ojos la venda del amor.
Bajé a la tienda, y ya desde el primer momento advertà que la fortuna no me era muy favorable, porque Juan de Dios estaba en conversación con dos militares franceses, y no era aquella ocasión a propósito para que me diera la llave falsificada que hacÃa falta.
Diré brevemente por qué estaban allà los dos franceses. Un oficial de administración militar fue en busca de mi amo para hablarle de no sé qué particularidades relativas al contrato de abastecimiento: acompañábale otro que me parecÃa teniente de la guardia imperial, el cual, entablada conversación con Juan de Dios, habló en incorrecto español y dijo que era del paÃs vasco—francés. Como el hortera habÃa nacido y criádose en el mismo paÃs, al punto se las echaron los dos de compatriotas, y hubo apretones de manos. El extranjero era un mozo alto y rubio, de modales corteses y simpática figura.
—¿No recuerda Vd. la familia Sajous, en Bayona? — dijo a Juan de Dios.
—¿Pues no la he de recordar? Mi padre, D. Blas Arroiz, estuvo de escribiente en casa de Mr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después en casa de otro Sajous en Saint— Sever — repuso Juan de Dios.
— El de Saint—Sever es mi padre — añadió el francés —; pero yo nacà en Puyoo, donde aquel tiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo de haber oÃdo hablar en mi niñez de un administrador guipuzcoano que falleció en nuestra casa.
A este tenor continuaron hablando un cuarto de hora, hasta que al fin, después de mutuas felicitaciones y ofrecimientos, despidiose el francés, prometiendo volver a visitarnos. Yo estaba tan impaciente, que necesité disimular mi agitación para que no se me conociera en el semblante lo que traÃa entre manos. Sin perder tiempo, porque perderlo era perderme, dije a Juan de Dios: — Vamos, amigo; este es el momento de entregar a la niña la carta amorosa que Vd. tiene escrita.
— SÃ, chiquillo, aquà está — repuso mostrándome la epÃstola, que era un monumento caligráfico —. ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna vez letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Y esas letras con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres dÃas de tarea eché en ese nombre divino, que como el de Jesús PRIVAT E Endulza el alma y la lengua
más que con la miel y azúcar,
con sólo sus cinco letras.
Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué perfiles!, y toda la carta está lo mismo. No tiene más que once pliegos; pero me parece que es bastante. Como es la primera que le escribo, no debo marearla mucho: ¿no te parece? — Me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora. Pero lo que importa es llevársela cuanto antes, pues la espera con impaciencia.
—¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le has dicho algo? — No... verá Vd... Ella debe haberlo adivinado. Cuando la di el ramo dÃjele que se lo mandaba una persona de la casa que la querÃa mucho y tenÃa pensado sacarla de aquÃ: ella lo besó.
—¡Lo besó! — exclamó el mancebo, tan conmovido, que algunas lágrimas asomaron a sus ojos —. ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divinos labios. ¡Ah!, Gabriel, ¿crees tú que me corresponderá? — No lo creo, sino que lo afirmo — respondà enérgicamente —. Pero venga la carta. Pues no se va a poner poco contenta. Ahora caigo en que me debe usted dar la llave que encargó al cerrajero, para que yo entre y le dé la carta en propia mano, porque no está bien visto que una cosa de tanta importancia se arroje asÃ... pues.
— No: la llave no te la daré — contestó — porque no necesitas entrar. Quiero que esté sola, para que se entregue a sus anchas al placer de la lectura. ¿Con que dices que lo recibió bien? — Pero la llave, la llave... ¿No me da Vd. la llave! — No: la llave no te la doy. Déjala encerrada, que no faltará quien la saque pronto. ¡Ay!, si me atreviera a ir yo mismo, y a hablarla... Pero no. En la carta le digo mi amor y mis proyectos; le digo que la sacaré pronto de esta espantosa esclavitud, y que será mi mujer, mi mujercita, pues nos casaremos en tierras lejanas... ¿Sabes tú por dónde se va a alguna de esas islas desiertas que nos cuentan...? Iremos; porque has de saber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he guardado mis ganancias desde hace veinte años. Lo malo es que todo lo tengo en poder de los Requejos... pero ya, ya tomaré yo lo que me pertenezca. Entre esta noche y mañana he de poner por obra mi plan. ¿Ves esta carta que tengo aquà para mi amo?, pues de esto depende todo.
Cuando él lea esta carta... pero esto es un secreto... punto en boca.
—¿De modo que no me da Vd. la llave? — No. ¿Para qué? No quiero que la veas, no quiero que la hables, cuando yo no la hablo ni la veo. Al considerar que si entras en su cuarto te ha de mirar, siento unos celos... ¡Ay!, yo me muero, Gabriel; yo no duermo, ni como, ni bebo. Si no tuviera qué hacer me estarÃa dÃa y noche paseando por los Melancólicos. Esta es mi única delicia, pensar en ella, representármela en la imaginación y entablar con ella unos diálogos que no tienen fin. A cada instante la abrazo y la beso a mis anchas, le pongo una flor en la cabeza, la llevo en mis brazos cuando está cansada, la arrullo, le canto para que se duerma y la visto por la mañana cuando despierta.
