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Carlos VI en la Rápita: V

Carlos VI en la Rápita
V
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  1. Portada
  2. Información
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV
  27. XXV
  28. XXVI
  29. XXVII
  30. XVIII
  31. XXIX
  32. XXX
  33. Autor
  34. Otros textos
  35. CoverPage

V

Samsa, mes de Nissan.— Feliz ha sido la primera etapa de nuestro viaje. De Tetuán a esta risueña y patriarcal aldea hemos venido El Nasiry y yo silenciosos, cada cual entretenido en arrullar sus pensamientos, para que se duerman al compás del andar cuidadoso de las mulas. En verdad, no he visto mulitas más discretas en el paso que las de esta tierra; su mansedumbre y la suavidad de sus movimientos superan a los encomios que todo europeo les tributa. Diríase que sienten interés fraternal por el ser humano que oprime sus lomos, y que es para ellas punto de honor llevarlo sano y salvo al término de su viaje. No quitan los ojos del terreno, como si éste fuera un libro en que van leyendo el orden y señalamiento de los puntos en que han de asentar sus cascos duros, dotados de cierta delicadeza pulsátil.

Pues, señor, aún no me ha dicho El Nasiry a dónde me lleva. Sólo sé que la razón de hacer escala en este pueblo es recoger al hijo de un grande amigo suyo, llamado Mohammed Requena, para llevarle con nosotros. Es este Requena un moro de casta granadina, anciano, rico, bondadoso y de sutil ingenio. El exquisito trato de tan noble señor serena mi turbado espíritu... Aún no sé cuándo saldremos: el adolescente por quien hemos venido está enfermo de tenaces calenturas. Titubea El Nasiry, solicitado, por una parte, de su impaciencia, por otra del amor al Requena. Quiere partir pronto a donde le llaman apremiantes intereses, y le aflige marcharse sin el chico. Han pasado tres días de incertidumbre, de aplazamientos, de esperanzas no realizadas. Por fin, entiendo que nos vamos... Aún intenta el viejo Requena detener algunos días a su amigo, encareciéndole lo peligroso del tránsito por el valle que ocupan las tropas de O'Donnell. Una batalla no muy sonada se dio estos días en Samsa... Frustradas las primeras negociaciones de paz, el cañón atronará pronto estos amenos valles. No debemos partir, según el viejo, mientras no pase la chamusquina. Pero El Nasiry tiene prisa, y confía en llegar al desfiladero del Fondac antes que estalle la tormenta humana, más terrible y asoladora que la de los cielos.

Partimos al fin. No diré que me alegro, porque la hospitalidad espléndida que aquí me dan y el trato bondadoso de Requena han sido para mí como un ambiente tibio y sedante, en el cual se marchitan los sentimientos exaltados, dejando florecer tan sólo la plácida amistad y la gratitud... En esta casa no hay mujeres... quiero decir, no hay más que tres esclavas, largas de edad y cortas de hermosura... ¡Descanso del espíritu; descanso de la idealidad, de aquel irritable genio, que, como el de la poesía, no enciende las llamas de su inspiración sino ante la belleza y la juventud!... Adiós, paz nemorosa de Samsa; adiós, aldea linda y quieta, de rumorosas aguas, de frescos naranjales... Bendiga Dios las apiñadas flores de tus almendros, perales y manzanos, para que críen abundante y dulce fruto... Adiós, viejas apacibles, medicina de los delirios de amor... abur, abur...

Stchaidi, últimos días de Nissan.— Gracias a Dios que encuentro lugar para escribir con relativo sosiego, y un cierto acomodo que tiene lejano parentesco con la comodidad. Fatigas y sustos enormes he pasado; impulsos de huracán me han traído hasta aquí; quebrantado está mi cuerpo de los golpes y vaivenes; quebrantado mi espíritu de las terribles emociones... Reanudo mi verídico relato diciendo que salimos de Samsa al anochecer, y que serían las diez de la noche cuando los delanteros de nuestra caravana se pararon, y dieron a nuestro amo esta voz de alarma: «Señor, no podemos seguir. Están aquí». Los que allí estaban eran los españoles: se les conocía por el rugido seco de las interjecciones castellanas.

Celebraron consejo los guías y El Nasiry. Como voy entendiendo el árabe, pude fácilmente hacerme cargo de lo que decían. No podíamos encaminarnos al puente sin meternos entre las tropas españolas; habíamos de ir en busca del vado de Bu Sfiha, donde el paso es difícil, por venir los ríos muy crecidos a causa del deshielo... Oídas las diferentes opiniones, decidió el amo que pusiéramos pecho al agua, pues no había otro remedio, si no preferíamos volvernos a Tetuán y esperar a que pasase el nublado de guerra. Apechugamos, pues, con el vado, y ello fue a media noche, con ceguera de nuestros ojos, que a eso equivalía la obscuridad y temerosa hinchazón de las aguas; paso tan comprometido como el que intentó Faraón en el Mar Rojo persiguiendo a los israelitas, con la diferencia de que no nos ahogamos por milagro de Dios. A mi mula y a mí nos faltó poco para ser arrastrados por la onda; pero al fin salimos de aquel apuro tomando suelo en la otra orilla. El pobre animal mostraba con pataditas el contento de verse salvo de su naufragio.