— Asà es Vd. feliz — repuse —; pero si me diera usted la llave le contarÃa todo eso.
— No; yo se lo diré mañana, esta noche quizás — dijo Juan de Dios con exaltación —.
¿Pues qué crees tú que soy capaz de consentir un dÃa más los martirios que padece? Gabriel: a ti te puedo confiar mis planes. ¡Esta noche, esta noche quedará Inés en libertad! ¿Tú sabes por dónde se va a alguna isla desierta?... Anda lleva la carta, se la arrojas por el tragaluz; ¿entiendes? Pobrecita: qué dirá cuando vea que hay quien se interesa por ella, quien la adora, y está dispuesto a sacrificar vida, hacienda y honor... Asà se lo he dicho esta mañana al SantÃsimo Sacramento y a la Virgen MarÃa. Todos los dÃas voy a misa y ruego por ella a Dios y a los Santos. Esta mañana cuando el cura alzaba el cáliz, le miré y dije: "SantÃsimo Sacramento de mi alma, yo amo a Inés. Si quieres que no la ame más que a ti, dámela. Nunca te he pedido nada. Con ella seré bueno, sin ella seré... lo que el demonio quiera". Anda, Gabriel; llévale de una vez la esquelita.
A este punto llegábamos, cuando entró D. Mauro con dos amigos. Diole Juan de Dios la carta de que antes me habÃa hablado con tanto misterio, y cuando la hubo leÃdo lanzó grandes exclamaciones de coraje, que a todos los presentes nos infundieron miedo. Al instante hizo salir a Juan de Dios con una comisión apremiante, y yo me retiré. Aunque el maniático no habÃa querido entregar la llave, comprendà que no debÃa retroceder en mi empresa, y resuelto a todo, pensé en descerrajar la puerta de la prisión de Inés. FavorecÃa este proyecto la circunstancia de estar Requejo en coloquio muy acalorado con sus dos amigos, y además ignorante de la ausencia de su hermana.
Pedà auxilio a Dios mentalmente, y después de advertir a Inés para que estuviese preparada y me ayudase por dentro, cogà un pequeño barrote de hierro en figura de escoplo, que habÃa en la sala de los empeños, y comencé la delicada obra. El miedo de hacer ruido me obligaba a emplear poca fuerza, y la cerradura no cedÃa. Canté en alta voz para ahogar todo rumor, y al fin ayudado por Inés, que empujaba desde dentro, logré desquiciar una de las hojas, que tuvimos buen cuidado de sostener para que no viniese al suelo.
— Estás libre Inés, vámonos. Huyamos sin tardanza — exclamé con locura —. Si nos detenemos un instante estamos perdidos.
Nos dirigimos a la puerta que conducÃa a la escalera exterior. Abrila yo, y salimos.
Ya oscurecÃa. Un hombre bajaba de los pisos superiores, y se juntó a nosotros en la meseta. Advertà que nos miraba con sorpresa: observele yo a mi vez, y no pude menos de temblar reconociendo al licenciado Lobo, el cual extendiendo sus brazos como para detenernos, preguntó: —¿Adónde van Vds.? —¿Y a Vd. qué le importa? — dije con rabia viendo delante de mà obstáculo tan terrible.
Después, considerando que contra semejante cernÃcalo más convenÃa la astucia que la fuerza, añadÃ: — Doña Restituta nos ha mandado salir en busca suya. Ha ido en casa de una amiga...
— Tú eres un picarón redomado — me contestó —. ¿A dónde vas con esa muchacha? Tunantes: ¡os fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo. Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a la cárcel de Villa.
Mi desesperación no tuvo lÃmites, y ahora celebro no haber tenido en aquel momento un puñal en mi mano, porque de seguro le hubiera partido el corazón al leguleyo trapisondista.
—¡Ah!, pÃcaro ladrón, ya te conozco, ya sé quién eres — continuó —. Esta noche precisamente pensaba venir a ajustarte las cuentas... No te habÃa conocido, bribonzuelo; pero ya sé qué clase de pájaro eres... Ya tenÃa ganas de cogerte entre mis uñas.
Y efectivamente me tenÃa tan cogido, que no sé cómo no me desolló el brazo.
Inés lloraba. Lobo la asió también por un brazo y empujándonos hacia dentro, nos dijo: —¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos mÃos! Hice un esfuerzo desesperado para desprenderme de sus garras y me desprendÃ. Él entonces alzó el grito, exclamando: —¡Que se me escapa ese tuno... ladrones... acudan acá! Subió precipitadamente D.
Mauro, reuniose en el portal alguna gente, y acertando a llegar Restituta, poco después me encontraba entre ambos Requejos como Cristo entre los dos ladrones.
Inés desmayada, era sostenida por el escribano.