Pero la desgracia no se cansaba de perseguirnos: en la orilla de salvación nos salieron al encuentro soldados de Isabel II que nos dieron el quién vive, y nos obligaron a tomar mayor vuelta para continuar hacia Poniente. El Nasiry bufaba de cólera tanto como yo tiritaba del frío y la mojadura. Pero había llegado la hora de la paciencia y de la conformidad con el Destino. Siguiendo por el camino curvo que al pie del monteBeniber nos conducía, por donde pensábamos hallar paso franco hacia el Fondac, anduvimos despacio todo el resto de la noche. Un mendigo desarrapado y viejo que se nos agregó, nos dijo que el sbañul tenía toda su tropa al otro lado del agua. En Lausie estaba El Chaue (entendí Echagüe); Z'baalah (Zabala) y Turón en el puente de Bu—Sfiha; Chej El Dónel y Prim en el monte de Uadrás, y en Benider se había plantado Muley El Abbás con su ejército moro, el cual era tan fuerte y aguerrido que allí los infieles fenecerían de una vez, sin que viviera uno solo para contarlo. ¿Y qué musulmán creyente podía dudar que ahora la venganza del Mogreb quedaría consumada, Tetuán redimida de su cautiverio, y los españoles lanzados al mar para que a nado o como pudiesen se fueran a su terruño?

Sorprendionos el día junto a las avanzadas del ejército marroquí. Alegrose mi amo de verse próximo a su amigo Muley El Abbás, que sin duda no nos pondría obstáculos para seguir nuestro camino. Descansamos; fraternizó El Nasiry, con aquella gente de variadas castas, y como yo, por mi traza judaica, era mirado con antipatía y recelo, mi protector y compatriota el hijo de Ansúrez hubo de decir que era yo su esclavo. No de otra manera podía designar la especial servidumbre a que están sometidos los hebreos de las comarcas interiores del Imperio. Para que estos desgraciados puedan burlar la muerte que a cada instante les amenaza, cada familia o individuo se pone al amparo de un señor musulmán, el cual, a cambio de la guería o capitación y de bajos servicios, es protegido con la eficacia suficiente para que nadie se meta con él. A los que en tal servidumbre viven se les llama demmi, que significa individuo de un pueblo sometido, y no se les da nombre alguno. A cada cual se le conoce porel judío de Fulano. Conforme a las instrucciones deEl Nasiry, yo fui su judío desde que llegamos al campamento, y para desempeñar muy al vivo mi papel, me ocupaba en los menesteres más humildes: limpiar las mulas y darles pienso, fregar los platos, encender la lumbre para hacer nuestra comida... Ibrahim y los demás servidores del señor, aleccionados por éste, me trataban como a un perro; farsa que si por un lado me molestaba, por otro a gratitud me movía, pues con ella tenía bien garantizada mi pobre existencia.

Dejándonos en la tienda que un Kaid de Anyera nos proporcionó,El Nasiry fue a visitar a Muley El Abbás; mas hubo de volverse sin llegar a la tienda del Príncipe, porque a mitad del camino le cerraron el paso los movimientos del tropel marroquí. El espantoso ruido de fusilería nos dijo que había comenzado una fiera batalla. Desde donde estaba yo, no se veía más que el cortinón de polvo extendido en los aires, tras un primer término de hombres a caballo que aguardaban como en reserva. Los gritos de los moros, que comúnmente no saben combatir sin lanzar a los aires chillería discorde, daban a mis oídos una descripción vaga de los accidentes de la pelea. El alejarse y el volver de la onda sonora parecía como el alternado sube y baja de los favores de la fortuna entre moros y cristianos. Sonaba de un modo el rumor de los graznidos cuando el Islam avanzaba, y de otro cuando retrocedía. Hostigado de la curiosidad, avancé entre la muchedumbre de caballos para echar un lejano vistazo a la refriega, pero a los pocos pasos retrocedí asustado de mí mismo. Caí en la cuenta de que la mayor falsedad del papel que yo representaba era mostrar interés por cosas tan opuestas a la esclavitud como son la guerra, el heroísmo, y cuanto se relaciona con los aspectos nobles de la vida. Un demmi o judío esclavo debía ser o parecer completamente idiota, cerrado de inteligencia, grosero y bajuno de sentimientos, so pena de que descargaran sobre él todas las iras del árabe orgulloso. Volvime a donde estaba, y en mi rostro puse la estúpida indiferencia de un animal a quien nada interesan ni nada dicen las grandezas humanas.

Pero transcurrido algún tiempo (no puedo precisar su medida), en aquella expectación del que escucha y no ve una próxima tragedia, no me valió mi fingida humildad, y a punto estuve de que me saliera muy cara la imperfecta comedia de mi esclavitud. Llegaron los primeros heridos retirados de la acción, unos por su pie, otros traídos en volandas, y al ver yo que arrojaban en tierra un mísero cuerpo agujereado de balazos por donde se le iba la sangre; al ver que aún tenía vida y que clamaba por conservarla pidiendo con desgarradores ayes auxilio y caridad, sentí que mi corazón cristiano hacia él se iba como las mariposas a la luz. Nunca lo hubiera hecho. Aún no había yo puesto mis manos sobre aquel muerto vivo, cuando el empujón de un brazo vigoroso me tiró hacia atrás; caí de manera poco noble, de espaldas, las cuatro extremidades en alto, y no bien toqué el duro suelo, vinieron sobre mí sin fin de patas moras, con babuchas o sin ellas, que me pisotearon y magullaron sin que yo pudiera valerme. Armas no tenía yo, que si las tuviera ¡vive Dios!, no me habrían pisado aquellos brutos sin que alguno me lo pagara con su vida. La mía estuvo en un tris, y mi dignidad fue más que ultrajada con tantas coces. Ya vi algún yatagán que venía contra mis entrañas y que el buen Ibrahim apartó con mano diligente... ¡Horrible condición la del judío esclavo en estas tierras, donde ni aun la dulce compasión se le consiente! Un perro puede aquí amar al hombre, y un esclavo no.

Arrimado a las mulas, como a seres benignos, me hallaba yo, reponiéndome del quebranto de mis pobres huesos, cuando volvióEl Nasiry. En un aparte breve quise contarle mi desgraciado suceso; pero antes que yo entrase en materia, llevó la conversación a más grave asunto. Díjome que, en su paseo de vuelta, pudo apreciar que sobre los españoles llevaban ventaja los moros. Habían éstos entrado en la pelea con brío extraordinario, alentados por los árabes de Hiaina, que aquel día llegaron con guerrero entusiasmo, y dando el ejemplo de bravura, en todo el ejército encendieron el furor de la guerra santa. Añadió que desde el principio de la campaña no habían combatido los marroquíes con tanta fiereza militar y religiosa. Creyérase que el Profeta mismo había descendido a las filas desde la región celestial en que mora. Esto me dijo en lugar donde nadie podía escucharnos, y en él noté una extraña inquietud y desconcierto del ánimo por la inaudita novedad del vencimiento de los españoles. Poco después le vi en un grupo de berberiscos, congratulándose de lo bien que iba la batalla, y dando las gracias a Mahoma y Allah por la ya segura victoria. Admiré la soberana perfección de su fingimiento, y de él tomé modelo para instruirme y doctorarme en el estudio de mi figurada ignominia.

Mediodía era ya cuando el repecho donde estábamos se aclaró de gente, señal de que los moros ganaban terreno, metiéndose en las posiciones españolas del llano de Bu—Sfiha, llamado por nosotros Buceja. Cierto era que los perros del Islam iban ganando. He aquí que yo, apóstol humanitario y nada belicoso, sentía ganas de correr hacia los míos y ayudarles a dar a estos brutos una paliza tal que fueran todos a contarlo al paraíso de Mahoma. ¡Qué inmensa dicha poder cobrarles con furibundos pinchazos en el vientre la tremenda pateadura con que me habían ablandado los huesos!... En esto llegó una turba de los de Hiaina, graznando con feroz alegría. Algo pude comprender de la jerga que hablaban: «Los españoles eran arrollados... Casi no quedaba ya ninguno de aquellos gigantes que llaman catalonios... El campo estaba alfombradode cuerpos cristianos... A Prim, que había salido echando bravatas, le habían abierto en canal dos veces. De otros generales se supo que eran ya cadáveres, y Chej El Dónel tenía rota la cabeza...».

Venían aquellos bárbaros en busca de agua, locos, abrasados por la sed... A una señal de Ibrahim, acudimos él y yo con cántaros llenos que en nuestra tienda teníamos. Yo di de beber al que con más furia ladraba; después a otro y a otro, todos feísimos, negros y de espantable catadura. ¿Creéis que me agradecieron el socorro que les di? No, por Dios: uno de ellos, portador de una vara que parecía de acero por lo dura y flexible, me apaleó con ella fieramente, y antes de que acabara, los demás no hallaban mejor modo de expresar su alegría que abofeteándome con saña y burla. Me obligaba mi esclavitud a poner en práctica la horrenda humildad ordenada por Jesucristo, que es ofrecer la mejilla izquierda después de bien aderezada de sopapos la derecha. Yo, con perdón de nuestro Redentor, no pude hacerlo, y ya tenía cogido por el pescuezo al verdugo de mi rostro para vengarme de él como pudiese, cuando un grito de El Nasiry me contuvo, y me aseguró con su afectada cólera la vida que yo ciegamente comprometía. Separándome con fuerte brazo del lugar de mi perdición, me dijo: «Quítate allá, demmi... Tú das de beber a las mulas, no a los hombres de Dios».

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